Cartas de un cura
Cartas de un cura
Conocí a un sacerdote mayor. Por sus años ya se iba despidiendo de la vida, y quería emprender el viaje definitivo ligero de equipaje. Me había contado muchas cosas personales. Yo agradecí la confianza que depositó en mí. Me iba regalando algunos libros que para él habían sido su pequeño tesoro. Pero un día me dijo que tenía algo que había guardado con mucho cariño, y que le gustaría que se hiciera público porque, con toda seguridad, iba a hacer mucho bien. Se trataba de un paquete de muchas cartas que un compañero y amigo suyo le fue escribiendo a lo largo de muchos años. Me entregó el paquete bien envuelto, y cerrado con una cinta colocada con cariño.
Me dijo: “Aquí tienes. Son las confidencias de un buen sacerdote en las que me fue contando su vida, hasta prácticamente unos días antes de morir. Este tesoro no quisiera que se perdiera entre las cosas viejas que se duelen desechar cuando uno muere. En tus manos pongo una vida sacerdotal. Intenta que muchos puedan beneficiarse de la sabiduría y el amor que ellas encierran”.
Recogí el paquete con cierto temblor, como si fuera la mejor de las herencias. Lo estreché contra mi pecho y le dije que lo leería todo con mucho fervor, y trataría de darlo a conocer en la medida de mis posibilidades. El me devolvió una sonrisa empapada de gratitud sincera, y se le saltaron las lágrimas. Afirmó con voz temblorosa: “Ya me puedo morir. Te entrego algo que siempre he llevado en mi corazón, porque una vida sacerdotal es una belleza cuando disfruta de ella con la Gracia de Dios”.
Este sacerdote murió a la semana siguiente. Lo sentí, pero note un alivio al ver que moría en paz, con el deber cumplido. Yo me metí de lleno en la historia encerrada en aquel paquete, y puedo decir que empecé a disfrutar mejor todavía mi vida sacerdotal al recibir esa lluvia de virtudes que brotaban de aquellas líneas escrita manualmente, y enviadas a un amigo, y compañero, como confidencias espirituales que, seguro, recibirían respuesta, pero esas no las tenemos. No sabemos qué sería de ellas, pero a juzgar por la santidad del que me hizo su heredero seguro que eran lecciones de sabia espiritualidad. Nos imaginaremos como sería cada una de las respuestas.
Y comencé a leer aquellas páginas amarillentas escritas a pluma con buena letra. Me di cuenta que el autor estaba contando su vida sacerdotal, que era la mejor herencia que podía dejar a los que habrían de seguir el mismo camino. Hojeando el legajo vi que hablaba de su vocación, de sus años de seminario, de su ordenación sacerdotal, de los distintos lugares en donde había ejercido su ministerio, de los pocos años de reposo tras su jubilación y de la enfermedad que le llevaría a la muerte, que según pude deducir fue un descanso en el Señor.
No sé si tendrá interés para el lector del Blog, pero voy a intentar ofrecer lo más fiel posible, y con todo cariño, lo que fue este hombre de Dios tal y como nos lo ha trasmitido. Los testimonios, que son herencias santas, hay que tratarlas con la delicadeza y gratitud que se merecen.
Mi interés al publicar esta historia es mostrar la grandeza del sacerdocio vivido santamente, y servir de contrapunto a tantas críticas mordaces que lanzan a los cuatro vientos los descreídos de siempre. Los sacerdotes somos humanos y frágiles, nos podemos romper en cualquier momento, pero merecemos un poco de comprensión y respeto. Nuestra vida está al servicio de la humanidad, y lo hacemos con mucho gusto. Hace unos días vi a un compañero que ha pasado cincuenta años entre tribus africanas y ha venido desgastado, apoyándose en un bastón, pero muy feliz por haber invertido su sacerdocio sirviendo a los más necesitados. Estos son los sacerdotes que hay que agradecer al Señor, y son muchos. El autor de la historia que tengo entre mis manos es uno de ellos. Intentaré ir sacándola a la luz. El próximo capítulo hablaré de su infancia y juventud.
Juan García Inza