Conferencia pronunciada hace treinta y tres años en Roma
La persecución y Pío XI, por Fernández de la Cigoña (1)
LA PERSECUCION RELIGIOSA EN ESPAÑA ANTECEDENTE INMEDIATO DE LA DIVINI REDEMPTORIS
Conferencia pronunciada, en 1987, por Francisco José Fernández de la Cigoña, en Roma, sobre el 50 aniversario de la encíclica Divini Redemptoris.
Fue 1937 un año por el que la humanidad debía estar especialmente agradecida a la Iglesia. En él, los totalitarismos opresores del hombre reciben la más absoluta desautorización del magisterio eclesiástico, que se muestra, así, como auténtico liberador de la tiranía y la esclavitud. Espíritus simples o ignorantes se han dejado engañar por una hábil campaña que procede precisamente del comunismo y que hace creer a no pocos que la liberación se está descubriendo hoy por obra de una teología elaborada al calor y, ciertamente, en beneficio del marxismo. Es mentira. La liberación, la verdadera liberación, vino de la mano de Jesús de Nazaret y, desde entonces, acompañó siempre a su Iglesia, aunque, naturalmente, en ocasiones con deficiencias que suelen acompañar a toda obra de los hombres.
Se anunciaba la primavera de aquel año de nuestro siglo. Y en verdad fue para la humanidad una primavera de esperanza. Con apenas tres días de diferencia, el nazismo y el comunismo fueron denunciados a los católicos y a todo el mundo. Hace ahora cincuenta años. En el mes de marzo de 1937.
Con el nazismo terminó la historia. El comunismo sigue hoy oprimiendo a millones y millones de seres en todo el universo. No voy a hacer yo el análisis de la Divini Redemptoris, magistral encíclica que, de haber sido más atendida hubiera librado a la humanidad de una de las lacras más espantosas que ha sufrido a lo largo de su existencia. Personas más calificadas lo harán en este encuentro. Me limitaré solamente a hablaros de unos tristísimos acontecimientos que vivió mi patria hace medio siglo. Pero que fueron a la vez la mayor corona de gloria de una historia que tantas veces la ha alcanzado.
Porque aquella cruelísima persecución fue, a mi entender, el inmediato desencadenante de la encíclica. Pío XI no esperó a la famosa pastoral colectiva del Episcopado español del 1 de julio de 1937. Bien informado estaba del martirio de una nación católica por obra del comunismo. Comenzaban a correr noticias de crímenes atroces en España. Muchos no podían dar crédito a que fuera posible tanta barbarie desatada. Pero el Papa conocía la verdad y sus palabras a un grupo de españoles que huían de la espantosa masacre, con la sangre de los primeros mártires aún caliente, no dejan lugar a dudas. Y es preciso señalar que aún no habían ocurrido las masivas matanzas de Madrid del otoño de 1936.
Así les consolaba el Papa. Y el consuelo era, al mismo tiempo, solemne e inequívoca denuncia: «Desposeídos y despojados de todo, cazados y buscados para daros la muerte en las ciudades y en los pueblos, en las habitaciones privadas y en las soledades de los montes, así como veía el Apóstol a los primeros mártires, admirándoles y gozándose de verlos hasta lanzar al mundo aquella intrépida y magnífica palabra que le proclama indigno de tenerles: quibus non erat mundus.
«Venís a decirnos vuestro gozo por haber sido dignos, como los primeros apóstoles, de sufrir pro nomine Iesu, vuestra felicidad, ya exaltada por el primer Papa, cubiertos de oprobios, por el nombre de Jesús y por ser cristianos; ¿qué diría él mismo?, ¿qué podemos decir Nos en vuestra alabanza, venerables obispos y sacerdotes, perseguidos e injuriados precisamente ut Ministri Christi et dispensatores mysteriorum Dei?
Todo esto es un esplendor de virtudes cristianas y sacerdotales, de heroísmos y de martirios en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra, hasta el sacrificio de las vidas más inocentes, de venerables ancianos, de juventudes primaverales, hasta la intrépida generosidad que pide un lugar en el carro y con las víctimas que espera el verdugo.
Cuánto hay de más humanamente humano y de más divinamente divino; personas sagradas, cosas e instituciones sagradas; tesoros inestimables e insustituibles de fe y de piedad cristiana, al mismo tiempo que de civilización y de arte; objetos preciosísimos, reliquias santísimas; dignidad, santidad, actividad benéfica de vidas enteramente consagradas a la piedad, a la ciencia y a la caridad; altísimos jerarcas sagrados, obispos y sacerdotes, vírgenes consagradas a Dios, seglares de toda clase y condición, venerables ancianos, jóvenes en la flor de la vida, y el mismo sagrado y solemne silencio de los sepulcros, todo ha sido asaltado, arruinado, destruido con los modos más villanos y bárbaros, con el desenfreno más libertino jamás visto, de fuerzas salvajes y crueles, que pueden creerse imposibles, no digamos a la dignidad humana, sino hasta la misma naturaleza humana, aun la más miserable y caída en lo más bajo».
Y el Papa no solo exalta la gesta de los mártires, sino que también bendice a aquellos que tomaron las armas para oponerse a tanta barbarie, a tanto salvajismo, a tanto odio contra Dios y su Iglesia.
«Sobre toda consideración política y mundana, nuestra bendición se dirige de una manera especial a cuantos se han impuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y la religión, que es como decir los derechos y la dignidad de las conciencias, la condición primera y la base segura de todo humano y civil bienestar».
¿No advertís en las palabras del Papa un eco especial de emoción muy distinto del lenguaje solemne y medido de las alocuciones a otros muchos grupos de peregrinos que venían a Roma? ¿Fue aquella terrible persecución la que le decidió a publicar la encíclica que medio año después vería la luz? Si el Papa ya la tenía pensada no es aventurado asegurar que esos hechos, que tanto le conmovieron, influirían decisivamente en el texto de la Divini Redemptoris.
En ella hay una explícita y extensa referencia a España:
«También en las regiones en que, como en nuestra queridísima España, el azote del comunismo no ha tenido tiempo todavía para hacer sentir todos los efectos de sus teorías, se ha desencadenado, sin embargo, como para desquitarse, con una violencia más furibunda. No se ha limitado a derribar alguna que otra iglesia, algún que otro convento, sino que cuando le ha sido posible, ha destruido todas las iglesias, todos los conventos e incluso todo vestigio de la religión cristiana, sin reparar en el valor artístico y científico de los monumentos religiosos. El furor comunista no se ha limitado a matar obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de modo particular a aquellos y a aquellas que precisamente trabajaban con mayor celo con los pobres y los obreros, sino que, además, ha matado a un gran número de seglares de toda clase y condición, asesinados aun hoy día en masa, por el mero hecho de ser cristianos o al menos contrarios al ateísmo comunista. Y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubieran creído posibles en nuestro siglo. Ningún individuo que tenga buen juicio, ningún hombre de Estado consciente de su responsabilidad pública puede dejar de temblar si piensa que lo que hoy sucede en España tal vez podrá repetirse mañana en otras naciones civilizadas» .