Veinticinco años
Veinticinco años no es ni poco ni mucho, depende de con quién se compare. Es, simplemente, algo. Estar en 38 países y contar con más de 500 comunidades laicales en ese tiempo puede ser muchísimo o muy poco, depende de con quien se compare. Habrá quien ha crecido más y quién lo haya hecho menos. Por eso creo que los números son sólo elementos orientativos, porque lo importante es lo que hay en la institución en cuestión, su alma, su corazón, su vitalidad. Me refiero a los Franciscanos de María.
Estamos terminando el Año Jubilar que nos concedió el Papa Francisco. Un año maravilloso, en el que hemos crecido un 34 por 100, pero, sobre todo, en el que muchísimos han dado un paso de gigante en su unión con Dios, viviendo la espiritualidad del agradecimiento, que es la propia de esta familia eclesial. Ahora, al concluir el año, termina una etapa y empieza otra. Veinticinco años son algo; quizá son una mayoría de edad suficiente como para que Dios nos pida algo más o quizá simplemente de lo que se trata es de seguir con sencillez y sin grandes pretensiones haciendo día a día lo que hemos hecho hasta ahora: confiar, agradecer y ofrecernos a Dios a imitación de María. Seguro que a muchos les parecerá una imprudencia no tener planes de futuro, programas de actuación, objetivos estratégicos; personalmente, he constatado hasta la saciedad que casi todo plan termina por no cumplirse y que lo que sucede no estaba previsto y resulta mejor que lo que se había programado. Por eso, al cruzar esta barrera de los 25 años de vida -que no son mucho, pero que ya son algo-, sólo tengo un plan. Para mí y para todos los miembros de esta familia, crecer en santidad, ser dóciles a la voluntad divina, dejarnos trabajar por él para ser instrumentos suyos que estorben a la Divina Providencia lo menos posible. Si algo he aprendido en estos veinticinco años es que Dios sabe siempre lo que hace. Por eso, para mí y para esta familia, hago mío el salmo que dice: "No pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre". Somos -y Dios quiera que lo seamos siempre- como niños en brazos de María, que no pretenden otra grandeza más que la de amarla y amar a su Divino Hijo, defenderla y hacer lo propio con Cristo y con su Iglesia. Si, a pesar de nuestros pecados, lo conseguimos, entonces ya nos damos por satisfechos. Amar y hacer amar al Amor, como hasta ahora, mejor que hasta ahora: ese es el único programa que queremos tener aquellos que nos sentimos llamados a hacer de nuestra vida una permanente acción de gracias, a ser una "eucaristía" viva.
Estamos terminando el Año Jubilar que nos concedió el Papa Francisco. Un año maravilloso, en el que hemos crecido un 34 por 100, pero, sobre todo, en el que muchísimos han dado un paso de gigante en su unión con Dios, viviendo la espiritualidad del agradecimiento, que es la propia de esta familia eclesial. Ahora, al concluir el año, termina una etapa y empieza otra. Veinticinco años son algo; quizá son una mayoría de edad suficiente como para que Dios nos pida algo más o quizá simplemente de lo que se trata es de seguir con sencillez y sin grandes pretensiones haciendo día a día lo que hemos hecho hasta ahora: confiar, agradecer y ofrecernos a Dios a imitación de María. Seguro que a muchos les parecerá una imprudencia no tener planes de futuro, programas de actuación, objetivos estratégicos; personalmente, he constatado hasta la saciedad que casi todo plan termina por no cumplirse y que lo que sucede no estaba previsto y resulta mejor que lo que se había programado. Por eso, al cruzar esta barrera de los 25 años de vida -que no son mucho, pero que ya son algo-, sólo tengo un plan. Para mí y para todos los miembros de esta familia, crecer en santidad, ser dóciles a la voluntad divina, dejarnos trabajar por él para ser instrumentos suyos que estorben a la Divina Providencia lo menos posible. Si algo he aprendido en estos veinticinco años es que Dios sabe siempre lo que hace. Por eso, para mí y para esta familia, hago mío el salmo que dice: "No pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre". Somos -y Dios quiera que lo seamos siempre- como niños en brazos de María, que no pretenden otra grandeza más que la de amarla y amar a su Divino Hijo, defenderla y hacer lo propio con Cristo y con su Iglesia. Si, a pesar de nuestros pecados, lo conseguimos, entonces ya nos damos por satisfechos. Amar y hacer amar al Amor, como hasta ahora, mejor que hasta ahora: ese es el único programa que queremos tener aquellos que nos sentimos llamados a hacer de nuestra vida una permanente acción de gracias, a ser una "eucaristía" viva.
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