Viernes, 22 de noviembre de 2024

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El Mesías de Händel LVII

por Alfonso G. Nuño

Y la contralto continúa llevándonos a un versículo del tercer canto del Siervo de YHWH. Lo hace con un recurso ya empleado al final de la primera parte del oratorio. Lo que es dicho en primera persona en la Biblia se canta en tercera del singular. La cantante nos remite más allá de ella misma.

Ofreció la espalda a los que lo apaleaban, las mejillas a los que mesaban su barba; no se tapó el rostro ante ultrajes ni salivazos (Is 50,6).

El testimonio de este versículo podría dar la impresión de que nos estuviera diciendo la razón por la que afirmaba anteriormente (Is 53,3) que era despreciado y evitado de los hombres, por qué no hay en Él nada que atraiga la mirada. Sin embargo, lo que resulta repulsivo para el desnudo entendimiento humano, cuando es elevado por la fe, al percibir no solamente lo que la razón alcanza, sino también el misterio divino, al verdadero discípulo le resulta atrayente. Y la atracción de la belleza, aparentemente oculta, no lo es solamente para movilizar el amor hacia Él, sino también para hacer de ese misterio de gloria divina la respuesta a la pregunta sobre la configuración del propio ser. El camino para llegar a ser quien debo ser pasa por hacer de esa afirmación del profeta un hábito de la propia conducta. ¡Qué distinto al modo de proceder que nos dicta el mundo! Ahora, en vez de huir del dolor, del sufrimiento, de las humillaciones,... el discípulo encuentra que el camino de la plenitud del ser pasa por lo que aparentemente es la anulación de éste. La madurez del creyente no se queda en soportar el mal, sino que llega a ofrecer las espaldas. ¿A qué? Tenemos miedo de aquello que amenaza destruir el bien en que tenemos puesto nuestro corazón, en lo que ciframos nuestra vida. Vivimos en el miedo porque todo puede ser destruido. Si Dios fuera nuestro bien supremo, nada nos haría temer, porque nada podría destruir nuestra vida, porque nuestra vida sería Él. Matarnos, sí pueden matarnos biológicamente; pero para el creyente ni esto es un mal, porque la muerte es para él la puerta a la vida eterna. El único mal es el rechazo de Dios. La purificación del corazón supone soledad, silencio y quietud. Y ésta comporta no coger nada ni huir de nada. Todo lo que podemos coger no es Dios, todo aquello por lo que podemos huir tampoco lo es. Solos de lo externo, podemos entrar en nuestro interior. Gracias al silencio oímos lo que allí pasa. Y nada de lo que atrae hay que cogerlo ni de nada de lo que asusta hay que huir.

Buscando mis amores iré por esos montes y riberas, ni cogeré las flores ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras (S. Juan de la +).

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