El alma de los olivos
Sube el humo del cigarrillo como incienso y desaparece en la noche. No desaparece porque se lo llevan los ángeles al Altísimo y le ponen toda la letra y toda la música que uno intuye en su cansancio y en su vaga melancolía. El pobre humo del cigarrillo condensa mucho agradecimiento y una torpe alabanza.
-No te preocupes, los ángeles se ocupan de toda belleza nimia, pobre en apariencia.
De repente, un grito sordo, desgarrador. Un cuerpo retorcido y oscuro. Brazos que se elevan al cielo implorando compasión. Un rostro deformado, curtido de arrugas centenarias y heridas resecas. Ojos vacíos y la boca abierta en oquedades de pánico. Muñones amputados por todas las guerras, por todas las angustias. Hincadas en la tierra, rodillas deformes como raíces.
Es el olivo de la plaza. Iluminado desde abajo como el fantasma de una pesadilla. Un olivo en agonía.
Todos los olivos están en agonía. Decidme en el alma, ¿quién levantó los olivos? Canta Miguel Hernández. Los levantó el Señor, Miguel, el Señor; y dejó en ellos su alma torturada en el huerto. Y desde entonces gritan todos los olivos del mundo su grito mudo, sangriento.
Y uno se acerca para consolar al olivo. Pero no se puede. Llega hasta Dios su clamor, pero los ángeles no le ponen música, ni letra, porque ya la compuso el Hijo con trazos de sudor y de sangre: hágase Tu Voluntad y no la mía. El olivo pudo ser el árbol de la Vida porque nos ofrece los óleos de la fortaleza al precio de un padecer eterno. Cristo está en agonía hasta el fin del mundo. Está en el alma de los olivos.
Cuando uno se hinca de rodillas, la señora del perro se asusta y cambia de acera; y me mira como si viese a un loco, mientras ladra el pobre perro, ánima inocente que ha intuido, como yo, que está ante la zarza ardiente.
-Cuando veas un olivo, consuélame. Todos Me piden y muy pocos Me consuelan.
-¿Se encuentra bien? –Son unos chavales con latas de cerveza.
-Sí… Es el olivo…
-¿Cómo dice?
-No, nada. Gracias.
Solo acompañan mis pasos algunas farolas y el humo, otra vez, del cigarrillo. Pero creo que los ángeles se han quedado a los pies del árbol agonizante: el humo permanece a mis espaldas. No hay estrellas en el cielo.