Leisner, vencedor en las cadenas
8. VICTOR IN VÍNCULIS.
Antes de finalizar el verano de 1944, ingresó en el campo de concentración el obispo francés de Clermont-Ferrand, monseñor Gabriel Piguet (en la fotografía). Por primera vez se piensa en la posibilidad de ordenar al diácono Leisner. Relaciones subterráneas van y vienen, se piden la documentación y los permisos necesarios al cardenal Miguel von Faulhaber, arzobispo de Múnich y al obispo de Münster, beato Clemens-August von Galen.
Hacia finales de año Carlos María empeoró visiblemente en su proceso de tuberculosis. Se fija el 17 de diciembre, Domingo Gaudete, como día para la ordenación. El diácono ensaya en la enfermería con un cáliz tallado en madera. Hace para sí callados ejercicios espirituales. Dos días antes de la ceremonia de ordenación, puede levantarse y abandonar secretamente la enfermería.
Pero dejemos este histórico momento, contemplado con inusitado gozo por los ángeles, a la excelente pluma del sacerdote José María Javierre:
El obispo Piguet se ofreció a ordenar a Carlos sacerdote. Los esbirros de Hitler no podían sospechar qué juego misterioso se traían entre manos los fantasmas de Dachau, cuerpos miserables, roídos de hambre y de piojos; más que personas, aquellos prisioneros parecían sombras. Hubo que conseguir sigilosamente los instrumentos. Primero, el permiso canónico del obispo de Carlos, Clemente von Galen, lo que llaman los clérigos las dimisorias: Doy feliz el permiso, pero pongo las condiciones de que procedáis cuidadosamente a cumplir el rito y que así pueda en el futuro demostrarse sin dudas la ordenación.
Mujeres de Dachau y de Múnich sirvieron de enlace secreto con el cardenal de Múnich, aquel otro titán que fue Faulhaber. Llevaron los óleos santos, el libro pontifical. Los prisioneros recortaron una mitra, tallaron en madera de encina un báculo con la inscripción: Victor in vínculis (Vencedor en las cadenas), ajustaron un pectoral, un anillo. Todo de puntillas. Hasta tuvieron ensayo general.
Domingo Gaudete del Adviento de 1944. En la habitación número 1 del grupo 26, las primeras luces han sorprendido una ceremonia que los guardianes hubieran creído una farsa, pero los ángeles contemplaron atónitos. El obispo vestía capa y mitra. Los sacerdotes y el diácono, andrajos. Sólo ancianos fueron invitados, de los cuatro mil sacerdotes, por no levantar sospechas. Y treinta estudiantes de teología, también presos del campo, supieron aquel amanecer la grandeza de la misa.
La contemplaron en un cuerpo frágil vestido a rayas de preso. ¡Ven, Espíritu Santo!, susurraron entre lágrimas los asistentes, mientras el obispo imponía las manos sobre la cabeza de Carlos, consagrado para siempre. ¡Ven, Espíritu Santo!, mientras le ungía las manos; ¡ven! y le confería el poder y la gloria. El abrazo. La bendición.
Desayunaron de fiesta lo guardado de días anteriores: un ágape, un almuerzo de amor[1].
La habitación número 1 del grupo 26, a la que hace referencia Don José María Javierre, no es sino un espacio habilitado como Capilla. Desde enero de 1941 existía una capilla en el campo de concentración de Dachau, gracias a las enérgicas exigencias de los obispos alemanes, a quienes Himmler, el jefe de las S.S., no había podido oponerse.
Solo podía ser utilizada por el clero del bloque 26 -de más de veinte nacionalidades, destacando el núcleo numeroso de sacerdotes alemanes-, ya que a los sacerdotes polacos de los bloques 28 y 30 les estaba prohibido el acceso.
Un testigo presencial describía posteriormente los hechos de aquella jornada gloriosa:
El diácono yace extendido con su blanca alba delante del altar. El Obispo y los sacerdotes presentes cantan las invocaciones de las Letanías de los Santos. Muchos de los presentes recordarían, en ese precioso instante, cómo habían sido obligados, a punta de pistola, a arrastrarse por la plazoleta del campo de concentración, desde la entrada, sin usar las manos, para que supieran que desde ese momento abandonaban su condición de seres humanos. Este, empero, que yace allí, está elegido para ser más que un hombre; una dignidad inefable le será conferida. Después el Obispo y en seguida todos los sacerdotes presentes, ponen encima de él sus manos. El Espíritu Santo desciende. Carlos María Leisner es sacerdote por toda la eternidad.
Después de la ceremonia de ordenación, las fuerzas del recién consagrado están agotadas. En su duro saco de paja respira con dificultad. Pero, ¿qué pueden la terrible miseria y abandono de un perseguido, acosado, enfermo, martirizado, contra las magnificencias del sacerdocio y de la gracia, que se habían derramado sobre Carlos María?