Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Tiempo para Dios

Tiempo para Dios

por Un alma para el mundo

 En verano puede haber tiempo para muchas cosas. Parece que el tiempo se puede detener un poco. Tiempo para dormir más, tiempo para ir a la playa o a la piscina, tiempo para estar con la familia y amigos. Tiempo para leer… ¿Por qué no tiempo para Dios?

Busca un lugar tranquilo, a una hora oportuna, y prueba  hacer oración, si es que no tienes costumbre de hacerla.  Te ofrezco unas sugerencias del JACQUES PHILIPPE, de su libro TIEMPO PARA DIOS. 

. LA ORACIÓN NO ES UNA TÉCNICA, SINO UNA GRACIA.  LA ORACIÓN NO ES UN «YOGA» CRISTIANO Para perseverar en la vida de oración, es necesario evitar extraviarse partiendo de pistas falsas. Es indispensable, pues, comprender lo que es específico de la oración cristiana y la distingue de otras actividades espirituales. Y es tanto más necesario, cuanto que el materialismo de nuestra cultura provoca como reacción una sed de absoluto, de mística, de comunicación con lo Invisible que es buena, pero que suele derivar hacia experiencias decepcionantes e incluso destructivas. La primera verdad fundamental que hemos de captar, sin la que no podemos ir muy lejos, es que la vida de oración —la oración contemplativa, por emplear otro término— no es fruto de una técnica, sino un don que recibimos.

Santa Juana Chantal decía: «El mejor método de oración es no tenerlo, porque la oración no se obtiene por artificio (por técnica, diríamos hoy) sino por gracia». En ese sentido no hay método de oración, como no hay un conjunto de recetas, de procedimientos que bastara aplicar para orar bien. La verdadera oración contemplativa es un don que Dios nos concede gratuitamente, pero hemos de aprender a recibirlo. Es necesario insistir sobre este punto. Hoy sobre todo, a causa de la amplia difusión de los métodos orientales de meditación como el Yoga, el Zen, etc.; a causa también de nuestra mentalidad moderna que pretende reducir todo a técnicas; a causa, en fin, de esa tentación del espíritu humano por hacer de la vida —incluso de la vida espiritual— algo que se puede manejar a voluntad, se suele tener, más o menos conscientemente, una imagen de la vida de oración como de una especie de «Yoga» cristiano.

El progre so en la oración se lograría gracias a procesos de concentración mental y de recogimiento, de técnicas de respiración adecuadas, de posturas corporales, de repetición de ciertas fórmulas, etc. Una vez dominados estos elementos por medio del hábito, el individuo podría acceder a un estado de consciencia superior. Esta visión de las cosas que subyace en las técnicas orientales influye a veces en un concepto de la oración y de la vida mística en el cristianismo que da de ellas una visión completamente errónea. Errónea, porque se refiere a métodos en los que, a fin de cuentas, lo determinante es el esfuerzo del hombre, mientras que en el cristianismo todo es gracia, don gratuito de Dios. Es cierto que puede haber algún parentesco entre el asceta o «espiritual» oriental y el contemplativo cristiano, pero este parentesco es superficial; en lo que se refiere a la esencia de las cosas, se trata de dos universos absolutamente distintos e incluso incompatibles[1].

La diferencia esencial es la que ya hemos expuesto; en un caso se trata de una técnica, de una actividad que depende esencialmente del hombre y de sus aptitudes (esas aptitudes particulares que hubieran quedado en barbecho en el común de los mortales y que el «método de meditación» se propone descubrir y desarrollar), mientras que en el otro, al contrario, se trata de Dios, que se da libre y gratuitamente al hombre. Aunque —como veremos más adelante— cierta iniciativa y cierta actividad del hombre tienen su papel, todo el edificio de la vida de oración des cansa en la iniciativa de Dios y en su Gracia. No hay que perderlo nunca de vista, pues, aun sin caer en la confusión descrita anteriormente, una de las tentaciones permanentes y a veces más sutiles en la vida espiritual es la de basarla en nuestros propios esfuerzos y no en la misericordia gratuita de Dios. Las consecuencias de lo que acabamos de afirmar son numerosas y muy importantes. Veamos algunas. ALGUNAS CONSECUENCIAS INMEDIATAS La primera consecuencia es que, incluso si algunos métodos o ejercicios pueden ayudamos en la oración, no hay que atribuirles demasiada importancia y basarlo todo en ellos. Eso significaría centrar la vida de oración en nosotros mismos y no en Dios, ¡exactamente el error que no hay que cometer!

Tampoco creamos que bastará algo de entrenamiento, o aprender ciertos «trucos», para libramos de nuestras dificultades al orar, de nuestras distracciones, etc. La profunda razón que nos hace avanzar y crecer en la vida espiritual es de otro orden. Y afortunadamente, por cierto, pues si el edificio de la oración se basara en nuestra propia industria, no iríamos lejos. Santa Teresa de Jesús afirma que «todo el edificio de la oración se basa en la humildad», es decir, en la convicción de que nada podemos por nosotros mismos, sino que es Dios, y sólo El, quien puede aportar cualquier bien a nuestra vida. Esta convicción puede resultar un poco amarga para nuestro orgullo pero, sin embargo, es liberadora, pues Dios, que nos ama, nos impulsará infinitamente más lejos y más arriba de lo que podríamos llegar por nuestros propios medios.

Este principio fundamental tiene otra consecuencia liberadora. Siempre hay personas dotadas para determinada técnica y otras que no lo están. Si la vida de oración fuera cuestión de técnica, habría personas capaces de una oración contemplativa y otras no. Es cierto que algunas personas tienen más facilidad para recogerse, para cultivar hermosos pensamientos, etc., pero eso carece de importancia. Cada uno, si corresponde fielmente a la gracia divina según su propia personalidad, con sus dones y sus debilidades, es capaz de una profunda vida de oración. La llamada a la oración, a la vida mística, a la unión con Dios en la oración, es tan universal como la llamada a la santidad, porque una no va sin la otra. No hay absolutamente nadie excluido. Jesús no se dirige a una elite escogida, sino a todos sin excepción, cuando dice: «Orad en todo tiempo» (Lc 21, 36) o «Cuando te pongas a orar entra en tu habitación y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6, 6).

Otra consecuencia que va a regir a lo largo de nuestra exposición: si la vida de oración no es una técnica que se llegue a dominar, sino una gracia que recibimos, un don que viene de Dios, lo más importante al tratar de ella no es hablar de métodos ni de recetas, sino dar a conocer las condiciones que nos permiten recibir este don. Condiciones que, de hecho, consisten en ciertas actitudes interiores, en determinadas disposiciones del corazón. En otras palabras, lo que asegura el avance en la vida de oración y la hace fructífera no es tanto el modo que se adopta para orar, como las disposiciones interiores con las que se aborda la vida de oración y se camina por ella. Nuestra principal tarea consiste en esforzarnos por adquirir, conservar e intensificar esas disposiciones del corazón. El resto será la obra de Dios.

 

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