Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Tiempo para Dios: Humildad de corazón

Tiempo para Dios: Humildad de corazón

por Un alma para el mundo

 Continuamos con nuestro tiempo para Dios, con la oración tranquila, sin prisas, con mucha paz. Nos sigue orientando el  P. JACQUES PHILIPPE

HUMILDAD Y POBREZA DE CORAZÓN

                Ya hemos citado la frase de santa Teresa de Jesús: «Todo este edificio de la oración se basa en la humildad». En efecto, como hemos dicho, no se funda en la capacidad humana, sino en la acción de la gracia divina. Y la Escritura dice: «Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes» (1 P 5, 5). La humildad forma parte, pues, de esa actitud fundamental del corazón sin la cual la perseverancia en la oración es imposible. La humildad es la capacidad de aceptar serena mente la propia pobreza radical poniendo toda la confianza en Dios. El humilde acepta alegremente el hecho de no ser nada, porque Dios lo es todo para él. No considera su miseria como un drama, sino como una suerte, porque da a Dios la posibilidad de manifestar su gran misericordia.

                Sin humildad no se puede perseverar en la oración. En efecto, la oración es inevitablemente una experiencia de pobreza, de desprendimiento, de desnudez. En las otras actividades espirituales o en otras formas de piedad siempre hay algo en lo que apoyarse: cierta habilidad que se pone en práctica, la sensación de hacer algo útil, etc. Y también es posible apoyarse en los demás en la oración comunitaria. Sin embargo, en la soledad y el silencio frente a Dios nos encontramos solos y sin apoyo frente a nosotros mismos y a nuestra pobreza. Ahora bien, nos cuesta un trabajo tremendo aceptar nuestra miseria y, por esa razón, el hombre muestra una tendencia natural a huir del silencio. En la oración es imposible escapar a este sentimiento de pobreza.

                Es verdad que con frecuencia surgirá la experiencia de la dulzura y la ternura de Dios, pero generalmente lo que se revelará será nuestra miseria, nuestra incapacidad para rezar, nuestras distracciones, las heridas de nuestra memoria y de nuestra imaginación, el re cuerdo de nuestras faltas y fracasos, nuestras inquietudes respecto al porvenir, etc. Entonces, el hombre encontrará mil pretextos para huir de esta inactividad que le desvela su radical nada ante Dios, porque, a fin de cuentas, se niega a reconocerse débil y pobre. Sin embargo, la aceptación confiada y alegre de nuestra debilidad es la fuente de todos los bienes espirituales: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3).

                El humilde persevera en la vida de oración sin jactancia, sin contar consigo mismo; no considera nada como debido, se cree incapaz de hacer algo por sus propias fuerzas, no le sorprende tener dificulta des, debilidades, caídas constantes; pero todo lo so porta serenamente, sin dramatizar, porque pone en Dios toda su esperanza y está seguro de obtener de la misericordia divina todo lo que es incapaz de hacer o merecer por sí mismo. Como no pone la confianza en sí mismo, sino en Dios, el humilde no se desanima jamás y, a fin de cuentas, eso es lo más importante. «Lo que pierde a las almas es el desaliento», dice Libermann. La verdadera humildad y la confianza siempre van parejas.

                Nunca debemos permitir que nos perturbe nuestra tibieza y nuestro escaso amor de Dios. En ocasiones, la persona que se inicia en la vida espiritual puede desanimarse al leer la vida y los escritos de los santos, ante las inflamadas expresiones del amor de Dios que aparecen en ellas y de las que se encuentra muy lejos. Piensa que nunca llegará a amar con tal fervor. Es una tentación muy común. Perseveremos en los buenos deseos y en la confianza: Dios mismo pondrá en nosotros el amor con el que podremos amarle. El amor fuerte y ardiente por Dios no es natural: lo infunde en nuestros corazones el Espíritu Santo, y nos será concedido si lo pedimos con la insistencia de la viuda del Evangelio. No siempre los que sienten al principio un amor sensible más gran de alcanzan mayor altura en la vida espiritual. ¡Lejos de ello!

LA DETERMINACIÓN DE PERSEVERAR

 De todo lo dicho se desprende que la lucha principal de la oración será por lograr la perseverancia. Perseverancia para la que Dios nos concederá la gracia, si la pedimos con confianza y si estamos firmemente decididos a poner todo de nuestra parte. Hace falta una buena dosis de determinación, sobre todo al principio. Santa Teresa de Jesús insiste enormemente en esta determinación: «Ahora, tornando a los que quieren ir por este camino y no parar hasta el fin, que es llegar a beber esta agua de vida, cómo han de comenzar, digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar has ta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmure, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Camino de perfección, cap. 21).

                 A continuación exponemos algunas consideraciones destinadas a fortalecer esta determinación y a descubrir las trampas, falsas razones o tentaciones, que pueden quebrantarla. Sin vida de oración, no hay santidad En primer lugar, es necesario estar convencido de la vital importancia de la oración. «El que huye de la oración, huye de todo lo que es bueno», dice san Juan de la Cruz. Todos los santos han hecho oración. Los más entregados al servicio del prójimo eran también los más contemplativos.

                San Vicente de Paúl empezaba cada jornada haciendo dos o tres horas de oración. Sin ella es imposible avanzar espiritualmente: podemos vivir poderosos momentos de conversión, de fervor, haber recibido unas gracias inmensas: sin la fidelidad a la oración nuestra vida cristiana llegará muy pronto a un punto en el que tocará techo. Y es que sin la oración, no podemos recibir la ayuda de Dios necesaria para transformarnos y santificamos en profundidad. En este sentido el testimonio de los santos es unánime. Se puede objetar que Dios nos confiere la gracia santificante también, e incluso principalmente, a través de los sacramentos. La misa es en sí más importante que la oración.

                Es cierto, pero sin una vida de oración, hasta los mismos sacramentos tendrán una eficacia limitada. Por supuesto, confieren la gracia, pero queda parcialmente estéril porque le falta la «buena tierra» para recibirla. Nos podemos preguntar, por ejemplo, cómo hay tantas personas que comulgan frecuentemente y, sin embargo, no son más santas. El motivo suele ser la falta de vida de oración. La Eucaristía no proporciona los frutos de curación interior y de santificación que debiera, porque no se recibe en un clima de fe, de amor, de adoración, de acogida de todo el ser, un clima que sólo crea la fidelidad a la oración. Y lo mismo podemos decir de los demás sacramentos. Si una persona —por practicante y piadosa que sea— no hace de su oración un hábito, tampoco alcanzará el pleno desarrollo de su vida espiritual. No conseguirá jamás la paz interior, se verá sometida continuamente a excesivos escrúpulos y en todo lo que haga habrá siempre algo humano: un apego excesivo a su voluntad, rasgos de vanidad, de búsqueda de sí misma, de ambición, ruindad de corazón y en los juicios, etc. No alcanzaremos la profunda y radical purificación del corazón sin la práctica de la oración: podremos conseguir sabiduría y prudencia humanas, pero no la verdadera libertad interior; no llegaremos a captar realmente la profundidad de la misericordia divina y tampoco sabremos darla a conocer a los de más; nuestro juicio seguirá siendo ruin y equivocado, y no seremos capaces de entrar en los caminos de Dios, muy distintos de lo que muchos imaginan, incluso entre las personas entregadas a la vida interior. Algunas personas, por ejemplo, llegan a una hermosa experiencia de conversión a través de la Renovación carismática.

                La efusión del Espíritu Santo es un encuentro luminoso y conmovedor con Dios. Pero, al cabo de unos meses —o años— de un itinerario fervoroso, se acaba por tocar techo y por perder cierta vitalidad espiritual. ¿Por qué? ¿Porque Dios ha retirado su mano? De ningún modo. «Los dones de Dios son irrevocables» (Rom 11, 29). Sencilla mente, por no saber permanecer abiertos a la gracia haciendo desembocar la experiencia de la Renovación en una vida de oración. El problema de la falta de tiempo «Yo querría hacer oración, pero no tengo tiempo». ¡Cuántas veces hemos oído este comentario!

                Es cierto que en un mundo como el nuestro, sobrecargado de actividad, la dificultad es real y no podemos subestimarla. Sin embargo, hemos de hacer notar que el verdadero problema no reside ahí; reside, más bien, en saber lo que cuenta realmente en nuestra vida. Como dice con sentido del humor un autor contemporáneo, el P. Descouvemont, nunca hemos visto que alguien muera de hambre porque no tiene tiempo de comer. Siempre hay tiempo (¡o se busca!) para hacer lo que se considera vital. Antes de decir que nos falta tiempo para rezar, empecemos por preguntarnos por nuestra jerarquía de valores, por lo que es prioritario para nosotros. Me permitiré otra reflexión.

                Uno de los grandes dramas de nuestra época estriba en que ya no somos capaces de hallar tiempo los unos para los otros, de estar presentes los unos ante los otros. Y eso causa numerosas heridas. Tantos niños encerrados en sí mismos y decepcionados, dolidos porque los padres no saben dedicarles gratuitamente algunos momentos de vez en cuando, sin hacer otra cosa que estar con el hijo. Se ocupan de él, pero siempre haciendo otras cosas o absortos en sus preocupaciones, sin estar verdaderamente «con él», sin poner el corazón a su disposición. El niño lo siente y sufre. Indudable mente, si aprendemos a dar nuestro tiempo a Dios, seremos capaces de encontrar tiempo para ocupar nos de los otros. Estando atentos a Dios, aprenderemos a estar atentos a los demás.

                A propósito del problema de la falta de tiempo, debemos confiar en la promesa de Jesús: «Nadie que deje casa, hermanos o hermanas, madre o padre, hijos o tierras por mí y por el Evangelio, dejará de recibir el ciento por uno ya en esta vida» (Mc 10, 29). Es lícito aplicar también estas palabras al tiempo: el que renuncia a un cuarto de hora de televisión para hacer oración recibirá el céntuplo en esta vida; el tiempo empleado le será devuelto al céntuplo, no en cantidad, ciertamente, sino en calidad. La oración me dará la gracia de vivir cada instante de mi vida de un modo mucho más fecundo. El tiempo que se dedica a Dios no es un tiempo que se roba a los demás Para perseverar en la oración, hay que estar firmemente convencido (desenmascarando algunas acusaciones de culpabilidad basadas en un equivocado sentido de la caridad) de que el tiempo que se da a Dios nunca es un tiempo robado a los otros, robado a los que necesitan de nuestro amor y nuestra presencia. Al contrario, como hemos dicho antes, la fidelidad a estar presentes ante Dios garantiza nuestra capacidad de estar presentes ante los demás y de amarlos realmente.

                La experiencia nos lo demuestra: junto a las almas de oración encontramos el amor más atento, más delicado, más desinteresado, más sensible al dolor de los otros, más capaz de consolar y de reconfortar. ¡La oración nos hará mejores y los que nos rodean no se quejarán de ello! En este ámbito de las relaciones entre la vida de oración y la caridad hacia el prójimo aparecen numerosas inexactitudes que han apartado a muchos cristianos de la contemplación con las consiguientes consecuencias dramáticas. Habría mucho que decir sobre esto. Veamos simplemente un texto de san Juan de la Cruz con objeto de poner en orden las ideas sobre este tema y librar de culpa a los cristianos que, como es absolutamente lícito, desean consagrar largo tiempo a la oración. «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho ha rían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración, aunque no hubiesen llegado a tan alta como ésta.

                Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque, de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a envanecer la sal (Mt 5, 13; Mc 9, 50; Lc 14, 34-35) que, aunque más parezca que hace algo por de fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios. ¡Oh, cuánto se pudiera escribir aquí de esto! Mas no es de este lugar» (Cántico espiritual, B, estrofa 29). ¿Es suficiente orar trabajando? Algunas personas os dirán: «yo no tengo tiempo de hacer oración; pero en medio de mis actividades, en mi tarea, etc., intento pensar todo lo posible en el Señor, le ofrezco mi trabajo, y creo que eso basta como oración».

                 Y no están completamente equivocadas. Un hombre, una mujer, pueden permanecer en íntima unión con Dios en medio de sus actividades, de modo que esa sea su vida de oración sin necesidad de otra cosa. El Señor puede conceder esa gracia a quien carece de otra posibilidad. Por otra parte es muy deseable, evidentemente, volver a Dios con la mayor frecuencia posible en medio de nuestras ocupaciones. Es cierto, en fin, que un trabajo ofrecido y realizado para Dios se convierte en un modo de oración. Una vez dicho esto, hay que ser realista: no es tan fácil permanecer unido a Dios mientras estamos inmersos en nuestras tareas. Por el contrario, nuestra tendencia natural es la de dejamos absorber completamente por lo que hacemos. Si no sabemos detener nos de vez en cuando, tomamos unos momentos para no hacer otra cosa que no sea ocupamos de Él, nos resultará difícil mantener la presencia de Dios mientras trabajamos. Nos hace falta una reeducación previa del corazón, y el medio más seguro es la fidelidad a la oración. 

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