Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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El condenado hace su infierno... ¿De veras el cristianismo no convence?

por Catholikblog

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Si Dios es infinitamente bueno, ¿cómo puede poner un castigo tan tremendo, un castigo eterno, a todas luces desproporcionado para el pecado, que, al fin y al cabo, es una acción pasajera?
 
¿De veras el cristianismo no convence?
 
Para finalizar el recorrido de estos conceptos inmaduros o equivocados más fundamentales, voy a referirme ahora a esa tremenda realidad sostenida por la Iglesia y que más quizás que ninguna otra ha contribuido a que se tenga al Cristianismo por una religión bárbara y cruel: El Infierno. 
 
Y no voy a disimular en nada la fuerza de las dificultades que se esgrimen contra esta creencia. Es una dificultad que la puede formular un niño, sin raciocinios complicados, sencilla, pero brutal y devastadora y con un impacto emocional tremendo.
 
 
Si Dios es infinitamente bueno, ¿cómo puede poner un castigo tan tremendo, un castigo eterno, a todas luces desproporcionado para el pecado, que, al fin y al cabo, es una acción pasajera? Aunque sea verdad que el castigo de la falta no se mide por su duración, sino por su gravedad, nunca dejará de ser verdad que una falta humana o muchas faltas humanas no pueden ser tan intensamente malas que merezcan un castigo eterno.
 
Un castigo así haría de Dios un ser rencoroso, vengativo, sádico, peor que cualquiera de sus criaturas, que necesita complacerse eternamente en el sufrimiento de los que le han ofendido para satisfacer su rencor. No se sacia por un período por largo que sea, no, tiene que ser siempre.
 
 
Y, por otra parte, si Dios ve que una persona se va a condenar, ¿por qué la crea? Un padre humano, por malo que fuera, no lo haría.
 
Y para mayor cinismo esa misma Iglesia quiere presentarnos a Dios como un Padre, quiere que le llamemos Padre y le queramos como Padre.
 
¿Qué nombre reserva entonces para los verdugos? ¿Cómo, pues, creer en una religión que adora a un Dios así y cómo esta religión puede ser buena y, por consiguiente, ser verdadera?
 
Estas y parecidas consideraciones son las que hacen a muchas personas imposible la creencia en el infierno y consecuentemente la creencia en el Cristianismo y en la Iglesia que tiene esta creencia como un dogma de fe.
Con frecuencia se encuentra uno con personas, que se profesan católicas, y que, sin embargo, también afirman que no creen ni pueden creer en el infierno. 
 
Cómo pueden decir que son católicos y no creer en el infierno, sólo se puede entender porque no han entendido lo que es la fe: conciben el Cristianismo como una especie de partido político con un programa; para ellos tener la fe católica es aceptar una especie de programa o lista de verdades católicas, y el hecho de que uno no esté de acuerdo en uno u otro punto de ese programa, si está de acuerdo en todos los demás, no le excluye de ser católico.
 
No caen en la cuenta que la fe es ante todo y sobre todo creer en una persona, creer en Cristo, fiarme totalmente de El, y si no acepto o pongo en duda una sola de sus afirmaciones, ya no puedo seguir creyendo en El, como Dios, que ni puede engañarse, ni puede engañarnos. En el fondo, pues, no tienen la fe cristiana, no creen por la autoridad de Cristo; creen lo que a ellos les parece aceptable el creer.
 
Un eco de esta misma actitud se da hoy día en no pocos sacerdotes y predicadores del Evangelio, que no se atreven a negar abiertamente esta realidad, aunque está demasiado claramente y demasiadas veces proclamada en el Evangelio; más aún, la vida de Cristo como salvador no tendría sentido, porque entonces, ¿de qué nos salvó? Pero silencian esta realidad en sus conversaciones y predicaciones, y preguntados esquivan responder comprometiéndose.
 
Se sienten acomplejados e inseguros, quisieran borrar de las creencias fundamentales de la Iglesia esta realidad de la condenación eterna y la ocultan como se oculta una bastardía. En el fondo, es porque muchas veces ellos también más o menos tienen una serie de ideas inmaduras y equivocadas de lo que es el infierno.
 
Por otra parte, hay que admitir también que la palabra "infierno" está bastante desprestigiada.
 
No se puede negar que en épocas pasadas, con una mentalidad más bárbara y cruel, esta doctrina del infierno ha sido presentada de una manera terriblemente sádica: calderas de aceite hirviendo, tenazas, lenguas de fuego, etc, y toda la demás utilería de una película de horror.
 
Entre muchos predicadores se establecía un campeonato para ver quién se ganaba el óscar de lo tremendo. Pretendieron hacerlo tan terrible que lo hicieron ridículo. Tomaron al pie de la letra la imaginería que usó Cristo al hablar sobre el infierno, de gusanos que roen, de rechinar de dientes y la gehenna del fuego, etc, etc., y la exageraron.
 
Por otra parte, esto fue comprensible. Porque éste es también otro de esos puntos de los que hablábamos al referirnos a las creencias de la Iglesia que han sufrido una transformación.
 
Aquí también ha tenido lugar lo que decíamos al hablar de la inspiración, de la diferencia entre mensaje y el vehículo de ese mensaje.
 
Cristo, al hablar de esta realidad, usó el lenguaje apocalíptico de su tiempo, las imágenes que se usaban para hablar de estas realidades ultraterrenas. Era un lenguaje convencional, que no hay que tomarlo al pie de la letra.
 
La Biblia está también llena de imágenes exageradas para representar cualidades abstractas: "tierra que mana leche y miel", por fertilidad, «el cordero habitará con el león», por la paz, etc, etc. Era su manera de enfatizar ciertas cosas.
 
En la tumba de un rabino posterior a Cristo se encontró esta inscripción: "El día que murió, las estrellas del cielo cayeron, los cimientos de la tierra se conmovieron y hasta el sol y la luna dejaron de dar luz». Supongo que nadie tomaría esto al pie de la letra.
 
La palabra "fuego", "gusano", etc, son "expresiones metafóricas para algo radicalmente no de este mundo. De aquí que nunca se pueden describir en términos propios... sólo pueden expresarse en imágenes", dice en el Diccionario de Teología. Más adelante diremos cuál es la realidad de estas expresiones.
 
No voy a probar aquí que existe el infierno eterno.
 
Lo único que pretendo es corregir este concepto en lo que tiene de falso o inmaduro y hacer ver que este dogma está expresando una posibilidad real para el hombre.
Una posibilidad metahistórica que no le va a ser impuesta desde afuera, sino que se va a producir en virtud de la dialéctica de la libertad.
 
Dicho de otra manera: que, puesta la libertad del hombre, se puede producir mediante el juego de esta misma libertad esa situación existencial a la que llamamos infierno. Por consiguiente, que es el hombre, no Dios, el hacedor de su infierno, el hacedor de la intensidad de su infierno y el hacedor de su eternidad.
 
Y la revelación de la existencia del infierno en definitiva se limita a decir que Dios va a respetar esa situación creada por la libertad del hombre y no va a intervenir en contra de esa libertad para cambiarla, y va a concurrir en la creación de esta situación como concurre con todas las acciones del individuo, aun cuando esta acción sea la de suicidarse.
 
Como se puede ver, todo esto está de acuerdo con lo que hemos dicho de Dios como fundamento del ser, que respeta el ser de las cosas, lo garantiza y no lo impide. Voy a tratar de hacer ver cómo esta situación existencial a la que llamamos infierno puede producirse.
 
No trato de afirmar que es exactamente como lo digo; en este problema estamos moviéndonos en planos existenciales de los que no tenemos ninguna experiencia. Todo lo que diga sólo puede tener un valor de analogía, y aun éste bastante limitado, pero basta hacer ver que son posibles estas situaciones para hacer cambiar nuestro juicio sobre esta realidad.
 
- El condenado hace su infierno INFIERNO/CASTIGO
 
CONDENACIÓN:
 
La primera inexactitud está en decir en que el infierno es castigo del pecado.
El infierno no es un castigo del pecado; el infierno es el pecado, o si queremos, el eco del pecado en nosotros mismos: Como el quemarse, al meter la mano en una llama, no es un castigo de meter la mano, es una consecuencia; es como el eco de esa llama en nosotros. Sólo en ese sentido se puede llamar castigo.
 
Esta primera inexactitud arranca de otra inexactitud: la de creer que el infierno es algo distinto del pecado, porque el castigo siempre es distinto y posterior al delito.
 
Pero el infierno no es algo distinto del pecado, el infierno es el mismo pecado; porque el infierno no es un sitio o un lugar de tormento, sino ante todo y sobre todo es un estado, una situación existencial. Por eso, quizás, sería mejor llamarlo estado de condenación eterna.
 
Esta inexactitud nace de la idea puramente moralista que la mayor parte de la gente tiene del pecado. Para ellos, y desgraciadamente es la única definición que aprendieron, pecado es el quebrantar la ley de Dios en materia grave. Es, pues, una infracción del orden establecido por Dios.
 
Y, naturalmente, Dios es el guardián de este orden; al morir el hombre le impone un castigo por ese delito.
 
Por así decir, existe un código de leyes a cuya infracción Dios, como supremo legislador, señaló un catálogo correlativo de castigos: a la infracción grave, le impuso un castigo eterno, el infierno. Pero el pecado, aunque es también eso, no es eso fundamentalmente. Este es el aspecto moralista del pecado; existe también el teológico, que es su aspecto principal y fundamental.
 
El pecado es ante todo y sobre todo la ruptura de un amor; es el rechazo consciente y libre que el hombre hace del amor que Dios le ofrece. El hombre rehúsa a Dios conscientemente su amor personal y se rehúsa a ser amado por El. En todo amor existen siempre acciones, que son incompatibles con ese amor, lo rompen y lo desgarran. El amor conyugal queda roto, cuando uno de los dos cónyuges se va con otra persona. Si el marido, por ejemplo, prefiere a otra mujer, la esposa no puede aceptar eso, se siente injustamente herida y ofendida en lo más profundo de su ser: en el amor.
 
Ahora bien, también existen acciones que son incompatibles con el amor que Dios ofrece al hombre y que el hombre ha aceptado libremente, acciones que Dios no puede aceptar, porque van contra el orden esencial del universo que tiene su fundamento en El o contra leyes que El directa o indirectamente ha dado.
 
Y el hombre, al romper ese orden, está rompiendo también el amor. A ciencia y conciencia está poniendo una acción que sabe que es incompatible con ese amor. Y no basta decir, como muchas veces hace la gente para disculparse y tranquilizarse, que ellos no lo hacen por ofender a Dios, que a pesar de todo ellos quieren a Dios y Dios, por consiguiente, no puede darse por ofendido. Naturalmente, nadie que está en sus cabales y que crea en Dios, hace cosas por ofenderle. Pero le ofende.
 
Tampoco el hombre que se va con otra mujer no lo hace precisamente para ofender a su mujer, pero la ofende. En eso está precisamente la ofensa: en que prefiere a otra mujer, a su propia esposa; en que sabiendo que esa acción es incompatible con el amor y el matrimonio y que su mujer no puede aceptarla, sin embargo, lo hace.
 
Todo pecado es una opción entre Dios y el gusto, el placer que me proporcionan otras cosas; y el hombre, consciente y libremente sabiendo que no puede tener las dos cosas a la vez, opta contra Dios; prefiere renunciar a Dios a renunciar a las cosas, al gusto y satisfacción que le proporciona.
 
El hombre se deifica a sí mismo y creaturiza a Dios. Se coloca a sí mismo en el centro del ser y del querer del universo y hace de su propio yo el valor supremo y todo lo demás lo subordina a sí mismo, incluso Dios.
 
El pecado es, pues, el rechazo a Dios, la rebeldía contra El. No se le acepta vitalmente, existencialmente como Dios, aunque se le acepte teóricamente. En este sentido vital existencial le rechaza.
 
Ahora bien, el infierno no es más que este rechazo de Dios sentido y realizado por el pecador; es este rechazo rebotándole al condenado en su propio ser; es el eco de este rechazo resonando dentro de él.
 
Pero el que da el grito es también el que hace el eco y la intensidad del eco es proporcional a la intensidad del grito. Pero es el condenado el que da el grito. Dios en ningún momento ha rechazado al pecador; ha sido éste el que ha rechazado a Dios. Es éste, pues, el que crea su infierno.
 
Situaciones existenciales parecidas las tenemos en la vida. Un muchacho locamente enamorado de una muchacha, por no querer someterse a una exigencia justa de la muchacha, se aleja de ella, la rechaza. Y aquel muchacho no come, no duerme, camina como un sonámbulo por la vida, nada le interesa ni le importa. No quiere estar con ella y no puede estar sin ella. La vida se le ha convertido en un infierno. Pero ¿quién está haciendo este infierno?, ¿quién está convirtiendo su vida en un infierno? No es la muchacha; ella está dispuesta a aceptarle en cuanto él se acerque a ella, en cuanto acepte esa exigencia justa por parte de ella. Su infierno no es más que el eco de su rechazo rebotándole en el ser; es este rechazo de la muchacha sentido.
 
Ahora bien, mientras el hombre está en este mundo no siente el eco de este rechazo. Todas las cosas de él hacen demasiado ruido para que lo sienta. Estas cosas le dan felicidad, está anestesiado. El enfermo al que le han amputado un brazo no siente el dolor mientras está bajo el efecto de la anestesia, pero el dolor está ahí.
 
Al pecador le han amputado, o él mismo ha amputado a Dios de su ser, pero la felicidad que le proporcionan los seres de este mundo le tienen anestesiado y no siente el dolor de la falta de este ser.
 
Pero cuando cayó el telón de la muerte y desapareció todo aquello que le daba felicidad y que le compensaba de la pérdida de Dios, desaparecieron los seres y sólo queda el Ser, Dios. Pero él rechaza ese Ser, pero al mismo tiempo le necesita para ser feliz. Ha rechazado a Dios, porque se prefirió a sí mismo.Entre Dios y él optó por sí mismo y ahora se tiene sólo a sí mismo. Depende nada más que de sí mismo para ser feliz, pero sigue necesitando de otros seres para ser feliz.
 
El amor da felicidad, pero se necesita a alguien a quien amar; la vista da felicidad, pero la vista depende de los colores, las figuras, para dar felicidad; como el oído de los sonidos, etc, etc. Pero ahora está solo, trágicamente solo consigo mismo a quien prefirió.
 
Con un hueco en el ser que quiere llenar, que necesita llenar, pero no puede. Dios está presente en él como hueco; como el agua está presente en el sediento que siente dentro de sí mismo el hueco que la ausencia de ese agua ha hecho en su ser físico. El condenado es un muñón de ser.
 
El infierno no es, pues, algo que se produce, que se crea, es algo que resulta; no es un castigo del pecado, es este mismo pecado sentido. Al morir desapareció el efecto del narcótico y ese rechazo a Dios en que consiste el pecado, lo empezó a sentir. Lo que se produce, y esto lo produce sólo el pecador, es el rechazo a Dios, lo que resulta es el infierno. El infierno no es, pues, un castigo del pecado, es el mismo pecado.
 
Ahora bien, esta situación existencial no ha sido inducida por Dios: ha sido inducida por la libertad del hombre.
 
Es el hombre el que no ha querido aceptar el orden esencial de los seres y ha hecho de esta actitud una actitud vital. Dios sigue ofreciendo su perdón al pecador cada instante de su existencia; basta un segundo, no importa lo que haya hecho, para que Dios le acepte de nuevo en su amor. Pero el hombre no quiere, no le interesa o no le importa. Se mantiene en esa actitud de rechazo, de rebeldía; ha hecho de esa actitud un modo permanente de ser.
 
- Pecado-acto y pecado-actitud:
 
 Y aquí es importante una aclaración: No es propiamente el pecado-acto el que condena, es el pecado-actitud.
Es la actitud de pecado en el hombre que no quiere rectificar, que se mantiene en su opción contra Dios; que sigue deificándose a sí mismo y creaturizando a Dios. Es la adhesión obstinada, sostenida, terca al pecado.
 
No es, pues, lo que a veces se leía en algunos libros ascéticos y lo que a veces algunos predicadores tronaban desde el púlpito y yo lo oí muchas veces cuando era niño: Basta un solo pecado, cometido en un instante, después de una vida de santidad, para que un hombre se condene. Muy efectista, pero falso.
 
Porque un pecado así, sería un acto aislado, un acto de debilidad, no la expresión de una actitud, sino la caída contra una actitud; y Dios, nos lo repite El mismo ciento de veces, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta.
 
Dios le sigue ofreciendo su perdón, y si ese pecado no es una actitud de pecado, el pecador se convertirá, porque Dios le dará la oportunidad de convertirse. Y si no quisiera hacerlo, entonces ya no es un pecado-acto, sino un pecado-actitud y un hombre que, como se dice, toda su vida ha amado a Dios, no puede tener esta actitud.
 
Es, por lo tanto, estúpido el decir que por un solo pecado el hombre se condena; es el pecado que no se quiere rectificar el que condena. No es, pues, la condenación el resultado de un pecado-acto, ni siquiera el de muchos pecados-acto; es más bien la consecuencia de una actitud que se mantuvo durante la vida hasta el momento último de la existencia y que la muerte hizo definitiva porque la hace irreversible, como veremos en seguida.
 
Una actitud deliberada consciente y libre de rechazo a Dios, de rebeldía contra Dios; no esos pecados de debilidad que el hombre comete, pero contra los que se esfuerza y lucha y de los que se arrepiente. Es la orientación fundamental de la vida contra Dios, alejada de Dios, o sin que Dios cuente en ella para nada.
 
No es necesario tampoco que sea un acto directo de rebeldía, de rechazo de Dios; son muy pocos los que actúan de esa manera. Ni tampoco se necesita que esa actitud sea plenamente consciente, cuando no lo es porque nosotros libremente estamos impidiendo que lo sea.
 
Hay personas que están en esta situación de rechazo de Dios permanente como actitud vital, que viven en pecado y se sienten relativamente tranquilos, porque han levantado una muralla de racionalizaciones y defensas tras las cuales se parapetan y sencillamente asfixian en su nacimiento todos los pensamientos en contra, ahogan todos los remordimientos y evitan todo aquello que les pudiera hacer reflexionar. Naturalmente, se sienten tranquilos porque no dejan que nada les inquiete. No son plenamente conscientes, cierto, pero es porque no quieren. No sabemos en realidad de qué es capaz cada hombre. Por eso no se puede decir de nadie con certeza que tenga en grado suficiente esta actitud de rechazo a Dios, que es la que condena. No sabemos hasta dónde sus pecados se deben a una ignorancia invencible en su situación existencial concreta o a un siquismo más o menos averiado en sus resortes fundamentales.
 
En realidad estos hombres, y son legión, son religiosa y humanamente unos niños, incapaces, por consiguiente, de adoptar una actitud lo suficientemente libre y consciente, como para constituir su rechazo de Dios una actitud suficiente para incurrir en esta condenación.
 
Y Dios, que quiere la salvación de todos los hombres, tiene mil maneras recónditas de salir al encuentro y que le acepten en el grado que les es humanamente posible. Nadie puede juzgar, pues, quiénes son los que se condenan ni el número de los que se condenan. A cada uno su propia conciencia le dictará, si está haciendo lo que buenamente puede o no.
 
Pero de nuevo, para esto se requiere sinceridad; no basta que uno dicte lo que puede hacer y lo que no puede, sin intentarlo y seguir intentándolo. Quizás muchos lo único que pueden hacer es seguir intentando, tratar de no aceptar su situaci6n actual.
 
En conclusión, la condenación no es propiamente un castigo del pecado-actitud, sino una consecuencia; y la naturaleza de la consecuencia es la de seguirse necesariamente de las premisas. Quien pone las premisas, pone las consecuencias. Es, pues, una situación existencial creada por la decisión libre del pecador y que Dios respeta.
 
-El condenado hace la intensidad de su infierno
 
Y podemos añadir, y esto no es más que un aspecto de lo anterior, que el condenado hace también la intensidad de su infierno. Sufre lo que quiere sufrir y no sufre más de lo que quiere sufrir.
 
Es de nuevo la dialéctica de la actitud: un ser no sólo obra conforme a su ser, sino también conforme a la intensidad de su ser.
 
Cuanto más amargado está un ser, más intensa es la amargura de sus pensamientos y sus reacciones y sentimientos son más amargos. Por otra parte, la actitud es también una caja de resonancia: los sucesos resuenan en el hombre según la caja de resonancia que tenga para ellos. Cuanto más amargado esté, más le amargarán los sucesos desagradables que le ocurran.
 
Lo mismo podríamos decir de cualquier actitud: cuanto más enamorado esté un muchacho de una muchacha, mayor será la felicidad que le produzca su presencia.
 
Entre actitud y reacción se produce un equilibrio continuo y estable.
 
Por lo tanto, cuanto más intensa es la actitud de rechazo a Dios que tiene el condenado, más intenso será en el impacto de este rechazo: a mayor golpe, mayor dolor.
 
Hay diversos grados de sufrimiento en el condenado, aunque el sufrimiento es proporcional a la exigencia y capacidad de cada uno.
 
Con ellos sucede lo que sucede con los bienaventurados, aunque con signo contrario: todos gozan conforme a la capacidad que tienen de gozar y por eso unos gozan más que otros, aunque todos gozan lo más que pueden gozar.
 
Es conocida la comparación: copas de diversas capacidades llenas de vino; cada una contiene todo lo que puede contener, sin embargo unas tienen más vino que otras. El condenado, pues, produce también la intensidad de sufrimiento que su actitud exige y que, por consiguiente, él quiere.
 
- El condenado hace el infierno eterno
 
Sin duda esta eternidad del infierno es el elemento más perturbador de todas sus características. Sin embargo, también aquí digo que es el condenado el que hace al infierno eterno, porque ha creado un proceso que de por sí es irreversible.
 
Para comprender de alguna manera la irreversibilidad de este proceso tenemos que tener en cuenta dos factores: la naturaleza de la actitud y la naturaleza de la eternidad.
 
Y primero, la naturaleza de la actitud: toda actitud: si no existen factores externos que la puedan modificar, tiende a perpetuarse indefinidamente.
La actitud es una manera de estar síquico que se hace permanente. Una cosa es "estar" amargado y otra "ser" un amargado.
 
Lo primero puede ser una cosa pasajera producida por un suceso desagradable que acaba por pasar. Pero, cuando un modo de estar síquico se hace permanente, se convierte en una actitud, en un modo de ser. El hombre es de esta manera: es un amargado, un rebelde, un irresponsable, etc.
 
Ahora bien, un ser obra conforme a su manera de ser y por eso decíamos que un ser amargado piensa amargado y siente amargado. Pero ese mismo pensar y sentir amargado le mantiene en su actitud amargada; se produce una interacción mutua entre pensar y sentir, una incesante recirculación interna.
 
Piensa amargo porque está amargado, y está amargado porque piensa amargo. Una especie de "feed-back" que dicen en inglés; produce la energía que consume. Al mismo tiempo los sucesos desagradables y dolorosos que le suceden le sirven de nuevo combustible y aun los otros los interpreta siempre por el lado desfavorable.
 
La única forma de romper ese círculo vicioso, sería que le sucediera una racha tal de sucesos agradables que fueran rompiendo ese círculo de hierro, y esto requeriría tiempo.
 
Ahora bien, el pecador que hemos descrito, es un hombre que tiene una actitud de rebeldía contra Dios, de rechazo de Dios y afirmación de sí mismo. Y es una actitud que se ha ido consolidando en él, convirtiéndosele en una segunda naturaleza y manera perenne de ser.
 
Mientras viva, ciertos sucesos, ciertas llamadas de Dios, el vacío de su vida, los ejemplos y palabras de otros pueden cambiar su actitud. Pero cuando sobreviene la muerte, todo lo exterior desaparece; al pecador no le sucede nada, queda encerrado en sí mismo, aislado en esa recirculación incesante entre ser y reaccionar, y reaccionar y ser. Y la misma infelicidad que siente, le amarga más, le rebela más, le mantiene en su rechazo a Dios.
 
A nosotros quizás esto nos parece incomprensible; pero es que estamos juzgándolo desde una actitud diferente; también es incomprensible la actitud del suicida, una actitud tal que busca la autodestrucción del ser, prevaleciendo sobre el instinto más profundo de ese mismo ser.
 
También al muchacho enamorado que rechaza a la novia, la vida se le hace intolerable y, sin embargo, prefiere persistir en su actitud antes que bajar la cabeza y acercarse a ella en busca de perdón.
 
¡Y cuántas veces muchas personas, con tal de vengarse, de mantenerse en una posición, prefieren la autodestrucción y la muerte! Es decir, puesta una actitud, el reaccionar de una manera propia y característica, es lo lógico y lo sicológico: es lo que le satisface, lo que le gusta, porque fluye necesariamente de esa actitud.
 
Para el hombre totalmente desesperado, el pensar en suicidarse, y suicidarse es lo único que de algún modo le consuela; a un amargado el pensar amargamente, aunque le hace sufrir, le da satisfacción. Es, por así decir, su felicidad, o si preferimos es como menos sufre y por eso lo quiere. En cambio, el pensar en vivir a un hombre desesperado le resulta intolerable; lo mismo al amargado, al rebelde, al vengativo, etc, pensar en contra de su actitud le resulta intolerable. El condenado como el suicida, como el amargado, goza destruyéndose: es la máxima felicidad compatible con su situación real.
 
Por eso, expresándolo con una paradoja, el infierno es el cielo de los condenados, es su felicidad. Eso es lo que él quiere, lo exige. Dios no le da más que lo que él quiere o exige: le da su cielo.
 
Esto es lo que hace irreversible esa situación del condenado y, por consiguiente, eterna: la dialéctica de la actitud que ya sólo puede dialogar consigo misma, porque ya no hay otros elementos exteriores con los que pueda dialogar y pudieran modificarla.
 
Por eso es el condenado el que hace también la eternidad de su condenación, porque la hace irreversible. Si el condenado quisiera arrepentirse, y esto es un pensamiento de Santo Tomás, Dios le perdonaría.
Pero es esa actitud de amor-odio de sí mismo la que le mantiene permanentemente en esa actitud.
 
Al condenado, como dijimos, ya no le sucede nada porque en la eternidad ya no sucede nada: sólo se sucede uno a sí mismo. No hay tiempo porque no hay cambio. La eternidad no es un tiempo limitado, la eternidad es estar fuera del tiempo, por lo tanto, fuera del cambio.
 
Naturalmente, que si Dios quisiera podía hacer cambiar el ser y la actitud del condenado, pero precisamente en eso consiste la revelación de la existencia del infierno: que Dios nos dice que no va a intervenir, que va a respetar la decisión libre del hombre, que no le va a imponer su amor, sino que quiere que él lo acepte libremente como se le debe a su condición de ser libre.
 
-Un concepto más maduro de eternidad
 
Todo lo anterior se hace todavía más comprensible si, como decíamos, nos fijamos que el condenado está viviendo en la eternidad.
 
Este concepto de la eternidad es sin duda el elemento más perturbador en nuestra idea del infierno y el que la hace más terrible, y por lo tanto el más difícil de digerir.
 
Pero sin quitarle la importancia que realmente tiene, mucha de su indigestibilidad se debe a la manera inmadura que tenemos de concebir la eternidad.
 
Por de pronto, acostumbramos imaginarnos el infierno como un sufrir interminable compuesto de una serie de instantes sucesivos, de años y siglos que nunca terminarán.
 
Y el condenado va recorriendo esa ruta interminable sin llegar nunca al término, arrastrando siempre consigo el bagaje siempre creciente de todo el dolor acumulado en el pasado y mirando hacia adelante a un porvenir de dolor que nunca tendrá fin; y a reforzar esta impresión vienen todas esas comparaciones repetidas con más o menos variantes por muchos predicadores, de la hormiga que da una vuelta a una bola de acero del diámetro de la tierra cada mil años, hasta que con el roce de las patas la parte por el medio. Y otro predicador que quiere impresionar más, hace a esa bola del diámetro del universo y a la hormiga la hace dar una vuelta cada millón de siglos.
 
Naturalmente que concebida así la eternidad se nos hace más difícil comprender, a pesar de lo que hemos dicho sobre la actitud, que el condenado persista en ella, no escarmiente y acabe por rendirse aceptando el amor que Dios le ofrece.
 
Pero sencillamente lo que estamos haciendo es revestir al condenado, que es un ser que está en la eternidad, es decir, fuera del tiempo, de nuestra mentalidad de seres en el tiempo; aun tratándose de seres en el tiempo sería falsa esta transposición.
 
Una mosca, una hormiga, un perro no tienen la misma sensación del paso del tiempo que tenemos nosotros. Pero tenemos que pensar que la sensación del condenado del paso del tiempo tiene que ser distinta, sencillamente porque no puede tener tal sensación, ya que en la eternidad no hay tiempo.
 
La eternidad es una manera de existir fuera del tiempo.
 
Como el pensamiento tiene una manera de existir fuera del espacio. No tiene sentido decir de un pensamiento cuánto espacio ocupa, si es ancho, redondo, qué volumen desplaza, etc. Existe fuera del espacio.
 
A seres sometidos en todas sus dimensiones a la coordenada del espacio, como son los animales que no tienen pensamiento abstracto, le sería imposible concebir la existencia de un ser que no existiese en el espacio, que no tuviese dimensiones. En nosotros hay una dimensión que existe fuera del espacio como es el pensamiento, pero no hay nada que exista fuera del tiempo, porque hasta el pensamiento dura.
 
Por eso, para nosotros nos es imposible pensar sin esta categoría del tiempo e imaginar el modo de existencia de un ser fuera del tiempo. Pero, por lo menos, tenemos que pensar, aunque no podamos imaginar, que el condenado no tiene sensación del tiempo que pasa. No tiene un pasado y un futuro como lo tenemos nosotros.
 
Tenemos la analogía del pensamiento fuera del espacio.
 
Para vislumbrar de alguna manera lo que esto pueda ser, podemos separar la idea abstracta del triángulo del pensamiento que la piensa. Esta idea abstracta separada del pensamiento que la piensa no dura, solamente es.
Uno puede pensar en el triángulo más o menos tiempo, pero es nuestro pensamiento el que dura pensándolo. La idea no dura; está fuera del tiempo.
 
Pero, si esa idea se pensara a sí misma, no se pensaría en términos de antes o después, en términos de tiempo, sino sólo en términos de ser. Sólo tiene la conciencia de su identidad, de que es un triángulo. Y esto es más o menos lo que tiene el condenado: la conciencia de su identidad, de la perseverancia en su ser.
 
Pero esto no quiere decir que el condenado no tenga actividad; el condenado piensa, odia, etc.
 
Dios también tiene actividad, es la actividad suma y, sin embargo, para Dios no hay antes y después, sólo existe ahora.
 
De una manera proporcional para el condenado no hay actos antes y después: el condenado sencillamente tiene conciencia de sus actos, pero los percibe en cuanto actos, no precisamente en cuanto anteriores y posteriores, porque eso sería hacerle vivir en el tiempo. Es, pues, conforme a estas líneas de pensamiento -no digo que todo suceda precisamente como lo he descrito- como debemos concebir la existencia del condenado.
 
No hay que pensar, pues, que el condenado arrastra su existencia minuto a minuto a lo largo de una duración sin fin con un sufrimiento que se acumula del pasado y que se ve interminable para el futuro, porque eso sería pensar en categorías temporales.
 
Para uno que lo vea desde afuera con categorías temporales le parecerían una serie de instantes sucesivos; para el que los mira desde adentro sólo sería consciente del presente y del pasado como presente.
 
Y esto es la eternidad: un presente sentido como presente, no como un puente entre un pasado y un futuro. Es una especie de instante petrificado, "un ahora" perenne al que se le ha guillotinado el pasado y el futuro. Una especie de continuo empezar. Esto hace también más fácil el entender cómo el condenado se puede mantener en su actitud. Porque el sufrimiento que esa actitud le provoca no es un sufrimiento acumulado o previsto.
 
Es un sufrimiento, por así decir, instantáneo, el que en cada instante fluye de esa actitud, el que esa actitud exige y quiere, como vimos hace poco. Diríamos que es siempre una actitud recién estrenada. Resumiendo, pues, todo lo anterior: el infierno es un estado, una posible situación existencial creada libremente por la dialéctica de la libertad.
 
El condenado crea libremente esa situación, crea el sufrimiento que le produce, crea la intensidad de ese mismo sufrimiento y hace esa situación irreversible; por consiguiente, interminable y eterna.
 
Dicho de otra manera: una situación existencial caracterizada por una actitud, en la que no intervienen factores externos que la puedan modificar, tendería a perpetuarse; y más, si esta situación existencial se percibe solamente como un ahora. Pues bien, el condenado libremente ha creado para sí esta situación existencial.
 
- Un infierno que es humano
 
Quizás haya alguno que piense que éste es un infierno con aire acondicionado. Yo mejor diría que no es un infierno monstruoso, que es un infierno "humano". Pero, si es el hombre el que crea esa situación, es entonces una invención y producto humanos. Y una cosa así, no puede exceder el poder humano.
 
Hay personas que creen que cuanto más horripilante se presente el infierno, tendrá sobre los hombres un poder deteniente mayor. Y lo que sucede es todo lo contrario: que un infierno así los hombres no lo toman en serio.
 
Yo, por el contrario, creo que un infierno así es lo suficientemente serio para hacer temblar y lo suficientemente probable como para hacer pensar. Cuando yo antes pensaba en el infierno, me sucedía algo de lo que le sucedía a Teilhard de Chardin: "me habéis mandado, Señor, creer en el infierno. Pero me habéis prohibido pensar -con certeza absoluta- que se haya condenado un solo hombre. Y consecuente mente no intentaré descifrar la suerte de los condenados, ni siquiera saber de alguna manera si los hay".
 
 
Yo también creía en el infierno, pero pensaba que nadie o casi nadie se condenaba. Ahora no estoy tan seguro.
 
- ¿Por qué Dios crea a quien sabe se va a condenar?
 
 Con esto y lo dicho anteriormente queda también resuelta esa otra dificultad que poníamos como apéndice a la anterior, dificultad que tantas veces se oye repetir de una manera triunfal, como quien ha acorralado al adversario dejándole sin salida. Se la he oído poner a niños de 10 y 11 años.
 
Y lo difícil no es resolverla, lo difícil es que capten la respuesta y que la respuesta les impresione. Lo que les impresiona es la dificultad. Pero esto no se puede lograr: la dificultad está llena de carga emotiva, mientras que la respuesta es fría como es toda respuesta metafísica.
 
Es esa dificultad: Si Dios sabe que una persona se va a condenar, ¿por qué la crea? Y a continuación viene todo eso de que un padre, etc, etc, no haría eso.
 
Voy a tratar de responder por pasos.
 
Por de pronto, si Dios crease a ese hombre para que se condenara, podría valer la objeción. Pero Dios le crea para que se salve, pero él libremente, tercamente, quiere condenarse.
 
Yo no creo que se pueda culpar a un padre que ha dado a su hijo todas las oportunidades más que suficientes para labrar su porvenir, si el hijo se ha jugado el dinero que abundantemente le daba el padre para sus estudios.
En segundo lugar, para que esta objeción tuviera fuerza habría que probar que Dios tenía obligación de impedir que ese hombre naciese, pero Dios, hemos repetido muchas veces, deja ser a los seres, no suprime el proceso natural de los seres; si, por consiguiente, en un momento dado y en virtud del proceso normal, un hombre debe nacer, si Dios le suprimiese porque él libremente se iba a querer condenar, tendría que estar interviniendo continuamente; no dejaría ser a los seres.
 
Es curioso lo que pasa.
 
Muchas veces estos mismos que ponen esta dificultad, son los mismos que acusan después al Cristianismo de ser una religión de débiles, que necesitan la protección de un padre.
 
Un caso más de ese pensar fragmentario de que hablaba en otra ocasión, que hace que muchos, al poner ciertas dificultades contra el Cristianismo, no piensan si son consistentes con otras que también le ponen.
 
Pero además hay otra solución más metafísica.
 
La objeción sería válida si Dios no pudiera crear a ese hombre, porque el acto de crearlo sería malo. Y como Dios no puede hacer algo que sea malo, no podría hacerlo.
 
Dios entonces, a nuestra manera de ver, tendría que aguardar a saber de antemano cómo aquella criatura iba a actuar en la vida; y si al hombre libremente no le da la gana de actuar razonablemente, entonces Dios no podría crearlo. Tendríamos, pues, que la criatura podría convertir en mala una acción de Dios y Dios ya no podría hacerla.
 
Es decir, la creatura estaría imponiéndole obligaciones a Dios y Dios estaría impotente ante su criatura; tendría que estar pendiente de lo que la creatura va a ser, para ver si su acción es buena o es mala.
 
Esto es absurdo; porque es contradictorio que el ser absoluto de quien todo depende y quien no depende de nadie, tenga que depender de quien totalmente dependa de Él; sería como hacer a un padre hijo de su hijo.
 
Como se ve, la solución es evidente pero no tiene carga emotiva; y a pesar de todo, la comparación del «padre bueno» nos seguirá zumbando en los oídos.
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