María Blanchard (y 2)
Ya en ambiente familiar, se sintió aliviada los primeros días. Hasta que pronto descubrió lo que desde entonces la sumió en amargo desencanto y preocupación honda.
De sobremesa, quizá después de apurar algún vaso más de vino que de ordinario, se felicitaba esa tarde el pobre Blanchard (su hermano) de haber roto con la tradición supersticiosa de sus abuelos. Ahora eran libres. ¡Muera el fanatismo que los tuvo engañados! Sus hijos sí que se criaban afortunados, sin que el bautismo de la Iglesia Católica los hubiera señalado con tan humillante esclavitud.
El alma delicadísima de María se estremeció de dolor. Pero tuvo pleno dominio para aparentar serenidad, mientras fijaba una mirada honda en los niños inocentes, combinando rápida el plan salvador.
No muy lejos de allí se ocultaba un sacerdote muy celoso. María había entablado ya contacto con él. Ahora le visitó más intencionadamente.
Desde entonces, una y otra vez, jugando María con sus sobrinos, los fue llevando por el campo, acercándose siempre al refugio del Padre, hasta que, el día combinado, se celebró allí la reunión prefijada.
Los niños oyeron con enorme atención cuanto el sacerdote les fue exponiendo con palabras claras, con ideas que se acomodaban muy bien a sus cortos años. Comprendieron la importancia del acto. Prometieron guardar secreto absoluto -y lo hicieron con tesón sorprendente-, y sobre sus cabecitas, alegremente inclinadas, cayó el agua del bautismo, empapando sus almas de gracia.
María no cabía en sí de gozo. Sólo por aquel acto hubiera dado su vida.
Ya no tardó en regresar a Burdeos para convivir en lo posible con sus hermanas en religión. Para ello solicitó en casa de la señora Dubergier una colocación como doncella.
¡Qué buena era la señora Dubergier con las religiosas de la Compañía de María! Por ayudarlas, por socorrerlas, por llevarles un consuelo a sus diversos refugios, era capaz de los mayores sacrificios.
Ya en aquella casa, María encontró de nuevo cauce a su fervor. Precisamente se alojaban allí tres sacerdotes, y uno de ellos, Gabriel Morel, halló en María el enlace de que anteriormente se había valido el P. Brown.
Vasos y ornamentos sagrados para que el santo sacrificio pudiera celebrarse en diferentes lugares, avisos y cartas para los fieles, todo encontraba cabida en el cesto de legumbres o el hatillo de ropa recién lavada que llevaba sobre su cabeza.
-¡A la guillotina, a la guillotina! ¡Que termine su misa en la guillotina!, vociferaba, frente a una casa recién registrada, un cabecilla de grupo, al tiempo que María pasaba por allí.
Iban saliendo apresados los vecinos de toda la localidad. Entre ellos, el anciano sacerdote al que habían descubierto celebrando la misa.
La angustia de María fue enorme. ¿Qué hacer? Ella nada podía.
Maquinalmente, se metió, mezclada entre la chusma, por las habitaciones ya medio saqueadas. Fue subiendo, subiendo. No sabía dónde iba. Como si un secreto imán la atrajera. Llegó a la buhardilla. Revisó en torno como si alguien la llamara. Descubrió una alacena disimulada. La abrió. Y allí, oculto en el fondo, encontró un copón. Lo abrió, temblando. Estaba lleno de sagradas formas.
Cayó al punto de rodillas, llorando de emoción. Dudó unos instantes, pero el respeto paralizó sus manos. Y rápida, sin pensarlo más, cerró la alacena, cogió la llave, disimuló el escondite y corrió hasta la casa de su señora.
Los sacerdotes la reprendieron. ¿Cómo había hecho eso? ¿Cómo había abandonado en esas circunstancias el sacramento?
Se precipitó escaleras abajo. Esta vez con el arrojo que le infundía no solamente el permiso, sino la orden expresa de los ministros de Dios. Y como si los ángeles le fueran quitando todo obstáculo, se vio de nuevo ante la alacena. Envolvió en su chal la suavísima carga y regresó en transportes de amor, estrechando fuerte el copón contra su pecho.
El altar aguardaba preparado, con luces, con flores. Los tres sacerdotes y la señora Dubergier, en actitud reverente, emocionada. María depositó ante los manteles el copón. Pero tan fuerte había sido su impresión durante aquellos minutos intensamente vividos, que cayó desvanecida.
La oración cotidiana de María Blanchard ante el sagrario de su escondite era pedir a Jesucristo el verse de nuevo en el convento. Volver a vestir el santo hábito. Convivir en comunidad con sus hermanas.
Poitiers fue el primer convento que restauró el Instituto, al declinar la Revolución. Y allí marchó Hermana María, y allí la recibieron con acogida fraterna, edificando a Poitiers con su humildad y su caridad tan serviciales hasta el año 1823.
Y cuando la gran restauradora reverenda M. Teresa Couret du Terrail abrió la Casa de Burdeos, esta Comunidad reclamó a hermana Blanchard como a tesoro de virtud que le correspondía.
En Burdeos continuó siendo la Hermanita fervorosa, trabajadora, abnegada, alegre, humilde, caritativa, llena de espíritu sobrenatural, que va sembrando el bien por dondequiera que pasa.
Tenía ya setenta y seis años, en 1845, al alcanzar la plenitud dichosa de su vida, en el día feliz de su santa muerte.
Las puertas del Paraíso giraron ante sus ojos, cerrados ya a la tierra. Dos rostros conocidos, divinamente hermosos, asomaban tras ellas. En tanto que su abrazo con Jesucristo la sumía en las delicias de la beatitud eterna.
¿No recordó entonces María aquel otro abrazo estrecho y largo de los dos, en una tarde maravillosa, por las callejas de Burdeos?
De sobremesa, quizá después de apurar algún vaso más de vino que de ordinario, se felicitaba esa tarde el pobre Blanchard (su hermano) de haber roto con la tradición supersticiosa de sus abuelos. Ahora eran libres. ¡Muera el fanatismo que los tuvo engañados! Sus hijos sí que se criaban afortunados, sin que el bautismo de la Iglesia Católica los hubiera señalado con tan humillante esclavitud.
El alma delicadísima de María se estremeció de dolor. Pero tuvo pleno dominio para aparentar serenidad, mientras fijaba una mirada honda en los niños inocentes, combinando rápida el plan salvador.
No muy lejos de allí se ocultaba un sacerdote muy celoso. María había entablado ya contacto con él. Ahora le visitó más intencionadamente.
Desde entonces, una y otra vez, jugando María con sus sobrinos, los fue llevando por el campo, acercándose siempre al refugio del Padre, hasta que, el día combinado, se celebró allí la reunión prefijada.
Los niños oyeron con enorme atención cuanto el sacerdote les fue exponiendo con palabras claras, con ideas que se acomodaban muy bien a sus cortos años. Comprendieron la importancia del acto. Prometieron guardar secreto absoluto -y lo hicieron con tesón sorprendente-, y sobre sus cabecitas, alegremente inclinadas, cayó el agua del bautismo, empapando sus almas de gracia.
María no cabía en sí de gozo. Sólo por aquel acto hubiera dado su vida.
Ya no tardó en regresar a Burdeos para convivir en lo posible con sus hermanas en religión. Para ello solicitó en casa de la señora Dubergier una colocación como doncella.
¡Qué buena era la señora Dubergier con las religiosas de la Compañía de María! Por ayudarlas, por socorrerlas, por llevarles un consuelo a sus diversos refugios, era capaz de los mayores sacrificios.
Ya en aquella casa, María encontró de nuevo cauce a su fervor. Precisamente se alojaban allí tres sacerdotes, y uno de ellos, Gabriel Morel, halló en María el enlace de que anteriormente se había valido el P. Brown.
Vasos y ornamentos sagrados para que el santo sacrificio pudiera celebrarse en diferentes lugares, avisos y cartas para los fieles, todo encontraba cabida en el cesto de legumbres o el hatillo de ropa recién lavada que llevaba sobre su cabeza.
-¡A la guillotina, a la guillotina! ¡Que termine su misa en la guillotina!, vociferaba, frente a una casa recién registrada, un cabecilla de grupo, al tiempo que María pasaba por allí.
Iban saliendo apresados los vecinos de toda la localidad. Entre ellos, el anciano sacerdote al que habían descubierto celebrando la misa.
La angustia de María fue enorme. ¿Qué hacer? Ella nada podía.
Maquinalmente, se metió, mezclada entre la chusma, por las habitaciones ya medio saqueadas. Fue subiendo, subiendo. No sabía dónde iba. Como si un secreto imán la atrajera. Llegó a la buhardilla. Revisó en torno como si alguien la llamara. Descubrió una alacena disimulada. La abrió. Y allí, oculto en el fondo, encontró un copón. Lo abrió, temblando. Estaba lleno de sagradas formas.
Cayó al punto de rodillas, llorando de emoción. Dudó unos instantes, pero el respeto paralizó sus manos. Y rápida, sin pensarlo más, cerró la alacena, cogió la llave, disimuló el escondite y corrió hasta la casa de su señora.
Los sacerdotes la reprendieron. ¿Cómo había hecho eso? ¿Cómo había abandonado en esas circunstancias el sacramento?
Se precipitó escaleras abajo. Esta vez con el arrojo que le infundía no solamente el permiso, sino la orden expresa de los ministros de Dios. Y como si los ángeles le fueran quitando todo obstáculo, se vio de nuevo ante la alacena. Envolvió en su chal la suavísima carga y regresó en transportes de amor, estrechando fuerte el copón contra su pecho.
El altar aguardaba preparado, con luces, con flores. Los tres sacerdotes y la señora Dubergier, en actitud reverente, emocionada. María depositó ante los manteles el copón. Pero tan fuerte había sido su impresión durante aquellos minutos intensamente vividos, que cayó desvanecida.
La oración cotidiana de María Blanchard ante el sagrario de su escondite era pedir a Jesucristo el verse de nuevo en el convento. Volver a vestir el santo hábito. Convivir en comunidad con sus hermanas.
Poitiers fue el primer convento que restauró el Instituto, al declinar la Revolución. Y allí marchó Hermana María, y allí la recibieron con acogida fraterna, edificando a Poitiers con su humildad y su caridad tan serviciales hasta el año 1823.
Y cuando la gran restauradora reverenda M. Teresa Couret du Terrail abrió la Casa de Burdeos, esta Comunidad reclamó a hermana Blanchard como a tesoro de virtud que le correspondía.
En Burdeos continuó siendo la Hermanita fervorosa, trabajadora, abnegada, alegre, humilde, caritativa, llena de espíritu sobrenatural, que va sembrando el bien por dondequiera que pasa.
Tenía ya setenta y seis años, en 1845, al alcanzar la plenitud dichosa de su vida, en el día feliz de su santa muerte.
Las puertas del Paraíso giraron ante sus ojos, cerrados ya a la tierra. Dos rostros conocidos, divinamente hermosos, asomaban tras ellas. En tanto que su abrazo con Jesucristo la sumía en las delicias de la beatitud eterna.
¿No recordó entonces María aquel otro abrazo estrecho y largo de los dos, en una tarde maravillosa, por las callejas de Burdeos?
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