Sin la cruz, no recordaríamos a Jesús
Sin la cruz, no recordaríamos a Jesús
por Duc in altum!
La liturgia del Domingo de Ramos, recuerda la entrada de Jesús a Jerusalén y marca el inicio de la Semana Santa. El evangelio del día, hace referencia a la pasión y muerte de Nuestro Señor. Muchos son los que se han preguntado, ¿por qué tuvo que morir en la cruz?, ¿acaso no pudo habernos salvado de otra manera? Ciertamente, una orden hubiera sido suficiente para alcanzar nuestra salvación, el perdón de los pecados; sin embargo, ¿quién se acordaría de algo tan simple como alzar el dedo índice y decir esto o aquello? Necesitábamos un hecho más fuerte, capaz de comprometernos al cien por ciento. El paso de Jesús por la cruz fue tan significativo, que nada ni nadie ha podido borrarlo de la memoria de la Iglesia y, por ende, de la humanidad. Era necesario que llegara más allá del límite para que su amor fuera creíble, palpable y así nos sintiéramos atraídos hacia Dios. Jesús extendió sus brazos en la cruz, para marcarnos, haciéndonos ver que -como dice San Agustín- “la medida del amor es el amor sin medida”. Una orden dada al vapor, no significa nada, pero entregar la propia vida en favor de otros, cambia todo. Jesús se donó a sí mismo, demostrando su compromiso con cada uno, porque al vivir la crucifixión, se acercó todavía más a nuestra realidad. Hoy no podemos decir que Dios mira desde lejos lo que pasa en el mundo, porque ya vino y encaró las dudas básicas del ser humano, sustentándolas con su pasión, muerte y resurrección. En otras palabras, dio sentido al sufrimiento, poniéndole fecha de caducidad a partir de la vida eterna. Si me pongo en oración y le digo que tengo este u otro problema, sé que no hay dolor que él no haya hecho suyo, lo que -dicho sea de paso- anima, fortalece.
En esta línea de hacer memoria de Jesús en la cruz, tiene un lugar privilegiado la Eucaristía, porque en ella recordamos una y otra vez el acontecimiento histórico que nos dio la vida, que nos dejó claro que la felicidad es posible. Dios existe y se ha encarnado para llevarnos a lo definitivo. El cielo, entendámoslo bien, no es un conjunto de nubes y arpas, sino una realidad en la que no existe la necesidad, pues Dios lo ha llenado todo, dándonos la felicidad en términos absolutos. Para llegar ahí, tenemos que trabajar, esforzarnos, pero siempre animados por el sentido de la cruz de Cristo en la que no existe la indiferencia de parte de Dios a los problemas del día a día. Ahora bien, ¿por qué sufrimos? Es verdad que debemos hacer todo lo que podamos para evitar el dolor, porque sería irracional buscarlo, pero cuando llega a nuestra vida, hay una razón que, aunque misteriosa, cumple una función y que, al mirarla en retrospectiva, podemos comprender mejor. Cuando Jesús yacía crucificado, había muchos claroscuros, pero incluso en la experiencia de saberse abandonado, encontró que detrás de la violencia de ese día tan triste, se escondía la resurrección, el bien por encima del mal y la realización plena de la felicidad en medio de un mundo imperfecto por el pecado que, justo en ese momento, quedaba derrotado para siempre, aunque todavía se dejen sentir sus efectos.
La crucifixión, si bien es cierto que implicó una logística de muerte, dio paso a la vida, al sentido último del ser humano, porque en la Misa no celebramos a un dios que se quedó en el sepulcro, sino al que resucitó. A final de cuentas, la cruz es medio y nunca un fin en sí mismo. Dicho de otra manera, la Iglesia reconoce la existencia del Viernes Santo, la huella del dolor, pero siempre encaminada a la Pascua; es decir, a la eternidad una vez superados los obstáculos. Reconocer la cruz, no es obsesionarse con el dolor, sino animarnos sabiendo que Jesús, lejos de quedarse en la muerte, logró vencerla. Esto es lo que ha atraído a tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. No se trata de un personaje anclado en el pasado, sino de alguien que vive e interviene.
En esta línea de hacer memoria de Jesús en la cruz, tiene un lugar privilegiado la Eucaristía, porque en ella recordamos una y otra vez el acontecimiento histórico que nos dio la vida, que nos dejó claro que la felicidad es posible. Dios existe y se ha encarnado para llevarnos a lo definitivo. El cielo, entendámoslo bien, no es un conjunto de nubes y arpas, sino una realidad en la que no existe la necesidad, pues Dios lo ha llenado todo, dándonos la felicidad en términos absolutos. Para llegar ahí, tenemos que trabajar, esforzarnos, pero siempre animados por el sentido de la cruz de Cristo en la que no existe la indiferencia de parte de Dios a los problemas del día a día. Ahora bien, ¿por qué sufrimos? Es verdad que debemos hacer todo lo que podamos para evitar el dolor, porque sería irracional buscarlo, pero cuando llega a nuestra vida, hay una razón que, aunque misteriosa, cumple una función y que, al mirarla en retrospectiva, podemos comprender mejor. Cuando Jesús yacía crucificado, había muchos claroscuros, pero incluso en la experiencia de saberse abandonado, encontró que detrás de la violencia de ese día tan triste, se escondía la resurrección, el bien por encima del mal y la realización plena de la felicidad en medio de un mundo imperfecto por el pecado que, justo en ese momento, quedaba derrotado para siempre, aunque todavía se dejen sentir sus efectos.
La crucifixión, si bien es cierto que implicó una logística de muerte, dio paso a la vida, al sentido último del ser humano, porque en la Misa no celebramos a un dios que se quedó en el sepulcro, sino al que resucitó. A final de cuentas, la cruz es medio y nunca un fin en sí mismo. Dicho de otra manera, la Iglesia reconoce la existencia del Viernes Santo, la huella del dolor, pero siempre encaminada a la Pascua; es decir, a la eternidad una vez superados los obstáculos. Reconocer la cruz, no es obsesionarse con el dolor, sino animarnos sabiendo que Jesús, lejos de quedarse en la muerte, logró vencerla. Esto es lo que ha atraído a tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. No se trata de un personaje anclado en el pasado, sino de alguien que vive e interviene.
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