Lunes, 23 de diciembre de 2024

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¿Por qué confesarme con un sacerdote?

por Estamos en Sus Manos

 Después de unos días de descanso, os comparto un artículo en respuesta a una pregunta muy interesante y también candente para no pocos creyentes de hoy día.

¿Por qué los católicos tenemos que confesar los pecados a un sacerdote y fiarnos de que así  Dios nos perdone?

Resumen: Jesucristo no mandó confesarse directamente con Dios, sino que dio el poder de perdonar pecados a los apóstoles, para que lo transmitieran a sus sucesores. De este modo, el hombre tiene la certeza de que Dios le perdona; hace un acto externo y sincero de arrepentimiento; y el sacerdote, hombre débil como los demás, le ayuda a experimentar la misericordia de Dios y a ir comprendiendo y superando poco a poco sus debilidades. 


En el Antiguo Testamento Dios revela a Israel que para que se perdonen sus pecados, son necesarios los sacrificios, pero esto no lo hacía porque realmente la sangre de los animales pudiera perdonar los pecados, sino para preparar su corazón para comprender que el verdadero sacrificio que quitaría el pecado sería el de Cristo en la cruz. Por eso Juan Bautista, al ver a Jesús, dice: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). En tal sentido, Jesús durante su vida repite en varias ocasiones: “Tus pecados te son perdonados” (Mt 9, 2; Lc 7, 48), y finalmente da un sentido redentor a su muerte durante la cena de Pascua, en que habla de su sangre “derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28), cumpliendo la profecía de Isaías que dice que “se dio a sí mismo en expiación” (Is 53, 10).

Pues bien, entonces, ¿por qué es necesario confesarse con un sacerdote? Si Jesús ya nos ha perdonado en la cruz, ¿por qué no simplemente acoger su perdón y “confesarse” con Él? Así piensan nuestros hermanos evangélicos, apoyados en varios pasajes de la Escritura que unen la salvación simplemente al hecho de creer en Jesús. Y sin embargo, en ningún momento Jesús dice que el perdón de los pecados, ganado por él en la cruz, se nos fuera a conceder simplemente mediante la fe; más bien lo contrario. Así encontramos escrito en el Evangelio de Juan: “Al atardecer de aquel día, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» (Jn 20, 19 – 23). Aquí se ve claramente que, después de su resurrección, una vez que el sacrificio de la cruz ha alcanzado el perdón de los pecados, Jesucristo no une este perdón al hecho de la fe o de “confesarse con Dios”, sino al hecho de la efusión del Espíritu derramada sobre los apóstoles.

Notemos además, que es una efusión distinta a la de Pentecostés (Hch 2). En Pentecostés el Espíritu se derrama sobre todos los creyentes para darles la fuerza del Espíritu para evangelizar; pero en Juan 20, se aparece sólo a los once, cuarenta días antes de Pentecostés, para darles el don del Espíritu Santo concediéndoles así el poder de perdonar los pecados. De este modo, el Señor da sólo a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, poder que ejercieron después de su resurrección durante su tarea evangelizadora. Hemos de diferenciar este cometido apostólico de perdonar pecados del mandato de Jesús de bautizar. Efectivamente, por el bautismo se perdonan los pecados, y Dios envía a sus discípulos a bautizar; pero en esta aparición se aparece sólo a los once y les otorga un mandato explícito de perdón de los pecados sin referencia al bautismo. Efectivamente, cualquier fiel cristiano cumpliéndose ciertas condiciones puede bautizar, y en ese sentido, ser ministros del perdón de los pecados; pero sólo los apóstoles recibieron el don del perdón de los pecados más allá del bautismo. Y los apóstoles ejercieron este ministerio, y lo transmitieron sólo a sus sucesores, los obispos, que a su vez lo transmitieron a sus sucesores y colaboradores, los presbíteros (o sacerdotes).

Otra alusión neotestamentaria al perdón de los pecados al margen del bautismo, la hallamos precisamente en la carta de Santiago en referencia a los presbíteros y a lo que después será la unción de los enfermos (St 5, 14 – 15). Ciertamente, no se habla del sacramento de la confesión, pero está claro que se une el poder del perdón de los pecados al ministerio de los presbíteros, y no al de cualquier fiel laico o al de la simple fe. Además, el texto diferencia claramente entre la unción del presbítero y el perdón de los pecados, de la invitación a “confesar los pecados mutuamente para que os curéis” (St 5, 16), ya sin referencia al perdón, sino a la sanación.

Así pues, Jesucristo quiso que el ministerio del perdón estuviese ligado a sus apóstoles y a sus sucesores, que son quienes administran el perdón de Dios. En ese sentido, Cristo es quien perdona los pecados en la Cruz y los redime, pero para que esa gracia llegue a nosotros hoy, aquí, ahora, ha instituido los sacramentos, que conceden que esa gracia “general” de Cristo se aplique en concreto a mí; los sacramentos transcienden el tiempo y el espacio, y hacen que la gracia que Cristo me concedió en su misterio pascual pueda llegar a mi vida. En los sacramentos, es Cristo quien actúa en la persona del ministro, que en tal sentido es “administrador” y no “dueño” de la gracia de Dios, “cauce”, y no “fuente” de su poder. El sacerdote no perdona los pecados en nombre propio, sino en el Nombre de Dios, que es quien actúa por su medio. De hecho, el sacerdote no es mediación de esa gracia para sí mismo, no puede confesarse ni absolverse a sí mismo, sino que necesita la mediación de otro sacerdote. Los sacerdotes, efectivamente, también se confiesan.

¿Por qué Dios quiso que su perdón llegase a nosotros a través de los sacerdotes, y no directamente? Varios son los motivos, y todos ellos referentes a nuestra salvación.

En primer lugar, para que, frente a los escrúpulos de nuestra conciencia, pudiéramos tener la certeza del perdón de Dios. En una ocasión, una persona me dijo que se confesaba directamente con Dios. Entonces, yo le pregunté: “¿Y te responde?”. Él me miró perplejo, y me dijo, evidentemente, que no. Entonces continué: “¿Y cómo sabes que Dios acoge ese arrepentimiento y verdaderamente te perdona? Porque Dios en ningún lugar dijo: «confesaos directamente conmigo», sino que dijo a los apóstoles: «a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados»”. Y no pudo responderme. Efectivamente, en esa “confesión directa” con Dios no hay certeza de su perdón ni respuesta de Dios, puesto que es una costumbre que no tiene apoyo ninguno en la Revelación ni en la Escritura; mientras que en la confesión con un sacerdote, uno escucha en el Nombre de Jesús: “Yo te absuelvo de tus pecados”. Así, por la fe, y por la mediación de la Iglesia, en coherencia con la Revelación y la Escritura, obtenemos la certeza del perdón de Dios en nuestra vida, y podemos tranquilizar y descansar nuestra conciencia.

Hay quien dice que por qué iba a tener que confesar sus pecados a un sacerdote, que en el fondo es un hombre igual que él. ¡Pues menos mal! Porque si el sacerdote fuese un hombre perfecto y justo, su juicio en la confesión sería implacable y severo; pero precisamente porque es un hombre como los demás, marcado también por la debilidad y también necesitado de la misericordia de Dios, puede comprender y consolar a los pecadores. Así dice la carta a los Hebreos: “Todo sacerdote puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en debilidad” (Heb 5, 2). Efectivamente, el sacerdote puede comprender y no juzgar a los penitentes por estar él también envuelto en debilidad; anima y aconseja a los fieles, haciéndose cargo de su debilidad, para ayudarles a vencer sus pecados y a avanzar en el camino de la verdadera libertad. En una ocasión se me acercó un joven que venía radiante, después de años sin confesarse, y me dijo: “Yo antes decía que para qué iba a confesarme con un cura, si al fin y al cabo es un hombre como yo. Pero hoy me he dado cuenta de que Jesús, siendo Dios, dejó que lo bautizara Juan Bautista, que era un simple hombre. Y me dije: «Si Dios ha sido tan humilde que, sin necesitarlo, se ha dejado bautizar por un hombre, ¿voy a ser yo tan soberbio de no confesarme con un sacerdote con la excusa de que es un hombre igual que yo…?». Y me di cuenta de que debía confesarme”.

Además, como el hombre es cuerpo y alma, no vale con que uno haga interiormente un acto de arrepentimiento, sino que es necesario un acto externo de petición de perdón. Me explico. Imagínate que te has peleado con un amigo, y que te arrepientes, y sin decirle nada das por sentado que le has pedido perdón y actúas con él como si nada… Tu amigo te mirará a la cara con el ceño fruncido y te dirá: “¿…?”. El arrepentimiento interno debe ir acompañado de la petición de perdón externa, para obtener realmente el perdón; y el acto externo por el que expreso a Dios mi arrepentimiento interno es la confesión, en la que el sacerdote me pone una penitencia que sea un acto explícito de arrepentimiento ante Dios. Por eso no vale con el arrepentimiento interior, y Dios ha querido un acto externo de petición explícita de perdón, para que el perdón pueda consumarse.

El sacerdote, probado y experimentado para conocer las conciencias y ayudar a superar los pecados desde la misericordia y la gracia de Dios, puede ayudarme en la confesión a conocer y comprender la naturaleza y las raíces de mi pecado, y así a ir luchando poco a poco para vencer mis caídas y ser cada vez más fiel a Dios. Puede comprenderme y ayudarme para ir siendo cada vez más libre.

Por todo ello, para nuestro bien, Dios ha querido otorgarnos su perdón a través del ministerio de los sacerdotes, ungidos con la fuerza del Espíritu Santo para ser ministros de su misericordia, no porque sean mejor ni especiales ni porque tengan poderes mágicos, sino porque han sido elegidos por Dios para ser cauces para que su gracia llegue a todos los hombres. Dejemos los últimos testimonios a la Escritura. “Llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no viene de nosotros” (2 Cor 4, 7). “Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta los pecados de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él. Y como cooperadores suyos que somos, os exhortamos a que no echar en saco roto la gracia de Dios. Pues dice él: “En el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé”. Mirad: ahora es el momento favorable; mirad: ahora es el día de salvación” (2 Cor 5, 18 – 6, 2).

 

 

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