Iglesia, familia, y coherencia en el discurso
por No tengáis miedo
Los niños y la misa, la misa y los niños. Es un controvertido tema sobre el que varias veces he escrito, y más aún he conversado. Las opiniones y experiencias al respecto dan para escribir un libro. En Internet se pueden encontrar cientos de artículos defendiendo una postura, y otros tantos con la opuesta; y entre medias, todas las opciones. Siendo sincero, he de decir que es un debate que me hastía y me agota.
Quiero escribir a corazón abierto. Les diré que, en este mundo nuestro, tan individualista, hedonista, capitalista, egoísta, y todos los “ista” que quieran añadir a la lista, estar abiertos a la vida y tener una familia numerosa, es un reto de valientes, hartamente difícil de sobrellevar. Cada día es una auténtica aventura. Y si alguno de los pequeños sufre de algún tipo de trastorno en su desarrollo, las dificultades se multiplican exponencialmente. Al encaje de bolillos de trabajos, cole, casa, deberes y obligaciones diversas, hay que sumar tratamientos y tiempo extra de dedicación a las terapias. Cada día es una batalla de incierto resultado, en el que no siempre se alcanza la victoria. Y así avanzamos en cada jornada, sin tiempo en ocasiones de recuperar fuerzas o sanar heridas (que con frecuencia las hay), pues a la vuelta de la esquina hay una nueva dificultad, una nueva lucha. Cualquier proyección futura parece utópica: todo esfuerzo se concentra en salir lo más indemne posible del inmediato mañana.
Y así llega el domingo, y con él el anhelado descanso, y el deseo de recibir una palabra de aliento de parte de Dios en la misa, y tomar nuevas fuerzas en la comunión. Pero es también el momento de constatar con dolor la dura realidad de la Iglesia. Y es que nos quejamos de que los poderes públicos no atienden, ayudan, promueven ni defienden a las familias. Pero ¡ay!, cuánto me duele decir que en la Iglesia, que no cesa de hablar de ella, la distancia entre el discurso y los hechos es, en tantas ocasiones, un abismo.
Nos estamos malacostumbrado a la decrepitud en nuestras celebraciones; tediosas, desapasionadas, superficiales… en una feligresía en la que habitualmente los dedos de una mano bastan para enumerar a cuantos no cuentan canas o carecen ya de pelo, entrar con varios niños a una misa supone ser el centro de las miradas. Miradas duras, inmisericordes, cada vez que hay un conato de llanto, quejido, o sonido que altere la pax romana de nuestras celebraciones (tan tan romana, que en una reciente celebración me las vi y deseé para que alguien se girase a darme la paz). También para los sacerdotes, tan acostumbrados ya a las balsas de aceite de un pueblo que musita ininteligiblemente las respuestas de la celebración, que se incomodan con cualquier novedad. No hace falta que aparezcan niños torbellinos de los que se asemejan a un demonio de Tasmania, ni ninguno descarado de los que carecen de tanta educación y respeto como sus padres. No, basta con niños normalitos. Y da igual el insonoro medio que se use para encauzar a los más pequeñitos durante la celebración: ya anden coloreando en su cuaderno o peinando a su muñeca, o mamando discretamente de la teta de su mamá, las cabezas se giran y desaprueban, una y otra vez.
Habrá quien no aprecie el esfuerzo de acudir a misa con pequeños que aún no han alcanzado el conveniente uso de razón, más aún si como decía alguno sufre de trastornos, pensando que “no les aprovecha”. Y entonará el manido discurso de “mejor ir solo, sin los niños, para vivirlo mejor. Es lo que hace fulano, o lo que hice yo en su día, o…”. Que sí, que muy bien. Fantástico por usted y por fulano, auténticos héroes que nos han librado del “horror” de tener que sufrir a sus hijos en misa. Por mí se pueden ahorrar el pronunciarlo. Cada día, hay mil y una cosas que me apartan de mis pequeños, a los que apenas puedo ver. Dios no va a ser una más entre esas cosas. Pretendo que crezcan sintiendo a la Iglesia como algo propio y natural, como su casa. Pretendo que, la misma Iglesia que me alentó a estar abierto a la vida, a no ser egoísta, pueda acoger y bendecir a mi familia cada domingo. También en la enfermedad, la debilidad y el cansancio que ahora me toca vivir.
Hace poco volví a ver la película de la historia de San Juan Bosco, rememorando sus dificultades para acoger a tantos niños desamparados y “problemáticos”. Uno quisiera pensar que, doscientos años después, sacerdotes y fieles hayamos aprendido a convivir en la Iglesia no ya con “pequeños delincuentes en potencia”, sino con un niño que aún no sepa comunicarse. Si hasta para “tolerar” esto tenemos pegas y peros, habría que hacérselo mirar, y dejar de rasgarse las vestiduras cuando otras vertientes cristianas, con un gran trabajo de acogida detrás, siguen recibiendo a tantos fieles a los que nosotros desatendemos (en el mejor de los casos: otros dejarán de pisar iglesia alguna). Aún habrá quien tenga la soberbia de decir que se fueron porque su fe era débil; yo puedo decirles que, cada vez que algún compañero de trabajo o conocido, sabiéndome cristiano, se acerca dolorido a relatarme su experiencia de haber sentido el rechazo a su familia en una Eucaristía, me desgarro interiormente, consciente de que algo estamos haciendo mal, muy mal. Que cada cual vea si en algo le atañe el tema…