Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Alcanzaron la palma del martirio en Urda (Toledo)

Beatos pasionistas de Daimiel mártires en Urda

por Victor in vínculis

Los beatos Pedro Largo, presbítero, Félix Ugalde, religioso estudiante y Pedro Solana, hermano coadjutor, forman parte del grupo de veintiséis religiosos pasionistas de la comunidad de Daimiel (Ciudad Real), que recibieron la palma del martirio al comienzo de la persecución religiosa de 1936.

La mayor parte eran estudiantes que se preparaban para el sacerdocio. Arrojados violentamente de su convento, murieron en cinco grupos y en fechas y lugares distintos, Pedro Largo, Félix Ugalde y Pedro Solana fueron inmolados, al amanecer del día 25 de Julio en el pueblo toledano de Urda.



 
Los mártires pasionistas

La noche del 21 al 22 de julio de 1936, el convento pasionista de Daimiel, (Ciudad Real), descansaba en la más profunda calma. La oscuridad era como un manto protector, que envolvía la casa e iglesia del Santo Cristo de la Luz. Parecía como si nadie pudiera perturbar ese ambiente de paz y de silencio.

Serían las once y media de la noche. El sonido metálico de la campana de la puerta vino a romper inesperadamente y con insistencia este silencio claustral de la media noche estrenada. Era un sonar agitado y nervioso, que hizo saltar del lecho en que dormía tranquilamente al hermano portero de la comunidad. ¿Quién sería a tan altas horas de la noche? ¿Qué estaría sucediendo?

El buen hermano Pablo María destacaba precisamente por su tranquilidad y su paz. Sin embargo, al oír ese sonar fuerte e insistente de la campaña a horas tan intempestivas, no pudo menos de asustarse y quedar desconcertado y sin saber qué hacer. ¿Acudiría a la puerta? ¿Esperaría un poco más a ver lo que pasaba? De ir, ¿lo haría solo?, ¿o despertaría a algún otro religioso para que le  acompañase?

Pronto recobra la calma y, con gran valentía y serenidad, decide ir solo. ¿Cuál no sería su sorpresa... y miedo, al abrir la puerta y encontrarse allí nada menos que con una multitud de hombres fuertemente armados, envueltos en la oscuridad? Con ademanes amenazadores y sin más dilación, éstos mandan al hermano que se desaloje inmediatamente el convento.

"Getsemaní, éste es nuestro Getsemaní... "

Pasos silenciosos, sombras y siluetas moviéndose a lo largo del corredor en penumbra. Cada noche, algo más tarde, solían levantarse para cantar las alabanzas del Señor en el coro. Ahora, estos hombres de Dios querían coronar el canto de alabanza de sus vidas con el "amén" festivo de su fidelidad a Cristo.

Entraron en la iglesia. Delante del altar les estaba ya esperando el provincial, el P. Nicéforo, cuya mirada suave y cariñosa se iba posando sobre cada uno de esos religiosos, en su mayor parte tan jóvenes.

Ya en el presbiterio y de rodillas ante el altar, el Padre les dirigió unas palabras que no parecían de él, sino inspiradas directamente por el Espíritu de Dios. Los pocos que lograron sobrevivir, después de la tragedia de la guerra, todavía las recordaban textualmente. De tal manera se les habían grabado en la memoria y en el corazón:
Getsemaní: -les dijo con la mayor emoción-, éste es nuestro Getsemaní. Conturbada ante la fatídica perspectiva del Calvario, como la de Jesucristo, también nuestra naturaleza, en su parte débil, en su parte flaca, desfallece, se acobarda... Pero Jesús está con nosotros. Yo os voy a dar al que es la fortaleza de los débiles... A Jesús le confortó un ángel, a nosotros es el mismo Jesús el que nos conforta y nos sostiene... Dentro de pocos momentos, estaremos con Cristo... Moradores del Calvario, ¡ánimo!, ¡a morir por Cristo! A mí me toca animaros y yo mismo me estimulo con vuestro ejemplo.”
 
A continuación, el P. Nicéforo dio a todos la absolución general y él mismo la recibió del P. Germán, el superior de la comunidad. Luego, se revistió el roquete y la estola y dio a cada religioso la sagrada comunión. De esta comunión escribiría, años más tarde, uno de los supervivientes: “¡Qué comunión aquella tan fervorosa!”

Después de unos momentos de acción de gracias, el P. Provincial animó todavía a sus religiosos al  martirio, recordándoles que ahora debían probar con su vida que eran seguidores de Cristo Crucificado, que eran ¡pasionistas!

Con solemnidad y misterio, desde el altar el Padre se dirigió a las puertas de la iglesia, acompañado de sus religiosos. Las abrió de par en par. Fuera y envueltos en la oscuridad de la noche, le esperaban unos doscientos milicianos fuertemente armados y apiñados hacia la entrada. Entonces uno de ellos, destacándose de los demás y con el arma en la mano, se dirigió a los religiosos y les exigió, amenazador, que abandonasen el convento y la iglesia.

El P. Nicéforo le contestó sencillamente:

“-Si quieren matarnos, háganlo aquí, en la iglesia”.

El miliciano no había contado con esta actitud tan pacífica y valiente. No poco confuso, se dirigió todavía al P. Nicéforo con estas palabras:

“-¿Quién ha dicho que queremos mataros? Lo que queremos es que os vayáis de aquí”.

Escoltados como si fueran malhechores, los religiosos pasionistas salieron de la iglesia y se internaron en la oscuridad y en lo desconocido. Ninguno intentó huir ante la muerte. Todos permanecieron fieles al Señor. Después de haber recibido la eucaristía y de la oración, los Pasionistas de Daimiel, a ejemplo de Jesús y de los primeros mártires de la Iglesia, se sintieron ya fuertes y preparados para enfrentarse con su pasión y beber hasta las heces el cáliz que el Padre celestial les preparaba.

Pero, ¿adónde los llevaría ahora su camino, en medio de la oscuridad, tan avanzada la noche y rodeados de enemigos?
 
Camino del cementerio

Primero se les dio orden de dirigirse hacia la estación. Algunos pensaron que allí les dejarían tomar el tren y alejarse. ¡Vana ilusión! La comitiva cambió pronto de rumbo y tomó otra dirección, esta vez la del cementerio cercano. Todos estaban convencidos de que allí serían fusilados.

En filas de dos en dos, escoltados por hombres armados, caminaban envueltos en la oscuridad de la noche. ¡Silencio! Pero cuanto mayor era el silencio, tanto más vivo se hacía en ellos el mundo de sus pensamientos. En aquellos momentos y en la oscuridad de la noche, no podían ser más siniestros. Uno de los cinco supervivientes describiría así, después de terminada la guerra, los sentimientos que les embargaban en aquellos trágicos momentos: “Nuestra excitada fantasía veía ya cavada la tumba. ¿Nos enterrarían vivos?, ¿o muertos? La muerte nos causaba espanto, pero el pensamiento de que nos enterrasen vivos era todavía mucho más terrible”.
Pero no, al llegar al cementerio, los hombres del "frente popular" les dejaron en libertad con la orden de seguir adelante y de no dejarse ver más por Daimiel y sus cercanías. De no hacerlo así, su vida correría el mayor peligro.

Después de haber visto tan de cerca la muerte, los religiosos dieron un profundo respiro y tuvieron una gran sensación de alivio. Al llegar a la bifurcación de la carretera de Ciudad Real a Bolaños, se detuvieron para deliberar. Como no era posible que treinta y un hombres juntos pasaran desapercibidos las líneas del frente rojo, decidieron dividirse en grupos. El superior repartió el poco dinero de que disponían y los grupos se despidieron tomando diferentes caminos. Si todo salía bien, se encontrarían de nuevo en Madrid; en caso contrario..., en el cielo.

Con palabras consoladoras, con la mayor emoción se abrazaron fuertemente y se despidieron como para un largo viaje, muy probablemente hasta la eternidad, como así les sucedió a todos menos a cinco de esos religiosos.

Aunque dejados en libertad, los religiosos eran seguidos por el "frente popular", que iba informando de sus posibles itinerarios hacia la capital de España, a veces con consignas como ésta: “Van a pasar por ahí los pasionistas de Daimiel. ¡Carne fresca! No la dejéis escapar...”
 
Los primeros mártires

Al día siguiente, 23 de julio de 1936, serían ya fusilados en la cercana población de Manzanares (Ciudad Real) los primeros mártires. Cinco, entre ellos el P. Nicéforo, murieron allí, otros siete podrían todavía  sobrevivir, pero, tres meses más tarde y después de mucho sufrimiento por las heridas de ese fusilamiento, morirían también fusilados de nuevo. Todos los demás, en distintos lugares y en diferentes fechas, morirían igualmente fusilados en Carabanchel Bajo (Madrid), en Carrión de Calatrava (Ciudad Real) y en Urda (Toledo).

Todos murieron perdonando, como lo hizo Jesús en la cruz. “Si alguno nos saca para fusilarnos, diría el P. Juan Pedro, os pedimos que a nadie tengáis odio ni rencor por mal que nos hagan”.

Testigos presenciales cuentan también que el P. Nicéforo, después de haber sido fusilado y ya próximo a morir, levantó sus ojos al cielo, volvió su rostro hacia sus asesinos y les ofreció una sonrisa, lo que les desconcertó hasta el punto de que uno de ellos, todavía más enfurecido, le recriminó: “Cómo, ¿todavía sonríes?” Y le disparó a bocajarro otro tiro, que acabó con su vida acá en la tierra.



Los 26 religiosos pasionistas del convento del Santo Cristo de la Luz, Daimiel, que dieron su vida  por su fidelidad a Cristo y a la Iglesia son:
  1. Nicéforo Díez Tejerina, superior provincial y que había sufrido ya persecución y destierro en México
  2. Germán Pérez Jiménez, superior de la comunidad
  3. Juan Pedro Bengoa Aranguren, que había sufrido también persecución por la fe en México
  4. Felipe Valcobado Granado
  5. Ildefonso García Nozal,
  6. Pedro Largo Redondo
  7. Justiniano Cuesta Redondo, todos ellos sacerdotes.
  8. Pablo María Leoz Portillo
  9. Benito Solano Ruiz,
  10. Anacario Benito Lozal
  11. Felipe Ruiz Fraile, todos ellos hermanos coadjutores.
  12. Eufrasio de Celis Santos
  13. Maurilio Macho Rodríguez
  14. Tomás Cuartero Gascón
  15. José María Cuartero Gascón
  16. José Estalayo García
  17. José Osés Sáinz
  18. Julio Mediavilla Concejero
  19. Félix Ugalde Ururzun
  20. José María Ruiz Martínez
  21. Fulgencio Calvo Sánchez
  22. Honorino Carracedo Ramos
  23. Laurino Proaño Cuesta
  24. Epifanio Sierra Conde
  25. Abilio Ramos Ramos
  26. Zacarías Fernández Crespo, todos ellos estudiantes de filosofía que, después del noviciado, se estaban preparando para el sacerdocio.
Pero los vencidos habían sido los vencedores. Según confesaron más tarde los mismos asesinos, el P. Juan Pedro y el Hno. Pablo María murieron con el crucifijo en las manos y gritando: ¡Cristo Rey!

Otra cosa que llama la atención es el gran número de religiosos jóvenes. Dieciséis de estos Mártires Pasionistas de Daimiel estaban en edades comprendidas entre los 18 y los 21 años. Ojalá que su ejemplo despierte en nuestros días la conciencia y el entusiasmo de tantos jóvenes todavía indecisos y les lleve a orientar su vida hacia ideales altos y nobles, tal vez incluso a consagrarse como ellos a Dios en la vida religiosa o el sacerdocio.

Estos 26 mártires pasionistas de Daimiel fueron beatificados por san Juan Pablo II el 1 de  octubre de 1989. Sus reliquias se conservan y veneran en la cripta del convento pasionista de  Daimiel, convertido en casa de ejercicios y centro de espiritualidad. La fiesta litúrgica se celebra  el día 24 de julio.
 
 
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