La Doctrina del Mérito
El mérito depende de Dios, quien premia libremente con la felicidad eterna las buenas obras hechas con su gracia. Nadie puede hacer a Dios su deudor ya que Él es el creador y nosotros somos sus creaturas. Pero Dios sí puede libremente hacerse deudor y, de hecho, se hizo deudor, lo cual sabemos por sus promesas, como son las Bienaventuranzas y su predicción sobre el juicio final. El objeto de los méritos sobrenaturales es un conocimiento en gracia santificante si la persona muere en amistad con Dios, y conlleva también un aumento en su gloria en el cielo.
En otras palabras, Dios es tan bueno que pone en nosotros su gracia, la cual nos facilita nuestra entrada en la gracia eterna. Por la gracia y la caridad que Él deposita en nosotros, podemos realizar actos sucesivos de gracia y de caridad cada vez más intensos, que serán los frutos que nos facilitarán la entrada en la patria eterna.
En definitiva, el mérito es la orden de retribuir según justicia. Pero Dios nos deja a nosotros mismos sus dones de gracia y de amor, dejándonos a nuestros propios esfuerzos y pidiéndonos que hagamos fructificar esa gracia y amor, de suerte que nuestros méritos sean dones de Dios, lo cual nos confirma San Agustín con sus palabras: ‘Cuando Dios corona nuestros méritos, corona sus dones’.
Por ello nuestros méritos son de Dios y de Cristo como primera fase, y nuestros como segunda fase. De nosotros mismos depende darle el ‘sí’ de corazón, aunque a veces este ‘sí’ nos desgarre el corazón y nos exige que triunfemos sobre nuestras pasiones, pero ello será en bien propio. Y si permanecemos en el amor, con ese amor podemos merecer siempre un amor mayor y, con ello, la vida eterna. La gracia vivida en este mundo nos proporciona la gloria del cielo, la cual es dada a la gracia como un fruto o recompensa personal: ‘Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos’ (Mateo 5:12).
Si la teología adoptó el concepto de ‘mérito’ lo hizo primordialmente para esclarecer cómo Jesús, con sus acciones morales y, especialmente, con su sacrificio al servicio de la reconciliación, satisfizo a Dios de igual a igual, con lo cual mereció, estricta y definitivamente, la redención de la humanidad.
En este sentido hay que entender la definición del Congreso de Trento (15451563), donde se dice que el justificado puede merecer realmente, pues por la gracia santificante se ha hecho plenamente compañero de Dios (Dz 801,803,809,832,834,842). Teniendo en cuenta la historia de este Concilio, es teológicamente seguro que en esta mérito verdadero se trata del mérito del condigno, o sea, del merecimiento de las buenas obras ejercitadas por quien está en gracia de Dios.
Esta doctrina de la Iglesia se apoya en abundantes partes de la Sagrada Escritura, según la cual se da un crecimiento y un progreso en la justicia, en la gracia, en la fe y en la caridad, lo cual constituye una renovación constante del hombre interior. Dicha aseveración puede ser confirmada en las siguientes lecturas: Proverbios 4:18 - Lucas 17:5 - 2ª. Corintios 4:5, 9:811 y 10:15 – Efesios 4:16 – Filipenses 1:9 y 9:3 – Colosenses 1:10 – 1ª. Tesalonicenses 4:1 – 2ª. Pedro 3:18 y Apocalipsis 22:11.
La felicidad eterna es designada como premio, tal como podemos comprobar en Sabiduría 5:6 – Proverbios 11:18 – Isaías 40:10 – Mateo 5:12 y 20:1-8 – 1ª. Corintios 3:8 y Apocalipsis 22:2. Y Dios retribuye los premios en proporción a los esfuerzos realizados, como nos manifiesta Mateo 16:27 – Lucas 19:16 – Romanos 2:6 – 1ª. Corintios 3:8, 2ª. Corintios 9:6 y Apocalipsis 22:12. Pero no debemos olvidar que a la recompensa se contrapone el castigo por las malas acciones, como se nos advierte en Mateo 25:34-46 – Juan 5:29 – Romanos 2:6 – 2ª. Corintios 5:10 y Gálatas 6:8. En contraposición, en Mateo 6:20 se nos invita a acumular tesoros en el cielo.
Y como conclusión podemos afirmar que el hombre es creado por Dios y recibe su gracia, de tal manera que puede realmente hacer algo valioso y meritorio. Es cierto que Dios, por el hecho de haber creado y agraciado al hombre, no se enriquece interiormente, pero Él de tal manera enriquece al hombre con ‘sus dones’, que éste se convierte en una persona insustituible y en socio de Dios, amado sobrenaturalmente por Él y dotado de su propio valor interno. Esto es directamente cognoscible para el hombre mismo y significa que la Doctrina del Mérito dice mucho sobre el valor interno del hombre.
Por ello la Doctrina del Mérito ha de verse incondicionalmente en relación con toda la doctrina sobre la creación, la gracia y la moral, y en ese marco recibirá el puesto subordinado que le corresponde.
‘He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación’
(2ª. Timoteo 4:7-8)