Las causas de la tragedia
La publicación del informe de lo sucedido en seis diócesis del Estado de Pennsylvania ha conmocionado al mundo y ha llenado de vergüenza a la Iglesia. El Vaticano ha reaccionado con rapidez, mostrando su horror ante lo sucedido y asegurando a las víctimas todo su apoyo. El presidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos ha pedido una visita apostólica del Vaticano, como la que fue enviada a Chile, para que se esclarezca no sólo quienes fueron los que delinquieron sino también sus cómplices, entre los cuales podría haber obispos e incluso cardenales. Por eso, lo primero que hay que hacer es mostrar todo el apoyo a las víctimas y pedir una investigación para depurar responsabilidades.
Pero, a la vez, hay que preguntarse por qué ha pasado todo esto. Sin pretender agotar las causas, que seguramente son muchas, se me ocurren dos. La primera, una cultura del encubrimiento en la que habrían participado muchos obispos; para ellos, lo prioritario eran sus curas y los laicos -incluidos los niños- eran menos importantes. Un ejemplo es lo sucedido con uno de los sacerdotes pederastas norteamericanos; como fruto de sus actos, la menor quedó embarazada y la obligó a abortar; al saberlo, el obispo no escribió una carta a la joven, sino al sacerdote, preocupado por el mal momento que estaría pasando tras lo sucedido. Como en la mafia, pase lo que pase no pasa nada porque el que lo ha hecho es “uno de los nuestros”.
La segunda causa creo que está en la fortísima relajación de costumbres que ha tenido lugar después del Concilio dentro de la Iglesia. Se ha abandonado la vida espiritual, lo mismo que se ha abandonado la enseñanza doctrinal y el respeto a las normas litúrgicas. No digo que esto haya ocurrido en todos los casos, pero sí en muchísimos. Como consecuencia, al estar inmersos en una cultura hedonista, no han faltado los que han cruzado las barreras no ya sólo del pecado sino incluso del delito.
Por lo tanto, debe insistirse tanto en la responsabilidad que el obispo tiene con todos sus fieles -y no sólo con sus sacerdotes- y en la renovación y fortalecimiento de la vida espiritual del clero, así como en la fidelidad a la liturgia y a la doctrina. De lo contrario, lo sucedido volverá a repetirse.
Pero también hay que preguntarse por qué se dan a conocer ahora estas cosas. En el caso de Pennsylvania, por ejemplo, se han investigado casos que ocurrieron hace casi ochenta años -década de los 40-. La práctica totalidad de los delitos que ocurrieron han prescrito y, de hecho, sólo se podrá llevar a los tribunales a dos sacerdotes. Muchas de las víctimas también han fallecido, así como los autores, y lo que se sabe de lo que ocurrió es porque lo han contado terceras personas. Por ello, al no haber juicio, las víctimas no podrán recibir compensaciones económicas y la compensación moral, siempre fundamental, va a llegar tarde a la mayoría.
¿Por qué entonces todo esto? O, dicho de otra manera, ¿por qué no se ha abierto una investigación similar sobre lo ocurrido en otras religiones, o entre los médicos, abogados, periodistas, políticos o simplemente padres de familia? ¿Por qué se ha tapado tan rápidamente el escándalo que salpicó a figuras legendarias de Hollywood?
Estos días he pensado en Jesús camino de la Cruz. La Iglesia, como Él entonces, atraviesa su propio vía crucis. Jesús era totalmente inocente y nosotros no. Pero hay algo común. Jesús podía haber sido asesinado en secreto, pero era necesario destruirle antes moralmente; sus maravillosas enseñanzas y sus portentosos milagros le habían acreditado ante el pueblo como alguien con un inmenso prestigio moral; eso debía destruirse y, para ello, tuvo que ser flagelado y coronado de espinas, paseado por las calles hecho un guiñapo para que lo viera la gente, crucificado entre dos malhechores. Se buscaba no sólo matarle, sino también acabar con su autoridad moral.
La Iglesia es la principal autoridad moral del mundo y la forma de acabar con su prestigio es mostrando sus vergüenzas. Se opone al aborto, a la eutanasia, a la ideología de género, y eso no se puede consentir. Por eso hay que destruirla, hay que desprestigiarla, hay que rebozarla por el lodo. Así no podrá hablar, porque si lo hace se le echará en cara que no tiene autoridad moral para hacerlo. Lo estamos viendo ya en Chile y muy pronto pasará en Estados Unidos.
Creo que los laicos católicos tienen que saber todo eso y deben salir en ayuda de sus sacerdotes. No en ayuda de los delincuentes para que sigan delinquiendo, sino en ayuda de todos los demás, la inmensísima mayoría, que estamos avergonzados porque se está generalizando lo que han hecho unos pocos. Y no digamos cómo están los seminaristas, los pocos que hay, que están llenos de dudas a la hora de abrazar una vocación que el mundo identifica con depredadores sexuales de la más baja calaña.
Esta crisis puede servir para purificar a la Iglesia, pero sólo si vamos a la raíz y atajamos las causas que la produjeron y si nos mantenemos unidos, laicos y clero, en el amor a Cristo y a su Iglesia.