Un escolapio de Mora de Toledo (y 2)
Desde septiembre de 1930 actuó de depositario de la Comunidad de Getafe.
Es fácil imaginar cuánto habría de afligirle el panorama sombrío que ofrecía España a su mirada, desde la quema de conventos de mayo de 1931 hasta el período desenfrenado que siguió a las elecciones de febrero de 1936, erizado de atropellos, asaltos, asesinatos, incendios. En Getafe, población obrera, veía desfilar bajo su misma ventana las organizaciones de los partidos marxistas y veía descargar en la Casa del Pueblo, al atardecer de los primeros días de julio, camiones de armas. “Al aproximarse la Revolución, no formaba parte de los optimistas: su talento le hacía ver claro el triste panorama, la horrible tormenta que se avecinaba. Por eso sufría más. Y por eso, constantemente elevaba su vista al cielo y sólo del cielo esperaba la paz, la verdadera paz”.
Continúa escribiendo su rector de Getafe:
“Al terminar el curso 19351936, recuerdo que me dijo estas palabras: “Me voy al pueblo a descansar, aunque sospecho que en vez de descansar, tendremos guerra”.
No podemos precisar la fecha de su salida para Mora a pasar las vacaciones. Lo cierto es que allí estaba cuando comenzó la guerra. En Mora “el día 21 se echaron las turbas a la calle, recibieron armas en los centros respectivos y se desbordó la ola revolucionaria. El padre Fermín pasó, por indicación de su familia, a casa de unos amigos, los señores de Gómez-Zalabardo. Allí permaneció dos días y regresó a casa de su hermano”. Había celebrado diariamente en la iglesia parroquial hasta el mismo día 21. Siguió vistiendo la sotana escolapia.
A partir del día 23 quedó escondido en su casa. El 1 de agosto, entrada la noche, los milicianos llamaron a la puerta. Buscaban a un elemento sospechoso. El padre Fermín, muy serenamente, se presentó a ellos, declarando ser hijo del pueblo, que había llegado unos días antes para descansar y reponerse un poco de su dolencia y que, habitualmente, residía en Getafe, pues era sacerdote escolapio. Fue detenido y llevado a la cárcel. Al día siguiente ingresaba en la misma su hermano Juan. El día 3 les dejaron en libertad. El P. Fermín no se hizo ilusiones. Este respiro de unos días lo empleó para prepararse a una santa muerte que, con sobrado fundamento, presentía muy próxima. Algunas personas se confesaron con él y juntos rezaban el rosario, disponiéndose para recibir la muerte con generosa aceptación, si les llegaba.
De sus últimos días quedan recuerdos dignos de mención. Dijo a sus familiares, cuando le prendieron la primera vez: “Si con dar mi vida, puedo salvar un alma, o si hace falta para la regeneración de España o para testimonio de mi fe inquebrantable, la vida no me interesa demasiado”.
Tuvo, además, un rasgo genial y heroico: quemó los preciosos ornamentos que guardaba de su primera misa; no quería que las turbas los profanasen. Aquel acto fue como el holocausto que ofreció al Señor”, afirma el padre Olea.
Parece que indicó a sus familiares que, si le prendían de nuevo, quemaran la sotana, el manteo y el sombrero. En cambio, declaró que no quería desprenderse ni un momento, ni menos para aquel trance, del crucifijo que había llevado siempre sobre su pecho”.
Cuando fue puesto en libertad el 3 de agosto, dijo a sus familiares: “Esta vez va a durar poco. El día de la Asunción lo celebraré en el Cielo”.
No se equivocó en su presentimiento. El día 11 de agosto a las tres de la tarde, tuvo que presentarse ante el Comité escoltado por dos milicianos. Lo encarcelaron.
Oigamos al padre José Olea: “Como dato fidedigno y curioso, relata un compañero de prisión, que en la noche del 13 de agosto, el padre Fermín, con valentía, habló a sus compañeros de infortunio: los alentó, avivó la fe de todos. Y aunque afligido, se esforzaba por animar a todos”. Y añade: “El 15, festividad de la Asunción de Nuestra Señora, después de haberles hablado como sacerdote y amigo, se encontró con que lo sacaban de la cárcel, en pleno día. Equivocadamente creyó que le daban la libertad, y al salir animó por última vez a los compañeros de infortunio que allí quedaban, y salió, como un cordero, para el sacrificio. Lo llevaron con malos tratos a Manzaneque (Toledo), donde lo acribillaron materialmente, pues presentaba la cabeza destrozada por las balas”.
Es fácil imaginar cuánto habría de afligirle el panorama sombrío que ofrecía España a su mirada, desde la quema de conventos de mayo de 1931 hasta el período desenfrenado que siguió a las elecciones de febrero de 1936, erizado de atropellos, asaltos, asesinatos, incendios. En Getafe, población obrera, veía desfilar bajo su misma ventana las organizaciones de los partidos marxistas y veía descargar en la Casa del Pueblo, al atardecer de los primeros días de julio, camiones de armas. “Al aproximarse la Revolución, no formaba parte de los optimistas: su talento le hacía ver claro el triste panorama, la horrible tormenta que se avecinaba. Por eso sufría más. Y por eso, constantemente elevaba su vista al cielo y sólo del cielo esperaba la paz, la verdadera paz”.
Continúa escribiendo su rector de Getafe:
“Al terminar el curso 19351936, recuerdo que me dijo estas palabras: “Me voy al pueblo a descansar, aunque sospecho que en vez de descansar, tendremos guerra”.
No podemos precisar la fecha de su salida para Mora a pasar las vacaciones. Lo cierto es que allí estaba cuando comenzó la guerra. En Mora “el día 21 se echaron las turbas a la calle, recibieron armas en los centros respectivos y se desbordó la ola revolucionaria. El padre Fermín pasó, por indicación de su familia, a casa de unos amigos, los señores de Gómez-Zalabardo. Allí permaneció dos días y regresó a casa de su hermano”. Había celebrado diariamente en la iglesia parroquial hasta el mismo día 21. Siguió vistiendo la sotana escolapia.
A partir del día 23 quedó escondido en su casa. El 1 de agosto, entrada la noche, los milicianos llamaron a la puerta. Buscaban a un elemento sospechoso. El padre Fermín, muy serenamente, se presentó a ellos, declarando ser hijo del pueblo, que había llegado unos días antes para descansar y reponerse un poco de su dolencia y que, habitualmente, residía en Getafe, pues era sacerdote escolapio. Fue detenido y llevado a la cárcel. Al día siguiente ingresaba en la misma su hermano Juan. El día 3 les dejaron en libertad. El P. Fermín no se hizo ilusiones. Este respiro de unos días lo empleó para prepararse a una santa muerte que, con sobrado fundamento, presentía muy próxima. Algunas personas se confesaron con él y juntos rezaban el rosario, disponiéndose para recibir la muerte con generosa aceptación, si les llegaba.
De sus últimos días quedan recuerdos dignos de mención. Dijo a sus familiares, cuando le prendieron la primera vez: “Si con dar mi vida, puedo salvar un alma, o si hace falta para la regeneración de España o para testimonio de mi fe inquebrantable, la vida no me interesa demasiado”.
Tuvo, además, un rasgo genial y heroico: quemó los preciosos ornamentos que guardaba de su primera misa; no quería que las turbas los profanasen. Aquel acto fue como el holocausto que ofreció al Señor”, afirma el padre Olea.
Parece que indicó a sus familiares que, si le prendían de nuevo, quemaran la sotana, el manteo y el sombrero. En cambio, declaró que no quería desprenderse ni un momento, ni menos para aquel trance, del crucifijo que había llevado siempre sobre su pecho”.
Cuando fue puesto en libertad el 3 de agosto, dijo a sus familiares: “Esta vez va a durar poco. El día de la Asunción lo celebraré en el Cielo”.
No se equivocó en su presentimiento. El día 11 de agosto a las tres de la tarde, tuvo que presentarse ante el Comité escoltado por dos milicianos. Lo encarcelaron.
Oigamos al padre José Olea: “Como dato fidedigno y curioso, relata un compañero de prisión, que en la noche del 13 de agosto, el padre Fermín, con valentía, habló a sus compañeros de infortunio: los alentó, avivó la fe de todos. Y aunque afligido, se esforzaba por animar a todos”. Y añade: “El 15, festividad de la Asunción de Nuestra Señora, después de haberles hablado como sacerdote y amigo, se encontró con que lo sacaban de la cárcel, en pleno día. Equivocadamente creyó que le daban la libertad, y al salir animó por última vez a los compañeros de infortunio que allí quedaban, y salió, como un cordero, para el sacrificio. Lo llevaron con malos tratos a Manzaneque (Toledo), donde lo acribillaron materialmente, pues presentaba la cabeza destrozada por las balas”.
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