Lunes, 25 de noviembre de 2024

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¿Le va mejor a los malos?

¿Le va mejor a los malos?

por Duc in altum!

Como parte del Antiguo Testamento y de la liturgia, nos encontramos con el salmo 73 en el que el salmista -presa del desánimo- lamenta sus problemas a pesar de lo justo que ha sido y la envidia que casi le provoca ver lo bien que les va a los injustos. Muchas veces, al igual que el autor, podemos llegar a quedarnos en las apariencias y pensar que verdaderamente hacer el mal vale más que apostar por el camino que nos propone la fe de un modo concreto, puntual. Creerlo sería tanto como afirmar que la felicidad depende del pecado y esto constituye una herejía, porque Dios nos ha creado para ser felices, pero desde la perspectiva del Evangelio. Entonces, ¿por qué se persigue a los buenos y se aplaude a los malos? Simple y sencillamente, porque el mal trae éxitos momentáneos, fáciles y ayudados por la corrupción, pero así como llegan se desvanecen; es decir, todo resulta aparente para el que decide tomar la salida fácil, mientras que el progreso de aquel que hace las cosas bien, queda construido sobre roca. Cuesta y exige mucho más, pero a la larga es lo único que permanece en contraposición con lo que le sucede al que destruye en lugar de construir. Por ejemplo, quizá un defraudador nunca caiga en las manos de los tribunales; sin embargo, por muy libre que se sienta de sí mismo, se acercará a la muerte sin paz, cosa que no le sucederá al justo. El mal -pecado, demonios e infierno- es mucho más atractivo que el bien porque trae incluido un disfraz, pero si escarbáramos su opción con mayor profundidad nos daríamos cuenta que no hay sino una mentira que hace daño, mientras que el bien -Dios, gracia y cielo- resulta exigente, pero cierto de forma y fondo; es decir, marcado y definido por la verdad. Quien quiera vivir en el engaño, en lo aparente, puede optar por la injusticia, pero nunca será feliz, porque para que la felicidad sea auténtica y duradera necesita de la pureza de acción e intención. El mal es como un pastel muy bien elaborado que impresiona más a la vista que al gusto, porque al probarlo descubrimos que está viejo, pasado. Aparentemente la tienen más fácil los malos, aquellos de vida extraviada, pero en la realidad aplica lo que dicen las Bienaventuranzas, revindicando el papel de los que sufren por una buena causa y no es que debamos perder el sueño o llorar todo el día, pero sí tener claro que seguir a Jesús tiene un precio, porque en lugar de ajustarnos a las estructuras de pecado, comenzamos a buscar otros caminos que tengan que ver con la paz y la justicia.

Es mentira que los malos terminen mejor que los buenos, aunque también hay que subrayar que un buen cristiano sigue a Dios únicamente por amor; es decir, más allá del dualismo entre el bien y el mal, porque aunque hay que distinguir moralmente entre uno y otro camino para no caer en el relativismo, la fe es una experiencia personal y eclesial. Recordemos las palabras del famoso soneto a Cristo crucificado que tradicionalmente se le ha atribuido a Santa Teresa de Ávila: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte”. Todavía hay quienes piensan que la fe les va a quitar su realización personal; sin embargo, conviene recordar las palabras del Papa emérito Benedicto XVI: “¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”[1]. Ese sentido y horizonte para vivir vale cualquier prueba, porque lleva al amor definitivo, aquel que va más allá del tiempo, porque es eterno y nos hace participar de la eternidad de Dios, quien no es algo, sino alguien.

Como decía San Alberto Hurtado S.J.: “Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien”. De ahí la necesidad de tener las cosas en claro y no dejarnos desanimar por las circunstancias. Siempre vale la pena -y la vida- empeñarnos en practicar la fe que Jesús nos dio a conocer.         

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[1] Fragmento de la homilía del Papa Benedicto XVI, 24 de abril de 2005, Plaza de San Pedro. 

 
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