La "Carta Colectiva" por Guerra Campos
Concluimos esta serie de artículos sobra la Carta Colectiva que hemos venido publicando en las semanas anteriores. Los hemos rescatado del propio blog. La semana que viene haremos una valoración de lo publicado en otros medios durante el mes de julio. Creo que estos audios sonoros, escuchados pausadamente, pueden acercarnos a la verdadera realidad sobre tema tan complejo.
Monseñor José Guerra Campos (1920-1997) escribe el capítulo “Franco y la Iglesia católica: Inspiración cristiana del Estado” (páginas 79-163) en la obra que varios autores publicaron con el título El Legado de Franco (1992). Don José tuvo ocasión de comentar en una conferencia de presentación de este libro, la parte “del legado” que le habían encomendado “que corresponde a las relaciones con la Iglesia y a la inspiración cristiana del Estado”.
La grabación completa sobre la conferencia está en cuatro partes. Lo que hemos transcrito corresponde al tema de la persecución religiosa y se puede escuchar en la primera parte, a partir del minuto 27:27.
Para quien desee hacerlo mientras lee el artículo, este es el enlace:
http://www.ivoox.com/
jose-guerra-campos1-audios-mp3_rf_2689801_1.html
El segundo tema introductorio que anuncié, es también ineludible y más todavía porque sobre él se espesan las confusiones. Lo he titulado para sintetizarlo: “Convergencia inicial de la Iglesia con Franco como liberador de la Iglesia perseguida”.
Hablo de una convergencia en virtud de situaciones objetivas, no de un plan concordado. El tópico circulante entre muchos es que la Iglesia y los obispos y Franco, puestos de acuerdo, hicieron no sé qué barbaridad. No hubo acuerdo ninguno; hubo una convergencia en cierto modo inesperada, de carácter objetivo.
El núcleo histórico inamovible de esta situación está reflejado en un documento, que sigue siendo fuente insustituible, que es la famosa Carta Colectiva del Episcopado en el año 37. Y que, en unión con los informes secretos del cardenal Gomá a la Santa Sede, es la expresión perfecta de la posición y de los sentimientos de la Iglesia de entonces, que es de lo que se trata.
Esto en relación con tres puntos clave: la persecución, la legitimidad del Alzamiento y la valoración de la lucha como Cruzada.
La persecución religiosa
En cuanto a la persecución, y permítanme que vaya caminado a saltos, la de la República de los años 1931-1936, fue denunciada ante el mundo entero por el papa Pío XI y por el Episcopado Español, que presidía, conviene no olvidarlo, el cardenal Vidal y Barraquer.
En la foto, el segundo por la izquierda, el siervo de Dios Manuel Irurita, en el centro el cardenal Vidal y a su lado, el cardenal Pacelli, futuro Pío XII.
Luego, 1936-1939, la guerra en la zona roja, la persecución ahí está: a sangre y fuego, como interrupción de la vida de la Iglesia y con voluntad de exterminio, confesada paladinamente por los autores. Solo historiadores jovencillos posteriores se atreven a intentar no sé qué explicaciones, pero que son despreciables porque hay una masa ingente de manifestaciones espontáneas y muy convencidas, de las que estaban muy orgullosos los autores. Hay que respetarlos.
Fue obra de grupos revolucionarios constituidos por socialistas, comunistas y anarquistas, que detentaban el poder real en esa zona, con mayor o menor complacencia de las autoridades constitucionales. En definitiva, es responsabilidad del poder público.
Y fue manifiestamente persecución religiosa, porque no se persiguió nunca en el campo religioso por actuaciones concretas; que si un sacerdote estaba con una ametralladora en una torre… nunca. Si no, como lo dijeron abiertamente todos los escritos de los autores, para extirpar la Iglesia, consumando un plan que venía de tiempo atrás, desde la Semana Trágica y los tiempos de Ferrer, y del 34, y tantas y tantas cosas.
Porque a la Iglesia, en cuanto proclamación de trascendencia y dejando a un lado ahora episodios concretos y locales en bloque, la consideraban esencialmente un peligro reaccionario para la revolución, tanto la anarquista como la socialista o la comunista. Porque la revolución quería ser incondicional y lo es por definición; no está ligada a ningún valor recibido o absoluto. “Ni Dios ni amo”, como decían con mucha franqueza los anarquistas, que han vuelto a escribirlo en las paredes, no hace tanto tiempo.
Una humanidad autónoma. De hecho, el Episcopado Español en los años 1933-1934, cuando lo presidía el cardenal Vidal y Barraquer, resumió, quejándose, la idea que tenía el gobierno republicano de la Iglesia, como Iglesia-peligro, que había que desarraigar por todos los medios, en vez de considerarla como una entidad a la que había que obligar a mantenerse dentro de la Constitución.
Pero el instinto les hacía considerarla siempre como el peligro. Y de hecho, a finales de los años 60, en declaraciones escritas, dos grandes sobrevivientes del anarquismo, Federica Montseny y José Peirats, cuando ya no había violencia, ni ellos estimaban que fuera posible, sin embargo, expresaban con mucho vigor, la incompatibilidad esencia, esencial, entre revolución e Iglesia. Incluso alguno dice graciosamente, que ellos no perseguían a la Iglesia, que ellos lo que pretendían era desarraigar todo el oscurantismo de los siglos atrás, que impedía el desarrollo y el progreso del pueblo, y no sé qué. Bueno, estamos en lo mismo.
De ahí que haya tantos martirios verdaderos. Cualesquiera que fuesen las convicciones o pretextos de algunos ejecutores, la Iglesia nunca se detiene en eso y si me dicen: tal ejecutor de tal mártir era un santo, me alegro. Pero lo que movía la acción persecutoria, era una propaganda en odio a la fe. Y los factores de ésta eran conscientes de la falsedad de los hechos que solían alegar para azuzar pasiones; como eso del cura con la ametralladora en la torre y cosas semejantes.
O lo que es lo mismo, para abreviar, los mártires en España no entran en el capítulo de las represiones o de las venganzas personales, que abundan en las guerras. Tanto da que se diga que hubo muchas o pocas, que las hubo en ambos bandos, habría; pero los mártires no entran ahí. Será dificilísimo encontrar una motivación personal en ninguno de los martirios. No era por lo que ellos eran, sino por la institución que representaban.
Bueno, y como por parte de los mártires hubo una espléndida confesión de fe, una emocionante actitud de perdón con Cristo en el Calvario, pues está claro que estamos ante martirios verdaderos. Y difícilmente hay en la historia de la Iglesia otros que sean más claros. Pero esto es cosa sabida, y vamos adelante.
La valoración del Alzamiento como legítimo
Claro, en los últimos tiempos se ha llegado a insinuar por muchos, mientras en América y en otras partes se fomentaban las guerrillas violentas, otros decían que todo uso de la violencia era absolutamente intolerable. De hecho, el Catecismo que acaba de publicar el Papa, vuelve a decir lo contrario; vuelve a prever la posibilidad de una rebelión contra el poder que oprime… y pone las condiciones, que también se ponían entonces y se han puesto siempre.
Conviene recordar que la República empezó con un golpe de Estado; y no voy ahora a explicar por qué, pero es evidente; un golpe de Estado, nadie puede negarlo formalmente. Y, sin embargo, fue acatada, no solo por la jerarquía, sino por la mayor parte de los políticos católicos. Y baste aludir al mundo de Gil Robles, Herrera Oria, etc., que era el sector más cerca de la Nunciatura y de los metropolitanos, los obispos.
Ahora bien, la corriente de fuerzas que constituían la República, porque además la monopolizaban, y que luego desembocó en el Frente Popular, incluía por un lado, una izquierda de tonalidad masónica con agresividad cultural jacobina, tipo Revolución francesa. Y por otro, unas organizaciones revolucionarias, para las cuales la República era simple etapa hacia la dictadura del proletariado; dictadura de una oligarquía jacobina en realidad. Al fallarles los resultados electorales, se lanzaron a una revolución de tipo soviético, como es notorio. Y de hecho, al final, todos los promotores y protagonistas de la República, empezando por sus dos presidentes, Alcalá Zamora y el mismísimo Azaña, reconocieron que la legalidad había sido desbordada.
Y por eso, volviendo a la Iglesia, es muy inconsciente un tópico que atribuye, un tópico muy repetido en muchísimos libros y escritos eclesiásticos y no eclesiásticos, atribuye el fracaso en las relaciones República-Iglesia a la incomprensión de la Iglesia frente a un régimen que, según ellos, solo pretendía una especie de renovación conciliar antes del Concilio. Y eso afirman expresamente, que todas las decisiones, más o menos prudentes en el modo, por el clima pasional, era lo que luego, por lo visto, ha implantado el Concilio.
Lo desmiente un gran republicano, ministro de Estado, de Asuntos Exteriores y encargado oficialmente por el gobierno republicano, pasados los primeros embates pasionales, de negociar un acuerdo, un concordato con la Santa Sede, que se llama Pita Romero; el cual ha dejado un elogio cerrado y reiterado, treinta años después, de la comprensión, de la lucidez que encontró en la Santa Sede, en el Metropolitano, en todos los estamentos jerárquicos de la Iglesia, y no pone ni una sola reticencia.
Algunos, aun recientemente, frente a esa incomprensión mutua, según dice fue en gran parte causa de la guerra, destacan el entendimiento habido en Cataluña con Vidal y Barraquer. Pero olvidan dos cosas. Primera: en los años decisivos, 1931-1934, Vidal y Barraquer presidía el Episcopado Español. Todas las manifestaciones y actitudes de este eran compartidas, no solo presididas por él. Y segunda: habría más entendimiento allí, pero Cataluña fue una de las regiones en que la persecución resultó más dura, si no la más.
El hecho es, según el resumen de la Carta Colectiva, que la Iglesia jerárquica no provocó la guerra, ni conspiró para ella; pero miles de ciudadanos católicos, sigue diciendo esta carta, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristianas.
Entonces, se puede añadir, los colaboracionistas, entre comillas, que eran la mayoría en el campo de los políticos profesionales, abortada la colaboración, hubieron de dar paso a los ciudadanos dispuestos a defenderse y, en general, se sumaron a ellos, como consta históricamente.
Y esto ofrece una curiosa analogía con la persona de Franco, cuya decisión, por lo menos la decisión operativa de sumarse activamente, fue de última hora. Muchos lo subrayan, incluso a veces demasiado, frente a la impaciente presión de los golpistas de la época, que eran los grupos monárquicos, con el ABC. Así lo reconoce, hace pocos años, expresamente Sainz Rodríguez. Fue uno de los grandes promotores del Alzamiento, ministro con Franco, como saben. Y a su vez, también no hace muchos años, Gil Robles -el mayor, el que ya ha muerto-, afirmó en letra de molde, que la incorporación de Franco al Alzamiento no tuvo móviles personales, ni bastardos.
Y por nuestra parte podríamos recordar algo elemental. Aquel que en los años 1936-1939 dirigió la lucha contra fuerzas revolucionarias socialistas, comunistas, anarquistas, es el mismo que poquísimo antes, en el año 1934, colaboró con la República en defensa del orden legal contra la rebelión de las mismísimas fuerzas. Por tanto, aquí hay un factor que no permite fácilmente atribuir el Alzamiento a un apasionamiento súbito, o una terquedad, o una falta de generosidad patriótica.
Bien, también conviene recordar de paso, porque si no, no se entenderá lo que luego sigue, que esta defensa, este Alzamiento tuvo, naturalmente, muchos factores, como era lógico. En el manifiesto inicial del general Franco no se nombra nunca el factor religioso explícitamente, no: el orden, la justicia, el interrumpir aquella especie de caída hacia el abismo, etc., pero la motivación realmente más determinante y sobre todo, unificante, la que aglutinó en toda España, fue la religiosa. Y esto ahora, no lo ignora nadie que sepa algo.
Y en cuanto a los factores de carácter social, al menos yo por experiencia propia tengo derecho a defender el honor de mis gentes, el protagonismo en el mundo que yo conocí, no correspondió jamás a no sé qué pandilla de terratenientes terribles. El protagonismo fue de un pueblo de campesinos, fundamentalmente, de obreros modestos, de estudiantes, y esta era la gran masa, cuantitativamente hablando, y si no, basta fijarse en los focos de voluntariado, recordando de paso, que el voluntariado en el servicio de Franco fue mucho más numeroso que en las milicias rojas. Y los focos son bien conocidos: Navarra y Valladolid, que son exactamente eso, son dos mundos de campesinos, modestos, industria modesta, tipo cooperativista más bien. Esa es la médula, la cual hizo que la dimensión religiosa adquiriese relieve de un modo espontáneo, porque eso nadie lo preparó.
La Cruzada
Y por tanto, ya tenemos que pasar sobre la valoración de la lucha como Cruzada, que con este nombre o sin él -lo del nombre es lo de menos-, brotó en el ámbito popular.
Algunos historiadores andan buscando a ver quién fue el que puso en marcha esa palabra: si Plá, si Gomá, si no sé quién. Es perder el tiempo y es absurdo, porque la idea y la palabra surgió en el día 20 de julio, el 21 y el 22. El 25 sacaron las reliquias del apóstol Santiago por las calles de Santiago en procesión, caso único porque estaba gravísimamente vedado moverlas de su sitio. Y eso fue en toda España.
Una lucha por la cruz Cruzada, entendiendo por cruz en este caso, una lucha por Dios, por la religión, por la tradición cristiana de la familia y de España; también en gran medida, por una renovación justa de la vida social. Y en cuanto al clero y la jerarquía, según informó aquellos mismos días el cardenal Gomá a la Santa Sede, lo que hizo fue compartir el sentir popular. Y el mismo Gomá, ya en el mes de agosto, lo llama verdadera Cruzada. Y luego el cardenal Plá y Deniel, en septiembre, diciendo que el exterior es el de una guerra civil, pero que, en realidad, es una Cruzada. Y el Papa Pío XII, en su congratulación final al terminar la guerra, dirá que fue para defensa de los ideales de fe y de civilización cristiana, y que este es el primordial significado de vuestra victoria. Cruzada.
Que aquello haya sido Cruzada, eso es un hecho, ¿quién lo determina? ¿Los historiadores, los obispos de ahora, los sacerdotes, los periodistas? No, ni el Papa, ni nadie. Lo determinan los que lo vivieron. Ellos dijeron que se levantaban y morían diciendo: ¡Viva Cristo Rey!, pues lo hicieron. Y eso ya no tiene marcha atrás.
Grabado de Carlos Sáenz de Tejada lo titula “Sacerdotes y religiosos sufren el martirio por confesar a Cristo como en los tiempos de Diocleciano”.
O sea, es Cruzada porque es un hecho. No tiene nada que ver lo que opinen luego otros acerca de la bondad de esa actitud o de la pureza de la misma. Las cruzadas por liberación de Palestina estuvieron llenas de impurezas -tantas-, pero no dejan de ser un movimiento para liberar Palestina, el sepulcro de Cristo especialmente.
Por tanto, es antihistórico y descalifica a cualquier escritor, sea quien sea, pretender juzgar desde fuera, si aquello fue o no Cruzada, o contraponer Cruzada o guerra civil; con lo mismo una guerra civil, pero en la que no están en juego solo banderías superficiales, no, razones profundas. Por tanto, Cruzada.
Algunos, recientes, fin de los años 80, de ahora, por ejemplo, Martina publicó un libro así de grueso, sobre las negociaciones entre el Vaticano y el Estado español; el padre benedictino Hilario Raguer de Montserrat, etc. han adquirido la costumbre de detenerse, al rebuscar entre los documentos que se van extrayendo de los archivos, de la Nunciatura, del Ministerio de Estado, en los episodios y accidentes de una negociación diplomática que hubo durante la guerra -año 1938-1939 y luego 1940-1941-. Estaba en curso una gran negociación diplomática entre el gobierno nacional entonces, aún no había terminado la guerra, y la Santa Sede.
La negociación versaba sobre el sistema jurídico de relaciones, y era muy difícil, objetivamente difícil, pues había diferencias de criterios. La representación española sostenía que el concordato antiguo de la mitad del siglo XIX o de la monarquía, estaba vigente; y defendía la continuidad de sus prerrogativas con entusiasmo. En cambio, la Santa Sede prefería acomodarse a nuevos planteamientos, que había en tantos concordatos recientes: con Alemania, con Italia… En cierto modo, tenían razón ambas partes y por eso mismo, era difícil entenderse.
A esto se añadía entonces -estamos en plena guerra, claro-, los recelos de la Santa Sede ante las corrientes ideológicas de Europa, sobre todo de Alemania; muy justificados por cierto. Y ¿por qué no? Sin duda, influía una incertidumbre o inseguridad respecto al desenlace de la lucha. Si hacen un concordato con Franco y pierde la guerra, ¿qué pasa después? Perfectamente normal, pero era una cosa dura y difícil.
Deducir de estas manifestaciones que aparecen en los documentos, en los coloquios, en las discusiones, como hacen estos autores y otros, que la Santa Sede vacilaba sobre el carácter de Cruzada de la causa nacional, va contra los hechos. […]
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Bien, esta Carta colectiva que refleja perfectamente la posición de la Iglesia en aquel momento, fue firmada por todos los Obispos y ordinarios diocesanos que estaban presentes en España. Doce eran ya mártires. Había dos Obispos que estaban fueran: el obispo de Vitoria, Múgica y el arzobispo de Tarragona, Vidal y Barraquer. Múgica dijo que no creía oportuno firmar el documento porque él no estaba en España, porque estaba fuera de España. Pero nunca convendría olvidar que el primer obispo en aquella época que reclamó el apoyo de los vascos a los combatientes nacionales fue precisamente Múgica. En el mismísimo mes de septiembre, pero de un modo explícito. El apoyo combatiente, a las filas de los combatientes nacionales. Y en cuanto a Vidal y Barraquer, a pesar de todo lo que se intenta convirtiéndolo en un símbolo de no sé qué cosas, estaba de acuerdo con el contenido de la Carta. Lo dijo y lo escribió expresamente. Pero desde su refugio en Italia, desde donde había transmitido un saludo espontáneamente al general Franco, creía inoportuna la publicación. ¿Por qué? Preocupado por la reacción anticlerical de los anarquistas, en cuyas manos estaba Cataluña, cuando él huyo -con ayuda de la Generalitat- para salvarse de la muerte. Y a cuyas manos sucumbieron asesinados, poco después, su obispo auxiliar y centenares de sacerdotes.
En los documentos que publican los mismos autores que intentan construir una historia especial en torno a él (Vidal y Barraquer), hay uno, una carta que dirigió al cardenal Pacelli, mostrándose alarmado porque arreciaba la presión bélica en la zona portuaria de Cataluña, los bombardeos, de la aviación nacional: puerto de Barcelona, Tarragona, desde Mallorca y otras partes… Muy bien. Con estas palabras: “los últimos momentos de los anarquistas me espantan por ello no dejo de pedir a Dios que nos depare un arreglo cristiano a base de Franco”.
Aquí pueden escuchar más conferencias de don José
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Monseñor José Guerra Campos (1920-1997) escribe el capítulo “Franco y la Iglesia católica: Inspiración cristiana del Estado” (páginas 79-163) en la obra que varios autores publicaron con el título El Legado de Franco (1992). Don José tuvo ocasión de comentar en una conferencia de presentación de este libro, la parte “del legado” que le habían encomendado “que corresponde a las relaciones con la Iglesia y a la inspiración cristiana del Estado”.
La grabación completa sobre la conferencia está en cuatro partes. Lo que hemos transcrito corresponde al tema de la persecución religiosa y se puede escuchar en la primera parte, a partir del minuto 27:27.
Para quien desee hacerlo mientras lee el artículo, este es el enlace:
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El segundo tema introductorio que anuncié, es también ineludible y más todavía porque sobre él se espesan las confusiones. Lo he titulado para sintetizarlo: “Convergencia inicial de la Iglesia con Franco como liberador de la Iglesia perseguida”.
Hablo de una convergencia en virtud de situaciones objetivas, no de un plan concordado. El tópico circulante entre muchos es que la Iglesia y los obispos y Franco, puestos de acuerdo, hicieron no sé qué barbaridad. No hubo acuerdo ninguno; hubo una convergencia en cierto modo inesperada, de carácter objetivo.
El núcleo histórico inamovible de esta situación está reflejado en un documento, que sigue siendo fuente insustituible, que es la famosa Carta Colectiva del Episcopado en el año 37. Y que, en unión con los informes secretos del cardenal Gomá a la Santa Sede, es la expresión perfecta de la posición y de los sentimientos de la Iglesia de entonces, que es de lo que se trata.
Esto en relación con tres puntos clave: la persecución, la legitimidad del Alzamiento y la valoración de la lucha como Cruzada.
La persecución religiosa
En cuanto a la persecución, y permítanme que vaya caminado a saltos, la de la República de los años 1931-1936, fue denunciada ante el mundo entero por el papa Pío XI y por el Episcopado Español, que presidía, conviene no olvidarlo, el cardenal Vidal y Barraquer.
En la foto, el segundo por la izquierda, el siervo de Dios Manuel Irurita, en el centro el cardenal Vidal y a su lado, el cardenal Pacelli, futuro Pío XII.
Luego, 1936-1939, la guerra en la zona roja, la persecución ahí está: a sangre y fuego, como interrupción de la vida de la Iglesia y con voluntad de exterminio, confesada paladinamente por los autores. Solo historiadores jovencillos posteriores se atreven a intentar no sé qué explicaciones, pero que son despreciables porque hay una masa ingente de manifestaciones espontáneas y muy convencidas, de las que estaban muy orgullosos los autores. Hay que respetarlos.
Fue obra de grupos revolucionarios constituidos por socialistas, comunistas y anarquistas, que detentaban el poder real en esa zona, con mayor o menor complacencia de las autoridades constitucionales. En definitiva, es responsabilidad del poder público.
Y fue manifiestamente persecución religiosa, porque no se persiguió nunca en el campo religioso por actuaciones concretas; que si un sacerdote estaba con una ametralladora en una torre… nunca. Si no, como lo dijeron abiertamente todos los escritos de los autores, para extirpar la Iglesia, consumando un plan que venía de tiempo atrás, desde la Semana Trágica y los tiempos de Ferrer, y del 34, y tantas y tantas cosas.
Porque a la Iglesia, en cuanto proclamación de trascendencia y dejando a un lado ahora episodios concretos y locales en bloque, la consideraban esencialmente un peligro reaccionario para la revolución, tanto la anarquista como la socialista o la comunista. Porque la revolución quería ser incondicional y lo es por definición; no está ligada a ningún valor recibido o absoluto. “Ni Dios ni amo”, como decían con mucha franqueza los anarquistas, que han vuelto a escribirlo en las paredes, no hace tanto tiempo.
Una humanidad autónoma. De hecho, el Episcopado Español en los años 1933-1934, cuando lo presidía el cardenal Vidal y Barraquer, resumió, quejándose, la idea que tenía el gobierno republicano de la Iglesia, como Iglesia-peligro, que había que desarraigar por todos los medios, en vez de considerarla como una entidad a la que había que obligar a mantenerse dentro de la Constitución.
Pero el instinto les hacía considerarla siempre como el peligro. Y de hecho, a finales de los años 60, en declaraciones escritas, dos grandes sobrevivientes del anarquismo, Federica Montseny y José Peirats, cuando ya no había violencia, ni ellos estimaban que fuera posible, sin embargo, expresaban con mucho vigor, la incompatibilidad esencia, esencial, entre revolución e Iglesia. Incluso alguno dice graciosamente, que ellos no perseguían a la Iglesia, que ellos lo que pretendían era desarraigar todo el oscurantismo de los siglos atrás, que impedía el desarrollo y el progreso del pueblo, y no sé qué. Bueno, estamos en lo mismo.
De ahí que haya tantos martirios verdaderos. Cualesquiera que fuesen las convicciones o pretextos de algunos ejecutores, la Iglesia nunca se detiene en eso y si me dicen: tal ejecutor de tal mártir era un santo, me alegro. Pero lo que movía la acción persecutoria, era una propaganda en odio a la fe. Y los factores de ésta eran conscientes de la falsedad de los hechos que solían alegar para azuzar pasiones; como eso del cura con la ametralladora en la torre y cosas semejantes.
O lo que es lo mismo, para abreviar, los mártires en España no entran en el capítulo de las represiones o de las venganzas personales, que abundan en las guerras. Tanto da que se diga que hubo muchas o pocas, que las hubo en ambos bandos, habría; pero los mártires no entran ahí. Será dificilísimo encontrar una motivación personal en ninguno de los martirios. No era por lo que ellos eran, sino por la institución que representaban.
Bueno, y como por parte de los mártires hubo una espléndida confesión de fe, una emocionante actitud de perdón con Cristo en el Calvario, pues está claro que estamos ante martirios verdaderos. Y difícilmente hay en la historia de la Iglesia otros que sean más claros. Pero esto es cosa sabida, y vamos adelante.
La valoración del Alzamiento como legítimo
Claro, en los últimos tiempos se ha llegado a insinuar por muchos, mientras en América y en otras partes se fomentaban las guerrillas violentas, otros decían que todo uso de la violencia era absolutamente intolerable. De hecho, el Catecismo que acaba de publicar el Papa, vuelve a decir lo contrario; vuelve a prever la posibilidad de una rebelión contra el poder que oprime… y pone las condiciones, que también se ponían entonces y se han puesto siempre.
Conviene recordar que la República empezó con un golpe de Estado; y no voy ahora a explicar por qué, pero es evidente; un golpe de Estado, nadie puede negarlo formalmente. Y, sin embargo, fue acatada, no solo por la jerarquía, sino por la mayor parte de los políticos católicos. Y baste aludir al mundo de Gil Robles, Herrera Oria, etc., que era el sector más cerca de la Nunciatura y de los metropolitanos, los obispos.
Ahora bien, la corriente de fuerzas que constituían la República, porque además la monopolizaban, y que luego desembocó en el Frente Popular, incluía por un lado, una izquierda de tonalidad masónica con agresividad cultural jacobina, tipo Revolución francesa. Y por otro, unas organizaciones revolucionarias, para las cuales la República era simple etapa hacia la dictadura del proletariado; dictadura de una oligarquía jacobina en realidad. Al fallarles los resultados electorales, se lanzaron a una revolución de tipo soviético, como es notorio. Y de hecho, al final, todos los promotores y protagonistas de la República, empezando por sus dos presidentes, Alcalá Zamora y el mismísimo Azaña, reconocieron que la legalidad había sido desbordada.
Y por eso, volviendo a la Iglesia, es muy inconsciente un tópico que atribuye, un tópico muy repetido en muchísimos libros y escritos eclesiásticos y no eclesiásticos, atribuye el fracaso en las relaciones República-Iglesia a la incomprensión de la Iglesia frente a un régimen que, según ellos, solo pretendía una especie de renovación conciliar antes del Concilio. Y eso afirman expresamente, que todas las decisiones, más o menos prudentes en el modo, por el clima pasional, era lo que luego, por lo visto, ha implantado el Concilio.
Lo desmiente un gran republicano, ministro de Estado, de Asuntos Exteriores y encargado oficialmente por el gobierno republicano, pasados los primeros embates pasionales, de negociar un acuerdo, un concordato con la Santa Sede, que se llama Pita Romero; el cual ha dejado un elogio cerrado y reiterado, treinta años después, de la comprensión, de la lucidez que encontró en la Santa Sede, en el Metropolitano, en todos los estamentos jerárquicos de la Iglesia, y no pone ni una sola reticencia.
Algunos, aun recientemente, frente a esa incomprensión mutua, según dice fue en gran parte causa de la guerra, destacan el entendimiento habido en Cataluña con Vidal y Barraquer. Pero olvidan dos cosas. Primera: en los años decisivos, 1931-1934, Vidal y Barraquer presidía el Episcopado Español. Todas las manifestaciones y actitudes de este eran compartidas, no solo presididas por él. Y segunda: habría más entendimiento allí, pero Cataluña fue una de las regiones en que la persecución resultó más dura, si no la más.
El hecho es, según el resumen de la Carta Colectiva, que la Iglesia jerárquica no provocó la guerra, ni conspiró para ella; pero miles de ciudadanos católicos, sigue diciendo esta carta, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristianas.
Entonces, se puede añadir, los colaboracionistas, entre comillas, que eran la mayoría en el campo de los políticos profesionales, abortada la colaboración, hubieron de dar paso a los ciudadanos dispuestos a defenderse y, en general, se sumaron a ellos, como consta históricamente.
Y esto ofrece una curiosa analogía con la persona de Franco, cuya decisión, por lo menos la decisión operativa de sumarse activamente, fue de última hora. Muchos lo subrayan, incluso a veces demasiado, frente a la impaciente presión de los golpistas de la época, que eran los grupos monárquicos, con el ABC. Así lo reconoce, hace pocos años, expresamente Sainz Rodríguez. Fue uno de los grandes promotores del Alzamiento, ministro con Franco, como saben. Y a su vez, también no hace muchos años, Gil Robles -el mayor, el que ya ha muerto-, afirmó en letra de molde, que la incorporación de Franco al Alzamiento no tuvo móviles personales, ni bastardos.
Y por nuestra parte podríamos recordar algo elemental. Aquel que en los años 1936-1939 dirigió la lucha contra fuerzas revolucionarias socialistas, comunistas, anarquistas, es el mismo que poquísimo antes, en el año 1934, colaboró con la República en defensa del orden legal contra la rebelión de las mismísimas fuerzas. Por tanto, aquí hay un factor que no permite fácilmente atribuir el Alzamiento a un apasionamiento súbito, o una terquedad, o una falta de generosidad patriótica.
Bien, también conviene recordar de paso, porque si no, no se entenderá lo que luego sigue, que esta defensa, este Alzamiento tuvo, naturalmente, muchos factores, como era lógico. En el manifiesto inicial del general Franco no se nombra nunca el factor religioso explícitamente, no: el orden, la justicia, el interrumpir aquella especie de caída hacia el abismo, etc., pero la motivación realmente más determinante y sobre todo, unificante, la que aglutinó en toda España, fue la religiosa. Y esto ahora, no lo ignora nadie que sepa algo.
Y en cuanto a los factores de carácter social, al menos yo por experiencia propia tengo derecho a defender el honor de mis gentes, el protagonismo en el mundo que yo conocí, no correspondió jamás a no sé qué pandilla de terratenientes terribles. El protagonismo fue de un pueblo de campesinos, fundamentalmente, de obreros modestos, de estudiantes, y esta era la gran masa, cuantitativamente hablando, y si no, basta fijarse en los focos de voluntariado, recordando de paso, que el voluntariado en el servicio de Franco fue mucho más numeroso que en las milicias rojas. Y los focos son bien conocidos: Navarra y Valladolid, que son exactamente eso, son dos mundos de campesinos, modestos, industria modesta, tipo cooperativista más bien. Esa es la médula, la cual hizo que la dimensión religiosa adquiriese relieve de un modo espontáneo, porque eso nadie lo preparó.
La Cruzada
Y por tanto, ya tenemos que pasar sobre la valoración de la lucha como Cruzada, que con este nombre o sin él -lo del nombre es lo de menos-, brotó en el ámbito popular.
Algunos historiadores andan buscando a ver quién fue el que puso en marcha esa palabra: si Plá, si Gomá, si no sé quién. Es perder el tiempo y es absurdo, porque la idea y la palabra surgió en el día 20 de julio, el 21 y el 22. El 25 sacaron las reliquias del apóstol Santiago por las calles de Santiago en procesión, caso único porque estaba gravísimamente vedado moverlas de su sitio. Y eso fue en toda España.
Una lucha por la cruz Cruzada, entendiendo por cruz en este caso, una lucha por Dios, por la religión, por la tradición cristiana de la familia y de España; también en gran medida, por una renovación justa de la vida social. Y en cuanto al clero y la jerarquía, según informó aquellos mismos días el cardenal Gomá a la Santa Sede, lo que hizo fue compartir el sentir popular. Y el mismo Gomá, ya en el mes de agosto, lo llama verdadera Cruzada. Y luego el cardenal Plá y Deniel, en septiembre, diciendo que el exterior es el de una guerra civil, pero que, en realidad, es una Cruzada. Y el Papa Pío XII, en su congratulación final al terminar la guerra, dirá que fue para defensa de los ideales de fe y de civilización cristiana, y que este es el primordial significado de vuestra victoria. Cruzada.
Que aquello haya sido Cruzada, eso es un hecho, ¿quién lo determina? ¿Los historiadores, los obispos de ahora, los sacerdotes, los periodistas? No, ni el Papa, ni nadie. Lo determinan los que lo vivieron. Ellos dijeron que se levantaban y morían diciendo: ¡Viva Cristo Rey!, pues lo hicieron. Y eso ya no tiene marcha atrás.
Grabado de Carlos Sáenz de Tejada lo titula “Sacerdotes y religiosos sufren el martirio por confesar a Cristo como en los tiempos de Diocleciano”.
O sea, es Cruzada porque es un hecho. No tiene nada que ver lo que opinen luego otros acerca de la bondad de esa actitud o de la pureza de la misma. Las cruzadas por liberación de Palestina estuvieron llenas de impurezas -tantas-, pero no dejan de ser un movimiento para liberar Palestina, el sepulcro de Cristo especialmente.
Por tanto, es antihistórico y descalifica a cualquier escritor, sea quien sea, pretender juzgar desde fuera, si aquello fue o no Cruzada, o contraponer Cruzada o guerra civil; con lo mismo una guerra civil, pero en la que no están en juego solo banderías superficiales, no, razones profundas. Por tanto, Cruzada.
Algunos, recientes, fin de los años 80, de ahora, por ejemplo, Martina publicó un libro así de grueso, sobre las negociaciones entre el Vaticano y el Estado español; el padre benedictino Hilario Raguer de Montserrat, etc. han adquirido la costumbre de detenerse, al rebuscar entre los documentos que se van extrayendo de los archivos, de la Nunciatura, del Ministerio de Estado, en los episodios y accidentes de una negociación diplomática que hubo durante la guerra -año 1938-1939 y luego 1940-1941-. Estaba en curso una gran negociación diplomática entre el gobierno nacional entonces, aún no había terminado la guerra, y la Santa Sede.
La negociación versaba sobre el sistema jurídico de relaciones, y era muy difícil, objetivamente difícil, pues había diferencias de criterios. La representación española sostenía que el concordato antiguo de la mitad del siglo XIX o de la monarquía, estaba vigente; y defendía la continuidad de sus prerrogativas con entusiasmo. En cambio, la Santa Sede prefería acomodarse a nuevos planteamientos, que había en tantos concordatos recientes: con Alemania, con Italia… En cierto modo, tenían razón ambas partes y por eso mismo, era difícil entenderse.
A esto se añadía entonces -estamos en plena guerra, claro-, los recelos de la Santa Sede ante las corrientes ideológicas de Europa, sobre todo de Alemania; muy justificados por cierto. Y ¿por qué no? Sin duda, influía una incertidumbre o inseguridad respecto al desenlace de la lucha. Si hacen un concordato con Franco y pierde la guerra, ¿qué pasa después? Perfectamente normal, pero era una cosa dura y difícil.
Deducir de estas manifestaciones que aparecen en los documentos, en los coloquios, en las discusiones, como hacen estos autores y otros, que la Santa Sede vacilaba sobre el carácter de Cruzada de la causa nacional, va contra los hechos. […]
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Bien, esta Carta colectiva que refleja perfectamente la posición de la Iglesia en aquel momento, fue firmada por todos los Obispos y ordinarios diocesanos que estaban presentes en España. Doce eran ya mártires. Había dos Obispos que estaban fueran: el obispo de Vitoria, Múgica y el arzobispo de Tarragona, Vidal y Barraquer. Múgica dijo que no creía oportuno firmar el documento porque él no estaba en España, porque estaba fuera de España. Pero nunca convendría olvidar que el primer obispo en aquella época que reclamó el apoyo de los vascos a los combatientes nacionales fue precisamente Múgica. En el mismísimo mes de septiembre, pero de un modo explícito. El apoyo combatiente, a las filas de los combatientes nacionales. Y en cuanto a Vidal y Barraquer, a pesar de todo lo que se intenta convirtiéndolo en un símbolo de no sé qué cosas, estaba de acuerdo con el contenido de la Carta. Lo dijo y lo escribió expresamente. Pero desde su refugio en Italia, desde donde había transmitido un saludo espontáneamente al general Franco, creía inoportuna la publicación. ¿Por qué? Preocupado por la reacción anticlerical de los anarquistas, en cuyas manos estaba Cataluña, cuando él huyo -con ayuda de la Generalitat- para salvarse de la muerte. Y a cuyas manos sucumbieron asesinados, poco después, su obispo auxiliar y centenares de sacerdotes.
En los documentos que publican los mismos autores que intentan construir una historia especial en torno a él (Vidal y Barraquer), hay uno, una carta que dirigió al cardenal Pacelli, mostrándose alarmado porque arreciaba la presión bélica en la zona portuaria de Cataluña, los bombardeos, de la aviación nacional: puerto de Barcelona, Tarragona, desde Mallorca y otras partes… Muy bien. Con estas palabras: “los últimos momentos de los anarquistas me espantan por ello no dejo de pedir a Dios que nos depare un arreglo cristiano a base de Franco”.
Aquí pueden escuchar más conferencias de don José
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