Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Edith Stein, orante por la paz y por Europa

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Cuando la paz mundial se encuentra tan amenazada, cuando Europa debe hacer frente a millones de personas que piden asilo político, la patrona de Europa, santa Edith Stein, puede sernos un modelo de alguien que ha sabido orar eficazmente por la paz, tanto por los perseguidos como por los perseguidores. Ella es una contemplativa que ha sabido ofrecer su vida para alcanzar de Dios el don de la paz

Edith Stein es una filósofa alemana de origen judío, que habiéndose hecho conscientemente atea, se convirtió al catolicismo al leer La vida de santa Teresa de Jesús. En aquel mismo día de su conversión decide que se bautizará y entrará en el Carmelo Descalzo, para seguir los pasos de Teresa de Jesús en el encuentro con el Dios personal, todo Él amor.

Su ingreso en la vida religiosa tuvo lugar hasta once años después de su bautismo. En este tiempo profundizó su fe, fue profesora en un instituto de segunda enseñanza y recorrió distintos países de Europa central, dando conferencias para concienciar y promover a la mujer en la Iglesia. Aceptó un trabajo como profesora en el Instituto Superior de Ciencias Pedagógicas de Münster. En este trabajo sólo pudo permanecer unos meses, porque, al subir Hitler al poder, perdió su plaza de profesora, por ser de raza judía. Aunque le ofrecieron un trabajo de profesora en América del Sur, no quiso abandonar al pueblo judío sobre el que se cernían planes de muerte y exterminio. Finalmente llegó el tiempo para poder hacer realidad su anhelo más profundo, el ser carmelita descalza.

Precedió  a su ingreso de religiosa el progresivo convencimiento de que a donde no pueden llegar ni las palabras ni los razonamientos, llega la oración y el sacrificio. Esto lo constató  con su maestro el filósofo Husserl: "Después de cada encuentro, en el que percibo la impotencia de influjo directo, se hace más patente en mí la urgencia del propio holocausto".

Este convencimiento se hizo extensivo a todo el pueblo judío. En los últimos meses de su estancia en Münster, a partir de un comentario sobre <>, escribió: "Entonces me vino una luz, que Dios nuevamente había dejado caer su mano pesada sobre su pueblo y que el destino de este pueblo también era el mío". Para poner remedio a la situación del pueblo judío, pensó en ir a Roma y  entrevistarse con el Papa, para pedirle que publicara una encíclica en favor de los judíos. Este plan fracasó pero no por culpa suya. Llevaba en el corazón el sufrimiento de su pueblo. En el día de Jueves Santo de 1933, buscaba un lugar en el que se hiciera una Hora Santa. Al saber que se realizaba una  en el carmelo de Colonia, allí se dirigió. Aunque el sacerdote hiciera piadosas reflexiones, en su interior ella "hablaba con el Salvador y le decía que sabía que era su Cruz la que ahora había sido puesta sobre el pueblo judío. La mayoría no lo comprendía; mas aquellos que lo sabían deberían echarla de buena gana sobre sí en nombre de todos. Al terminar el ejercicio, tenía la más firme persuasión de que había sido escuchada. Pero dónde había de llevar la Cruz, era aún desconocido para mí".

Será precisamente en el carmelo de Colonia, al que había ido providencialmente, donde Cristo le esperaba para unirla a  sí en su obra redentora. Al pedir allí el ingreso se le planteó la imposibilidad de proseguir su actividad científica,  a lo que ella respondió: "Lo que vale no es la humana labor, sino la Pasión de Cristo. Participar en ésta es mi deseo". Para Edith la vida religiosa era un martirio incruento a fin de ganar a sus hermanos de raza para Cristo. El 14 de octubre de 1933, a la edad de 42 años, ingresó en el carmelo de Colonia.

Estaba convencida de que "cuanto más profundamente esté sumergida una época en la noche del pecado y en la lejanía de Dios, tanto más necesita de almas que estén íntimamente unidas a Él". Sabía que Dios nunca se dejará ganar en generosidad: "Dios puede, por amor a un alma, que ha acogido en sí, atraer a otra alma. (...) Es uno de los hechos más maravillosos de la vida espiritual, que la libertad divina se somete a la voluntad de sus elegidos escuchándolos. El por qué supera todo entendimiento".

Edith vivirá con toda conciencia su vocación orante, convencida de que la oración y el sacrificio tienen un valor apostólico y eficacia directa superiores a largos sermones, a obras de piedad e incluso a la actividad pastoral directa. Esto ya lo había constatado anteriormente santa Teresa del Niño Jesús: "La oración y el sacrificio son mis armas invencibles; constituyen todas mis fuerzas, y sé por experiencia que conmueven los corazones más que las palabras".

En la vida de oración y sacrificio Edith ve el mejor modo de prolongar la redención de Cristo, pues a través de los mismos es más fácil configurarse con el Redentor. Edith es consciente que la intercesión y la expiación son una llamada dentro de la llamada de cada persona a la vida de unión con Cristo. Sobre ello escribirá: "Existe una vocación al sufrimiento con Cristo y, a través de eso, a colaborar en su obra redentora. Si estamos unidos al Señor, somos miembros del cuerpo místico de Cristo; Cristo continúa viviendo en sus miembros y sufriendo en ellos; y el sufrimiento soportado en unión con el Señor es su sufrimiento, insertado en la gran obra de la redención y, por eso, fructífero". 

     Edith aceptará la vida religiosa como donación y holocausto, no reservará nada para ella, se hará dócil a lo que le exigen. Aunque con esfuerzo, se irá adaptando a la vida comunitaria.  Edith ha acogido en sí misma el plan divino de salvación por el que se siente elegida: "Un corazón que no desea otra cosa sino que se cumpla la voluntad de Dios y que se deja guiar por él sin resistencia".

La vocación religiosa potenció la conciencia de su pertenencia al pueblo judío. Aunque perseguido, se siente orgullosa de pertenecer al mismo pueblo de Jesús. Edith, al vestir el hábito, tomará el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. A medida que va madurando en el conocimiento de Dios, verá cada vez con mayor claridad que su vocación específica es subir a la cruz con Cristo, abrazarla con serenidad y confianza, amarla siguiendo las huellas de su querido Esposo y ser mediadora para la salvación de su pueblo.

La vivencia radical de la vocación del Carmelo la fue configurando con Cristo. Con sus propios sentimientos, participó profundamente del amor de Cristo hacia su propio pueblo, y por el cual ofreció su vida. El Espíritu Santo la fue preparando para el martirio, para que su ofrenda fuera del todo consciente, libre e impregnada de caridad y fue iluminando a Teresa Benedicta para comprender desde la Revelación la persecución del pueblo judío en manos de los nazis. "Es la sombra de la cruz que se extiende sobre nuestro pueblo. ¡Oh si mi pueblo se ofreciera a la luz! Al menos, ahora. Se cumple la maldición que mi pueblo ha llamado sobre sí. Caín debe ser castigado, pero ay de aquel que ponga  la mano sobre Caín! ¡Ay de esta ciudad, de este país, de estos hombres, sobre los que pesará la justicia divina por todos los ultrajes que serán cometidos con los judíos". 

Edith cada vez fue más consciente de que el Señor la llamaba a ofrecerse por su pueblo. "El domingo de Pasión de 1939, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, la hermana Otilia, priora de Edith Stein, recibió una nota cuyo contenido rezaba: "Querida Madre, permítame Su Reverencia ofrecerme al Corazón de Jesús como sacrificio propiciatorio por una paz verdadera: para que pueda acabarse el dominio del anticristo sin necesidad de una nueva guerra mundial,  si fuera posible, y establecerse un nuevo orden. Quisiera hacerlo  ya hoy, pues llega la última hora. Sé que no soy nada, pero Jesús lo quiere y no dudo que ha de llamar a otros muchos a ello en estos días". Edith sabía que no era única, se sentía solidaria con muchas personas que imploraban la misericordia de Dios y que el Espíritu Santo irá preparando, como a ella, para identificarse con Cristo hasta la muerte, y  alcanzar con su sacrificio la paz y la misericordia de Dios para el mundo.

El día 9 de junio de ese mismo año, previendo su próxima muerte, al final de unos ejercicios redacta su testamento:  (...) "Desde ahora acepto con alegría y con absoluta sumisión a su santa voluntad, la muerte que Dios ha preparado para mí. Pido al Señor que acepte mi vida y también mi muerte en honor y gloria suyas; por todas las intenciones del Sagrado Corazón de Jesús y de María; por la Santa Iglesia y, especialmente,  por el mantenimiento, santificación y perfección de nuestra Santa Orden, en particular los conventos Carmelitas de Colonia y Echt; en expiación por la falta de fe del pueblo judío y para que el Señor sea acogido entre los suyos; para que venga a nosotros su Reino de Gloria, por la salvación de Alemania y la paz del mundo. Finalmente, por todos mis seres queridos, vivos y difuntos, y todos aquellos que Dios me ha dio. Que ninguno de ellos tome el camino de la perdición".

Pero la II Guerra Mundial estalló en septiembre del mismo año. Ella no dejó  de confiar en Jesús y creer que su ofrecimiento había sido acogido por El. Algunos se preguntan si Edith pensó que Dios necesita de los sacrificios de los hombres para reconciliarse con ellos. Edith creyó en el Dios que se ha revelado en Jesús de Nazaret, que el amor de Dios es amor que se da, amor que muere para facilitar la vida a los demás. Ella quiso participar en la vida y en la muerte de Cristo.

Cada año, el día 14 de septiembre, fiesta de la exaltación de la Santa Cruz, las carmelitas renuevan sus votos. Era costumbre en este carmelo, que la priora leyera aquel día una breve reflexión. En algunas ocasiones encargó a Edith que la escribiera. Ella aprovechó la ocasión para sensibilizar a sus hermanas de la gravedad del momento. Ella misma, durante la I Guerra Mundial, pudo experimentar de cerca el drama de la guerra cuidando, como voluntaria de la Cruz Roja, a enfermos infecciosos en un hospital de Austria.

En esta exhortación pronunciada pocos días después de estallar la II Guerra Mundial, Edith animó a sus hermanas para que renovaran los votos religiosos con toda la radicalidad que implica el ser desposadas con el crucificado.

"¡Bendita seas, Cruz, esperanza única! De esta manera nos invita la Iglesia a implorar, en el tiempo dedicado a la contemplación de los amargos sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo (...) El mundo está en llamas; el combate entre Cristo y el Anticristo ha comenzado abiertamente. Si tú te decides por Cristo, te puede costar la vida; reflexiona por eso muy bien sobre aquello que prometes. La profesión y la renovación de los votos es algo terriblemente serio. (...) El Salvador cuelga en la Cruz, delante de ti, por haber sido obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. Él vino al mundo no para hacer su voluntad sino la voluntad del Padre. Si tú también quieres ser la prometida del Crucificado, tienes que negar incondicionalmente tu propia voluntad y no tener ningún otro anhelo, sino el cumplir la voluntad del Padre. (...) El mundo está en llamas. El incendio puede hacer presa también en nuestra casa; pero en lo alto, por encima de todas las llamas, se elevará la Cruz. Ellas no pueden destruirla. Ella es el camino de la tierra al cielo y quien la abraza creyente, amante, esperanzado, se eleva hasta el seno mismo de la Trinidad.

¡El mundo está en llamas! ¿Te apremia extinguirlas? Contempla la cruz. Desde el corazón abierto brota la sangre del Salvador. Ella apaga las llamas del infierno. Libera tu corazón por el fiel cumplimiento de tus votos y entonces se derramará en él el caudal del Amor divino hasta inundar todos los confines de la tierra. ¿Oyes los gemidos de los heridos en los campos de batalla? (...) Tú no eres médico, ni tampoco enfermera, ni puedes vendar sus heridas. Tu estás recogida en tu celda y no puedes acudir a ellos. Oyes el grito agónico de los moribundos y quisieras ser sacerdote y estar a su lado. Te conmueve la aflicción de las viudas y de los huérfanos y tu querrías ser el Ángel de la Consolación y ayudarles. Mira hacia el Crucificado. Si estás unida a él, como una novia en el fiel cumplimiento de tus santos votos, es tu sangre preciosa la que se derrama. Unida a él, eres como el omnipresente. Tu no puedes ayudar aquí o allí como el médico, la enfermera o el sacerdote; pero con la fuerza de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción. Tu Amor misericordioso, Amor del corazón divino, te lleva a todas partes donde se derrama su sangre preciosa, suavizante, santificante, salvadora. Los ojos del Crucificado te contemplan interrogantes, examinadores. ¿Quieres cerrar nuevamente tu alianza con el Crucificado? ¿Qué le responderás? <<¿Señor, a dónde iremos? Sólo tu tienes palabras de vida eterna>> ¡¡¡Ave Crux, spes única!!!"[1].

 

Edith no dejará de concienciar a sus hermanas acerca de cómo pueden ser verdaderas intercesoras a favor de la paz:  "¿Qué derecho tenemos nosotras a ser escuchadas? Nuestro deseo de paz es, sin duda, auténtico y sincero. Pero ¿nace de un corazón totalmente purificado? ¿Hemos rezado verdaderamente "en el nombre de Jesús", es decir, no sólo con el nombre de Jesús en la boca, sino en el espíritu y en el sentir de Jesús, buscando la gloria del Padre y no la propia? El día en que Dios tenga poder ilimitado sobre nuestro corazón tendremos también nosotras poder ilimitado sobre el suyo".

Para prepararse conscientemente  para el martirio fue providencial que la nueva priora elegida en 1940,  le pidiera que escribiera un libro sobre la obra de Juan de la Cruz con ocasión del centenario de su nacimiento. Ella eligió el estudio sobre:  La Ciencia de la Cruz en la obra de san Juan de la Cruz. Acogió con mucha alegría este encargo. San Juan de la Cruz era su maestro desde su ingreso en el Carmelo. En sus escritos sobre el valor de la cruz, Edith encontró la luz en los momentos más difíciles. Para ello estudió a fondo esta ciencia terrible, que exige de uno la piel y el espíritu. "Bajo la Cruz voy comprendiendo yo el destino del pueblo de Dios. Los que comprendan lo que es la cruz de Cristo, deberían tomarla sobre sí en nombre de todos. Hoy sé mejor que nunca lo que es haberse desposado con el Señor bajo el signo de la Cruz. Aunque ya entiendo que nunca llegaré a comprenderlo del todo porque estamos ante un misterio (...). El Señor ha tomado mi vida por todos. Tengo que pensar una y otra vez en la Reina Esther, que fue sacada de su pueblo para interceder delante del Rey por él. Soy una pobre e impotente y pequeña Esther, pero el Rey que me ha escogido es infinitamente más grande y misericordioso. Esto es un gran consuelo".

Todo lo que sucederá más tarde es el cumplimiento de su ofrecimiento a Dios por su pueblo. Tres años pasarán antes que su ofrenda se haga realidad. Ella era consciente de su propio destino y lo aceptará como venido de las manos de Dios. Su seguimiento de Cristo bajo el signo de la cruz termina para ella en el martirio. Cuando salió del convento detenida por la Gestapo, dice a su hermana Rosa, "Vamos a morir por nuestro pueblo". Al entrar en el último campo de concentración, Auschwitz, Edith y muchos otros podrán decir: "Se acabaron las incertidumbres; Dios ha aceptado el sacrificio". En compañía de sus hermanos y hermanas judios va a recorrer hasta el fin el camino del Calvario.

A medida que pasan los años, se advierte en Edith un progreso espiritual: de la vocación cristiana a la vocación carmelita y de esta a la vocación a la cruz. Por ello será cada vez más profunda su identificación con Cristo crucificado. Dos años antes de su muerte había escrito "No se puede desear la liberación de la cruz, cuando alguien tiene el título de la Cruz" . Ahora se le descubre en toda su realidad y crudeza el <> de su cruz, no retrocede, al contrario, se abraza a ella para seguir a Cristo en <>. Como alguien ha escrito: "Porque había contemplado durante toda su vida a Cristo crucificado, uniéndose a sus sufrimientos y a su oración agonizante, y sólo esta unión había podido realizar en el carmelo silencioso, ésta ha conseguido el poder transformar en acto litúrgico las atroces humillaciones y oprobios que precedieron a su muerte no menos atroces que la misma muerte". Sólo Dios conoce el dolor, la fe y las esperanzas que acompañaron a Edith en su última hora. La muerte en la cámara de gas del campo de Auschwitz será la puerta de entrada al lugar merecido en la Iglesia celeste, donde podrá contemplar con toda claridad el amor del Padre por toda la humanidad. 

Edith oró tanto por los perseguidos, su pueblo de raza, y con el que compartió su suerte, como por la nación alemana, que era su patria con la cual se sentía profundamente identificada. Aunque eran sus mismos compatriotas los que perseguían a muerte a su pueblo, ella sabía que Alemania no puede identificarse con aquellos que menosprecian de tal modo la dignidad humana que hacen uso de todas las armas del poder y de la ciencia para aniquilar de forma brutal a un pueblo. Edith no dejó de rezar por unos y otros.

Su unión con Cristo hasta la muerte martirial no será en vano.  Su oración y sobre todo su vida ofrecida en holocausto tendrán una fecundidad inmensa. El imperio nazi que parecía dominar el mundo, y deseaba gobernarlo por un milenio, queda derrotado a los tres años de su muerte y vuelve la paz al mundo. 

 La vida y la muerte de Edith son señales que nos revelan la victoria del amor de Dios sobre las tinieblas de la culpa humana. Ella había luchado por la dignidad de la persona humana, para establecer relaciones con Dios y entre los hombres. Su muerte es escarnio a todo aquello por lo que ella ha luchado. Pero después de la II Guerra Mundial, ante la brutalidad con que había sido pisoteada la dignidad humana, son proclamados los Derechos del hombre.

El pueblo judío rompió la Alianza al condenar a muerte a Jesús, el hombre inocente por excelencia. Por ello todas las desgracias anunciadas en los libros de la Ley se cumplieron, y desde entonces el pueblo judío había vivido en el exilio. Después de la II Guerra Mundial, le es concedido el derecho a volver a Israel y de ser reconocido como nación independiente.

Edith Stein había procurado a través de su vida y sus escritos hermanar el Antiguo Testamento con Jesucristo, y redescubrir la vinculación entre la espiritualidad del pueblo judío y el cristiano. Ella, además, había pedido al Papa para que escribiera una encíclica a favor del pueblo judío. Unos veinte años después todo un Concilio Ecuménico, el Concilio Vaticano II, proclamará solemnemente aquello que ella vivió y defendió.  El pueblo judío dejará de ser detestado como el pueblo que mató a Jesucristo,  para ser considerado el hermano mayor en la fe,  porque la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del pueblo de Israel, escogido y amado de Dios.

Ella consideraba Alemania como su patria, había orado por el pueblo alemán. Éste, con la derrota, sufrió en parte lo que había hecho sufrir a otras naciones. La limosna, en la tradición del pueblo judío y cristiano es considerada un medio para reparar los pecados. Alemania es una de las naciones que realiza más donativos para el desarrollo del Tercer Mundo y  la Iglesia necesitada.

Edith Stein es para nosotros  un testimonio de primer orden del poder que tiene ante Dios una persona orante que, unida a Cristo, se ofrece por su pueblo y para alcanzar de Dios la paz.

 

 

 

 



     [1] Edith Stein. Los caminos del silencio interior. Ed. de Espiritualidad, Madrid, 1988, pp. 105-110.

 

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