De la inexacta e incompleta definición de la envidia en el Catecismo de 1997
por En cuerpo y alma
El Catecismo aprobado en 1997 por el Papa Juan Pablo II, como también todos los catecismos anteriores, reserva un lugar especial para el pecado de la envidia. De una manera genérica, la incluye, para empezar, entre los pecados capitales, una categoría que reserva a siete muy concretos, soberbia, avaricia, la propia envidia, ira, lujuria, gula y pereza, llamados capitales porque, como el propio Catecismo define con claridad, son pecados “que generan otros pecados” (núm. 1866).
No se conforma con esto el Catecismo, sino que en su número 2539 la define específicamente, y lo hace como el pecado que “manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo aunque sea en forma indebida”. Y la pregunta que me hago hoy es la siguiente: ¿acierta el Catecismo al definir la envidia?
Pues bien, disculpen mi arrogancia, pecado capital también, pero déjenme decirles que no. La definición por el Catecismo del pecado de la envidia peca, a su vez, de dos defectos: es por un lado inexacta, y es por otro, incompleta.
Es inexacta porque si bien no yerra el Catecismo cuando afirma que la envidia es el pecado que “manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo”, (cuando no, añadiría yo, la desolación, la pesadumbre, el verdadero quebranto según la intensidad del pecado), sí lo hace cuando sostiene que la envidia es también “el deseo desordenado de poseerlo [el bien del prójimo] aunque sea en forma indebida”. Ese deseo, desde luego insano y pecaminoso, se puede definir como “codicia”, puede ser una manifestación más de otro pecado cual es el del “egoísmo”, incluso, según el modo en el que se intente acceder al bien del envidiado, de “hurto”… pero de envidia, lo que se dice de envidia, no.
Y es, en segundo lugar, incompleta, porque aunque como es fácil de comprender ya hay pecado en el solo hecho de “experimentar tristeza ante el bien del prójimo”, hasta ahí el pecado es meramente “venial”, -según algunos, incluso excusable-, y desde luego, tiene pocas consecuencias para la convivencia y el bienestar de los que rodean al envidioso. Pero existe una segunda faceta, o si lo prefieren Vds. un segundo grado, de la envidia, que es el que lo convierte en el peor de todos los pecados, en el que es capaz de generar más conflicto y más dolor, en verdadero pecado mortal: aquélla que se expresa en el “odio o deseo de mal para el envidiado”, un aspecto que omite el Catecismo. Y es que aunque secundariamente el que envidia puede llegar a sentir satisfacción en obtener algún beneficio material del mal ajeno, lo que realmente completa y culmina su pecado de envidia como tal es el puro mal ajeno, sin más, sin necesidad, ni siquiera, de que ese mal ajeno redunde en el bien propio. Les digo más: en los casos más graves, aun aceptando para sí un coste o un mal más o menos gravoso. Así de estéril, así de improductivo, así de destructivo, así de inabarcable, así de perverso es el pecado de la envidia.
Probablemente la mejor descripción que se haya hecho nunca de la envidia sea la que recoge la Biblia en uno de sus más famosos relatos que demuestra al ciento por ciento, y hasta exhibe impúdicamente, lo que les acabo de decir. Pero como hoy ya he aburrido bastante a Vds. con mis reflexiones, me reservo para otro momento desvelarles el episodio al que me refiero, y con él su comentario. Y por hoy me despido una vez más, no sin desearles, como siempre, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Y eso sí, no sin invitarles también a no envidiar: el que envidia hace mucho daño, pero sobre todo, se lo hace a si mismo: nadie sufre tanto como el que envidia; a menudo, más que el mismísimo envidiado.
©L.A.
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