Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Puedes odiarme y rechazarme, eres mi hermano. S. Agustín

Puedes odiarme y rechazarme, eres mi hermano. S. Agustín

por La divina proporción

Que complicado es amar a nuestros hermanos. Nos unen una infinidad de cosas, pero lo poco que nos separa siempre resulta imposible de superar. Las desconfianzas, los recelos, las envidias, las soberbias, nos hacer estar en continua comparación para detectar cualquier cosa de la que desconfiar. 

 “Dios haces salir el sol sobre buenos y malos, hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45) Dios muestra su paciencia; no manifiesta todavía todo su poder. Tú también... renuncia a la provocación, no aumentes el malestar a los ojos hinchados. ¿Eres amigo de la paz? ¡Mantente tranquilo dentro de ti! ¡Deja de lado las querellas y vuélvete a la oración! No te pongas a discutir con nadie, ni siquiera sobre nuestra fe con él blasfema. No respondas a la injuria injuriando, sino ora por esta persona. 

Querrías hablarle [al hermano] contra él mismo: habla más bien a Dios de él. No digo que te calles: escoge el lugar que conviene y mira a Aquel a quien hablas, en silencio, por un grito salido del corazón. Allí donde tu adversario no te ve, sé bueno para con él. A este adversario de la paz, a este amigo de la disputa, responde, tú, amigo de paz. “¡Di todo lo que quieras, sea la que fuere tu enemistad, eres mi hermano!” 

“Ya puedes odiarme y rechazarme, eres mi hermano. Reconoce en ti el signo de mi Padre. Esta es la palabra de nuestro Padre. Hermano, tú que buscas la querella, eres mi hermano, porque tú dices igual que yo: “Padrenuestro que estás en el cielo.” Nuestro lenguaje es el mismo, ¿porqué no nos unimos como el lenguaje que es uno? Te ruego, reconoce lo que tú dices conmigo y rechaza lo que haces contra mí... No tenemos más que una voz delante del Padre. ¿Porqué no vamos a tener una sola paz juntos? (San Agustín, Sermón 357) 

En la Cuaresma no nos viene mal reflexionar sobre aquellos hermanos que nos exasperan por cualquier razón. Sobre todo cuando esas pequeñas diferencias se han vuelto muros insalvables. Aunque no podamos compartir todo lo que hacemos y sentimos, por las diferencias que nos separan, al menos podemos reconocernos como hermanos. Las sensibilidades, ideales, objetivos, entendimientos o formas de actuar pueden parecer que nos impiden construir unidos, pero no es así. 

Cada cual puede decorar su espacio vital como sienta que debe hacerlo, poner la música que desee, leer el libro que más le entusiasme, pero paredes, techo y los cimientos pueden ser comunes sin que ello nos condicione a ser clones unos de otros. 

Sin duda hay que respetar las diferencias, pero hay que empezar por reconocer que las tenemos y que son naturales. No hay forma humana de trabajar unidos sin que reconozcamos y valoremos lo que nuestro hermano tiene de bueno y también nuestras propias limitaciones. Dentro de la Iglesia tenemos mucho que construir unidos y aprender unos de otros. 

Hay unas palabras interesantes del entonces Cardenal Ratzinger, que aunque se refieren al ecumenismo exterior, se pueden aplicar perfectamente al ecumenismo interno de la Iglesia Católica. 

«Me parece -añadió el entonces cardenal- que la Iglesia antigua nos ofrece un poco un modelo. La Iglesia antigua estaba unida en los tres elementos fundamentales: Sagrada Escritura, ‘regula fidei’, estructura sacramental de la Iglesia; pero por lo demás era una Iglesia bastante pluriforme, como sabemos todos. Existían las Iglesias de área o lengua semítica, la Iglesia copta en Egipto, existían las Iglesias griegas del Imperio bizantino, las demás griegas, las Iglesias latinas, con gran diversidad entre la Iglesia de Irlanda, por ejemplo, y la Iglesia de Roma». (Card Ratzinger. Conversación pública con el prof. Paolo Ricca - comunidad valdense. 1993) 

Todos los seres humanos tendemos a unirnos y convivir, con quienes tenemos más cosas en común. Aunque este proceder es lógico, porque nos evita problemas y discusiones estériles, también nos impide beneficiarnos de los dones que no tenemos y que el Señor ha dado a otras personas. ¿Cuántos malentendidos tenemos que sufrir cuando señalamos y defendemos los carismas que nos diferencian? Más de los que quisiéramos. ¿Cuántas veces hemos sido capaces de  aceptar lo que nos diferencia, como un don de Dios? Más bien pocas. 

Lo triste es que las diferencias las llevamos hasta el extremos, llegando a decidir qué sufrientes nos gustan y cuales no. Incluso llegamos a separar qué alejamientos eclesiales son más y menos, de nuestro gusto. A qué esperamos para decir a las periferias que nos incomodan: “Te ruego, reconoce lo que tú dices conmigo y rechaza lo que haces contra mí... No tenemos más que una voz delante del Padre” o “Ya puedes odiarme y rechazarme, eres mi hermano. Reconoce en ti el signo de mi Padre”. La Cuaresma es un momento oportuno y adecuado.

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