Del nihilismo, la envidia y la pereza
por En cuerpo y alma
Curiosos conceptos los tres, aparentemente deslavazados, inconexos, que sin embargo, se abren paso en la sociedad en la que vivimos en mágica combinación y de una manera que amenaza gravemente con alterar severamente el orden y el bienestar que tantos siglos ha llevado construir (en las partes del mundo donde ello ha sido posible, que no son, por desgracia, todas, ni mucho menos).
Efectivamente, son cada vez más las personas con las que convivimos, -¡que están a nuestro alrededor, que viven en nuestros barrios, que están a menudo en nuestras propias casas!-, que, imbuidos de un nihilismo escatológico, se preguntan si vale la pena, ¡si el ser humano tiene derecho!, a seguir “reconstruyendo” el mundo so pretexto de hacerlo mejor, o si por el contrario, en una especie de retorno al paraíso terrenal del que nunca debimos ser expulsados, debemos dejar al planeta ser como es, porque la manera en que de modo espontáneo es, es también la mejor.
Y ahí es donde entra en juego el segundo de los males de los que hablamos, la pereza… si el mundo está bien como es ¡para qué trabajar!; trabajar, además, es aburrido. Sin trabajar y bebiendo cervezas que surgen de modo espontáneo del suelo sin que nadie las produzca (pinche aquí si quiere entender de lo que hablo), acompañadas de unas tapitas de calamares que vienen a nuestro encuentro autococinados sin que nadie tenga que molestarse ni en pescarlos, rebozarlos, ni freírlos, vivimos mejor y, por otro lado, dejamos al planeta ser como es: con menos calamares y con menos malta, eso sí, pero “como es”, definido ese “como es” como “lo natural”, lo “auténtico”: “lo que es” como sinónimo de “lo que tiene que ser”.
Desde ese nihilismo, desde esa pereza absolutamente invalidantes, incapacitantes, exhalamos, sin embargo, un último aliento para alimentar un sentimiento por el que todavía vale la pena un último esfuerzo: la envidia, una envidia dirigida a aquéllos que trabajan, algunos con efectivo denuedo, para “construir” el mundo, convertidos, en la nueva ideología que se nos propone, no en constructores del planeta, sino en sus destructores, en cuanto destructores de ese estado natural y bruto de la tierra madre que es el ideal, e incluídos todos ellos, -no sólo los que aparecen en televisión por robos manifiestos, los cuales, en la nueva ideología, apenas constituyen esa punta del iceberg que asoma ocultando bajo el agua sus verdaderas dimensiones- en la nueva categoría de “los corruptos”: los corruptos destructores del planeta (que además, y para colmo, beben, según creemos, más cerveza, y comen más calamares).
El círculo se cierra con la aparición en el horizonte del “redentor”, ese ser benéfico, sin mácula, virginal, expiatorio (pinche aquí para conocer más sobre el chivo expiatorio), que se ofrece en libación pidiendo que pongamos en sus manos, aunque le repugnen –porque le repugnan-, el poder y la riqueza, para desde ellos, ofrecer un rayo de esperanza a tantos fracasados, a los que les cuenta que además, y por si fuera poco, puede hacerlo sin ningún coste ni para él ni para la sociedad, pues la fórmula consiste, simplemente, en no trabajar, en no cumplir con los compromisos adquiridos, en no aceptar órdenes de nadie ni orden alguno, en vivir donde a uno se le encarta y en coger lo que a uno se le apetece de todo cuanto existe en ese paraíso terrenal lleno de cerveza y calamares del que nunca debimos ser expulsados, cuya localización ellos conocen y están dispuestos a revelar si les elegimos para el cambio.
Y bien amigos, no les parecerá poco por hoy, que me he despachado a gusto: que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Mañana más.
©L.A.
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