Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Si el Cardenal Segura no se defiende...

por Victor in vínculis



EL CARDENAL SEGURA

«Este es el primer libro que se escribe sobre el Cardenal Segura. Han de componerse muchos otros, a pesar de la pobreza de nuestra literatura en biografías y libros de historia, tanto por la singularidad de la figura del Primado, como por la del tiempo en que aparece. El mismo silencio, digno y fuerte, que el Cardenal ha guardado respecto de los ataques de la prensa enemiga y del Gobierno, como de hombre que perdona a sus perseguidores y rehúye las reivindicaciones, ha de servir de estímulo para mover las plumas. Si el Cardenal no se defiende, habrá que defenderle; si el Primado calla, habrá que hablar por él».

Así comienza su prólogo ni más ni menos que Ramiro de Maeztu para atender a la petición del siervo de Dios Jesús Requejo San Román. Los dos fueron asesinados en 1936.

Ramiro de Maeztu y Whitney (Vitoria, 4 de mayo de 1874), escritor de la Generación del 98, fue detenido al poco de comenzar la guerra civil, y recluido en la cárcel de Ventas. Los primeros bombardeos sobre Madrid instigaron las represalias incontroladas. Las milicias revolucionarias iniciaron las sacas (falsos traslados) de presos, que finalizaban con ejecuciones sumarias. Maeztu fue fusilado el 29 de octubre de 1936 en el cementerio madrileño de Aravaca.

Sobre Jesús Requejo ya hemos escrito varias veces:

http://www.religionenlibertad.com/sd-jesus-requejo-y-madridejos-37582.htm

            Él es autor de esta obra: El Cardenal Segura. La publicó en 1932 y lo hizo en la Editorial Católica Toledana.


 

            Aunque, dejemos a Maeztu proseguir con su prólogo:

«Este es un libro muy modesto; el autor lo llama librito, y dice que está dedicado al pueblo. Más que interpretación de la figura del Cardenal Segura y Sáenz (ello vendrá después, y es obra muy difícil), es una recopilación de datos biográficos. Mostrar el fuego de un alma creyente a un público apagado, es todavía más difícil que descubrir los recovecos de la incredulidad a los creyentes, y no hay prueba plena, en nuestras letras contemporáneas, de que tengamos el escritor capaz de esa tarea. Pero hay también en este librito el testimonio de admiración y de respeto de un hombre que fue honrado con la amistad del Cardenal, y ese testimonio viene a decirnos, a cuantos no le tratábamos, pero veíamos alzarse su figura sobre los horizontes de la Historia, que no era infundado el homenaje de nuestro rendimiento.

Nadie discute las grandes virtudes del Cardenal. Su caridad era proverbial. Vivía personalmente con nada. Su mesa era frugalísima. Daba a los necesitados todo cuanto tenía. El día en que le fueron suspendidas las temporalidades, ofreció el clero toledano remediar sus necesidades con sus modest0s haberes. El Cardenal rechazó el ofrecimiento: «No Nos consiente nuestro corazón ver aliviada nuestra pobreza con las privaciones heroicas de la vuestra». ¡Contraste ejemplar con el ilustre profesor desterrado, que no solo recibió de sus colegas análogo subsidio, sino que al percibir después todos los sueldos devengados, aunque no ganados, en el ocio de su destierro voluntario, no tuvo el gesto de devolver a sus necesitados compañeros las cantidades con que habían subvenido, más que a su indigencia, a su codicia!

La caridad del Cardenal no se contenta con dar lo que tiene a los que se lo piden, sino que busca los necesitados hasta en países remotos. Suya fue la idea de fundar las Misiones en el Sur de Francia, para que los hijos de los españoles emigrados en busca de trabajo no careciesen del alimento espiritual de la buena doctrina. El Cardenal no se cansó de pedir y allegar recursos para esta obra, emprendida sin otros medios que los suyos personales. Repetidos documentos atestiguan su celo y entusiasmo. Y a pesar de los obstáculos puestos por la pasión sectaria a esta evangélica labor, el celo del Cardenal, que había ganado ya el apoyo de los católicos de Francia, habría llevado la fe de España a nuestros pobres braceros emigrados, como años antes, desde la diócesis de Coria, había atraído el amor nacional hacía los hijos de las Hurdes.

Dura tendrá la piel quien lea la carta que escribió en mayo de 1922, desde Fragosa de las Hurdes, sin que se le asomen las lágrimas a los ojos. Cuando pinta el recibimiento que le hicieron los jurdanos, que: "se fueron escalonando en las montañas y con sus típicas gaitas y tamboriles y coros de cantadores, le fueron recibiendo de rodillas a lo largo de aquel camino, en cuyos precipicios ni siquiera tuve tiempo de reparar, escuchando aquellos cánticos tan inspirados de sonatas sentimentales, aquellas conversaciones tan sabrosas y aquellos ofrecimientos tan generosos", o cuenta la velada que pasó hablando con aquellos labradores de su Virgen de la Montaña, y durmiendo en un cuarto sin puerta, ni ventana, y diciendo la Santa Misa, «la primera tal vez que se ha celebrado desde el principio del mundo en estas sublimes soledades», no es sólo el patetismo de estas escenas lo que nos baña el alma de ternura, sino la sencillez con que nos las refiere el Prelado.

Esta sencillez forma un estilo en que valdría la pena de pensar».
 

En el próximo artículo terminaremos con el prólogo de Maeztu. Aquí, Maeztu retratado por el famoso pintor Ramón Casas.

 

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