Domingo, 24 de noviembre de 2024

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¿Democracia en crisis o crisis de la democracia?

por Angel David Martín Rubio

Los últimos años han visto el retroceso de España en todos los aspectos: político, económico, social, moral, nacional… Retroceso político, porque lejos de arbitrar cauces para que una sana opinión pública intervenga en los asuntos que son de su competencia sin renunciar por ello a la misión rectora del Estado, la Constitución había privilegiado como forma exclusiva de representación a los partidos políticos cuya práctica ha generalizado el abstencionismo y el desinterés por la política. Retroceso económico, porque con independencia de las recurrentes crisis que nos han esquilmado durante estos años, todavía no hemos recuperado los índices que nos situaban a comienzo de la década de los setenta entre las naciones más desarrolladas. Retroceso social, porque han desaparecido las clases medias, el más firme puntal de una sociedad moderna, al ser imposible o tener un costo inaccesible para la mayoría el ahorro, el acceso a la vivienda, la gestión de las pequeñas empresas, la estabilidad en el puesto de trabajo, la formación de una familia en los primeros años de la juventud… Retroceso moral porque una ley sin Dios convierte al Estado en el principal agente de una ofensiva para el cambio de las mentalidades y además permite una tupida red de intereses y corrupción que genera un amplio entorno orientado en la misma dirección. Retroceso nacional porque carecemos de prestigio en el ámbito mundial y las Autonomías ha destruido cualquier referencia a un marco estatal común a todos los españoles.

Con frecuencia nos preguntamos en qué medida este panorama resulta consecuencia de una defectuosa configuración de su sistema político o procede únicamente de un mal funcionamiento del mismo que sería posible subsanar sin alteraciones sustanciales del marco constitucional.

A la hora de orientar la acción de quienes se sientan interpelados por este asunto, la importancia de la cuestión planteada radica en que, si se trata de la segunda explicación, bastaría con disponerse a convencer a nuestros conciudadanos de que la opción política X es mejor que la opción Z y trabajar por enderezar un resultado electoral favorable a la primera. E incluso, en caso de no conseguirlo, la simple posibilidad teórica de elegir entre X y Z se considera ―a la luz de la lógica del sistema― como un bien mucho mayor que los riesgos de una mala gestión política. Todo lo más se podría hablar de una “crisis de la democracia”, remediable refundando las bases teóricas sobre las que se sustenta.

Pero si la respuesta es la primera (es defectuoso el régimen en sí mismo) habrá que orientarse a la transformación sustancial del marco político; no bastaría con ganar la partida, es necesario replantear las reglas del juego para supeditarlas a principios superiores que devuelvan al orden temporal su capacidad de instrumento al servicio del bien común. Fracasar en esta configuración ―con independencia de que se nos impute una mayor o menor responsabilidad subjetiva― sería una de nuestros mayores frustraciones como seres humanos libres y responsables. Vendríamos a ser como los esclavos que en la Antigüedad se sometían al yugo de un destino que les era dado y que les superaba sin que apenas sirva de consuelo el que palabras como “democracia” tengan más brillo retórico.

Para dirimir la cuestión que nos ocupa podemos detenernos a comprobar el impacto negativo que tienen sobre la realidad las ideas equivocadas. Generalmente ponemos en relación los acontecimientos positivos o negativos con respectivas actuaciones que se valoran moralmente; acciones buenas darían lugar a resultados buenos y viceversa. De ahí que tendamos a culpabilizar de la situación, por poner un caso, a un peculiar envilecimiento de la clase política. Sin embargo, la experiencia demuestra que la repercusión de las ideas equivocadas es mucho mayor que la corrupción de los titulares del poder.

Pongamos solamente dos ejemplos: el terrorismo, viene siendo uno de los principales elementos de distorsión de la España contemporánea, no porque en ningún caso haya sido capaz de vencer al Estado en una confrontación total sino porque una serie de ideas equivocadas en los representantes de la autoridad y en la opinión pública impiden que se tomen medidas semejantes a las que en otros países han puesto coto con eficacia a dicha amenaza. Otro caso, la llamada recuperación de la memoria histórica no responde al capricho personal de unos determinados personajes sino que es el resultado de haber interpretado durante años la Guerra Civil y los sucesos concomitantes con la idea equivocada de que la reconciliación era posible desde el olvido, la demolición del Estado nacido del 18 de Julio y la asimilación de los valores del enemigo. Por el contrario, los derrotados han optado por la artificial reconstrucción del pasado con independencia de lo que ocurriera en realidad y nunca hablan de historia (que es una disciplina científica) porque han preferido crear un nuevo concepto (el de memoria) fácilmente manejable. Se ha demostrado que era mucho más acertada la conclusión de José María Valiente en 1961: «volver a la vieja democracia liberal sería abrir el barranco de la revancha».

Continuaremos en el siguiente artículo exponiendo tres de las ideas equivocadas recogidas en el actual modelo de Estado español.

 

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