Sierva de Dios María Dubert (1)
Empezábamos esta serie con el relato del “martirio y la invención” del cuerpo incorrupto de Santa Juana de Lestonnac, en los días de la Revolución Francesa. Termino con este texto que escribió la religiosa María del Carmen Viguri Elcoro, de la Orden de Nuestra Señora, famosa por la biografía de la Santa fundadora que se titula Enclaustrada y misionera.
Este artículo apareció publicado en el nº 19 de Lestonnac, (julio-agosto-septiembre de 1961), revista trimestral ilustrada, que se publicaba para los Colegios de la Compañía de María. La pluma de Madre Viguiri es excelente.
La sierva de Dios María Dubert pertenece a un grupo de mártires, cuyo proceso se instruyó en la diócesis de Bordeaux entre 19251931. Se trata de la sierva de Dios María Gimet y 35 compañeros. La página avisa de que parece que están paralizados:
http://saintsdefrance.canalblog.com/archives/2012/10/20/25379431.html
María Dubert
El sexto batallón de las fuerzas revolucionarias se detuvo ante la prisión de Las Huérfanas, en la calle de Santa Eulalia. Once mujeres y un hombre, con las cabezas inclinadas, se detuvieron también, entre las dos filas del piquete.
Ya estaba allí el carcelero, de mirada feroz y sonrisa burlona, agitando en sus manos el grueso manojo de llaves. Los prisioneros desfilaron lentamente, y la pesada puerta exterior se cerró tras ellos.
Quedó en la calle la muchedumbre de curiosos, haciendo cábalas y componiendo mil historias, en tanto que en la penumbra de la prisión, al separarse para ocupar sus celdas respectivas, los 12 prisioneros se decían con la mirada, llena de paz celestial:
-Lo hemos prometido. Moriremos por Cristo. Y ninguno revelará el secreto.
Eran los días sangrientos de la Revolución francesa. Hacía ya tres años que el Estado se incautó de los bienes eclesiásticos y suprimió los votos religiosos. El tristemente célebre Treilhard, miembro del Comité Eclesiástico que nombró la Revolución, elaboró aquella ley de 17 artículos autorizando a los religiosos para abandonar sus claustros, asegurándoles una pensión anual de 700 a 1.000 libras desde los cincuenta a los setenta años de edad. Y no reparó en promesas, súplicas ni amenazas para realizar su proyecto.
Cuando logró que otros 15 personajes engrosaran el Comité que él dirigía -entre ellos, un benedictino y tres futuros obispos constitucionales-, consiguió también que se consagrase legalmente la apostasía y quedara abierta la era de la presunción.
Corría la segunda mitad del año 1790. En Burdeos, en el convento de la Compañía de María -calle del Hâ-, la superiora, Madre Peyferié, revelaba una vez más sus dotes de gobierno, su notable prudencia, su fortaleza invencible. A su contacto renacía el valor de las más pusilánimes. La vida de las monjas continuó en el monasterio sin interrupción, sin alteraciones.
El mes de noviembre la municipalidad le exigió urgentemente la relación del nombre y edad de todos los miembros de la Comunidad. Se hacía temer algún disgusto serio. Los días de espera, ¡qué largos y angustiosos resultaban en aquella atmósfera densa de terror!
Al fin, el 16 de diciembre, la campana del torno, en brusco repicar, anunció la visita del administrador y del comisario del distrito. Necesitaban hablar con la ciudadana Peyferié.
-Nuestros sensibles legisladores no quieren víctimas -fue el preámbulo del ampuloso discursito que llevaban preparado y que recitaron en tono mayor-. Desde este momento vuestras religiosas son libres ciudadanas, y pueden gozar de esa libertad que hoy tienen oprimida. Que vayan pasando ante nosotros todas, una por una y a solas.
Y el interrogatorio comenzó por la propia superiora.
-¿Cuál es tu nombre y apellidos, tu edad y tu cargo en esta casa?
-Me llamo Angélica Peyferié. Tengo setenta y dos años, y soy la superiora.
-¿Quieres beneficiarte con las leyes de la Asamblea Nacional y dejar el monasterio?
-No. Yo quiero vivir y morir en mi clausura.
El secretario anotó en el registro la declaración e hizo firmar a la Madre.
A los pocos minutos se perfilaba en la puerta del locutorio una anciana de ochenta y cuatro años, la más antigua en la casa, M. María Teresa Viault. No temblaba. Al contrario. Su serenidad desconcertó a los “libertadores”. Mantuvo ante ellos idéntica postura que su Madre.
Y así una y otra, las 31 religiosas que formaban la Comunidad y las tres hermanas torneras.
La sexta en la lista era la M. María Dubert. Tenía sesenta y dos años. Formaba parte del Consejo como segunda consultora. En la luz de sus ojos, muy azules, parecía reflejarse la proximidad del paraíso.
(Fotograma de la película Diálogo de carmelitas (1960). Las religiosas sufren el acoso de las autoridades, de modo similiar al narrado en el artículo).
El secretario escribió al terminar el interrogatorio: “María Dubert, de edad de sesenta y dos años, ha declarado lo mismo que las anteriores y ha firmado”.
De muy mal humor dejaron el locutorio los dignos representantes de los sensibles legisladores, burlados en sus afanes de patrocinar a las víctimas oprimidas por la tiranía religiosa. ¡Peor para ellas! ¡Bien pronto se tendrían que arrepentir!
Sin embargo, pasaron diez meses todavía hasta la expulsión, y en ellos el martirio moral se agudizaba por días, sobre todo desde el 6 de febrero, fecha amarga más que ninguna en la calle del Hâ. ¿Era posible lo que estaban oyendo?
Sonaban las trompetas del ayuntamiento anunciando un acto muy solemne. Todo Burdeos, el Burdeos que vivía contagiado por la locura de la revolución, se agitaba en manifestaciones bullangueras. Los oficiales municipales y los notables se dirigían a la iglesia parroquial de Santa Eulalia, a la que pertenecían nuestras Madres, para asistir a la misa solemne y recibir, de una porción de eclesiásticos, el juramento a la Constitución, formalmente condenada por la Iglesia.
Nombres, varios de ellos, demasiado conocidos por las religiosas de Nuestra Señora: el prior de los Agustinos, profesor de Teología en la Universidad de Burdeos; el P. Constant, dominico; una gran lista de profesores del Colegio Real de la Guyenne…
La consternación de la Comunidad fue inmensa.
Al terminarse la ceremonia, no faltó quien se llegara al locutorio para contar, en gran reserva, cuanto había sucedido. Dominique Lacombe, uno de los profesores que prestó su juramento, había aprovechado el momento para exaltar sus teorías, completamente opuestas a la doctrina de la Iglesia, amenazando a las comunidades refractarias, y muy en especial a las Hijas de Nuestra Señora.
Imposible condensar en tan poco espacio las requisas, los inventarios, los malos ratos que se siguieron.
Todas compartían una preocupación. Era preciso salvar el cadáver de la Santa Madre antes de que cayera en manos de los sectarios. Sin embargo, toda prudencia era poca. Por eso la M. Peyferié prefirió hacerlo, sin que lo supieran nada más que otras cuatro de sus hijas, una noche, combinada con cierto amigo incondicional de la casa. Y encerrado en el estuche de un clavicordio, salió del convento el venerado tesoro, sin que sospecharan los dos obreros que cargaron con él lo que podía contener aquella caja voluminosa de no ser su clavicordio.
Y por fin, la tarde del 1 de octubre de 1792, la exclaustración…, despojadas del hábito, con un pequeño hatillo bajo el brazo por toda impedimenta, sin que nada más pudiera salvar, sin tener valor para dar un último adiós con la mirada a la cuna misma de su Instituto.
Tenían que ir a sus casas o refugiarse o esconderse donde pudieran. Todas habían prometido, en su despedida al Tabernáculo, ser fieles hasta morir a sus votos, a su total consagración a Jesucristo. Y agruparse, si podían, para sostenerse mejor.
La Madre María Dubert se abandonó a la Providencia. Ella era de Burdeos, de familia humilde, hija de un panadero, y no podía pensar en hacerse gravosa a los suyos. Cuando a los veinte años entró de religiosa, el célebre presidente Basterot le había facilitado la dote en forma de pensión perpetua para el monasterio que la acogió. ¿Y entre sus amistades, entres sus bienhechores? No. Prefería no comprometer a nadie.
Este artículo apareció publicado en el nº 19 de Lestonnac, (julio-agosto-septiembre de 1961), revista trimestral ilustrada, que se publicaba para los Colegios de la Compañía de María. La pluma de Madre Viguiri es excelente.
La sierva de Dios María Dubert pertenece a un grupo de mártires, cuyo proceso se instruyó en la diócesis de Bordeaux entre 19251931. Se trata de la sierva de Dios María Gimet y 35 compañeros. La página avisa de que parece que están paralizados:
http://saintsdefrance.canalblog.com/archives/2012/10/20/25379431.html
María Dubert
El sexto batallón de las fuerzas revolucionarias se detuvo ante la prisión de Las Huérfanas, en la calle de Santa Eulalia. Once mujeres y un hombre, con las cabezas inclinadas, se detuvieron también, entre las dos filas del piquete.
Ya estaba allí el carcelero, de mirada feroz y sonrisa burlona, agitando en sus manos el grueso manojo de llaves. Los prisioneros desfilaron lentamente, y la pesada puerta exterior se cerró tras ellos.
Quedó en la calle la muchedumbre de curiosos, haciendo cábalas y componiendo mil historias, en tanto que en la penumbra de la prisión, al separarse para ocupar sus celdas respectivas, los 12 prisioneros se decían con la mirada, llena de paz celestial:
-Lo hemos prometido. Moriremos por Cristo. Y ninguno revelará el secreto.
Eran los días sangrientos de la Revolución francesa. Hacía ya tres años que el Estado se incautó de los bienes eclesiásticos y suprimió los votos religiosos. El tristemente célebre Treilhard, miembro del Comité Eclesiástico que nombró la Revolución, elaboró aquella ley de 17 artículos autorizando a los religiosos para abandonar sus claustros, asegurándoles una pensión anual de 700 a 1.000 libras desde los cincuenta a los setenta años de edad. Y no reparó en promesas, súplicas ni amenazas para realizar su proyecto.
Cuando logró que otros 15 personajes engrosaran el Comité que él dirigía -entre ellos, un benedictino y tres futuros obispos constitucionales-, consiguió también que se consagrase legalmente la apostasía y quedara abierta la era de la presunción.
Corría la segunda mitad del año 1790. En Burdeos, en el convento de la Compañía de María -calle del Hâ-, la superiora, Madre Peyferié, revelaba una vez más sus dotes de gobierno, su notable prudencia, su fortaleza invencible. A su contacto renacía el valor de las más pusilánimes. La vida de las monjas continuó en el monasterio sin interrupción, sin alteraciones.
El mes de noviembre la municipalidad le exigió urgentemente la relación del nombre y edad de todos los miembros de la Comunidad. Se hacía temer algún disgusto serio. Los días de espera, ¡qué largos y angustiosos resultaban en aquella atmósfera densa de terror!
Al fin, el 16 de diciembre, la campana del torno, en brusco repicar, anunció la visita del administrador y del comisario del distrito. Necesitaban hablar con la ciudadana Peyferié.
-Nuestros sensibles legisladores no quieren víctimas -fue el preámbulo del ampuloso discursito que llevaban preparado y que recitaron en tono mayor-. Desde este momento vuestras religiosas son libres ciudadanas, y pueden gozar de esa libertad que hoy tienen oprimida. Que vayan pasando ante nosotros todas, una por una y a solas.
Y el interrogatorio comenzó por la propia superiora.
-¿Cuál es tu nombre y apellidos, tu edad y tu cargo en esta casa?
-Me llamo Angélica Peyferié. Tengo setenta y dos años, y soy la superiora.
-¿Quieres beneficiarte con las leyes de la Asamblea Nacional y dejar el monasterio?
-No. Yo quiero vivir y morir en mi clausura.
El secretario anotó en el registro la declaración e hizo firmar a la Madre.
A los pocos minutos se perfilaba en la puerta del locutorio una anciana de ochenta y cuatro años, la más antigua en la casa, M. María Teresa Viault. No temblaba. Al contrario. Su serenidad desconcertó a los “libertadores”. Mantuvo ante ellos idéntica postura que su Madre.
Y así una y otra, las 31 religiosas que formaban la Comunidad y las tres hermanas torneras.
La sexta en la lista era la M. María Dubert. Tenía sesenta y dos años. Formaba parte del Consejo como segunda consultora. En la luz de sus ojos, muy azules, parecía reflejarse la proximidad del paraíso.
(Fotograma de la película Diálogo de carmelitas (1960). Las religiosas sufren el acoso de las autoridades, de modo similiar al narrado en el artículo).
El secretario escribió al terminar el interrogatorio: “María Dubert, de edad de sesenta y dos años, ha declarado lo mismo que las anteriores y ha firmado”.
De muy mal humor dejaron el locutorio los dignos representantes de los sensibles legisladores, burlados en sus afanes de patrocinar a las víctimas oprimidas por la tiranía religiosa. ¡Peor para ellas! ¡Bien pronto se tendrían que arrepentir!
Sin embargo, pasaron diez meses todavía hasta la expulsión, y en ellos el martirio moral se agudizaba por días, sobre todo desde el 6 de febrero, fecha amarga más que ninguna en la calle del Hâ. ¿Era posible lo que estaban oyendo?
Sonaban las trompetas del ayuntamiento anunciando un acto muy solemne. Todo Burdeos, el Burdeos que vivía contagiado por la locura de la revolución, se agitaba en manifestaciones bullangueras. Los oficiales municipales y los notables se dirigían a la iglesia parroquial de Santa Eulalia, a la que pertenecían nuestras Madres, para asistir a la misa solemne y recibir, de una porción de eclesiásticos, el juramento a la Constitución, formalmente condenada por la Iglesia.
Nombres, varios de ellos, demasiado conocidos por las religiosas de Nuestra Señora: el prior de los Agustinos, profesor de Teología en la Universidad de Burdeos; el P. Constant, dominico; una gran lista de profesores del Colegio Real de la Guyenne…
La consternación de la Comunidad fue inmensa.
Al terminarse la ceremonia, no faltó quien se llegara al locutorio para contar, en gran reserva, cuanto había sucedido. Dominique Lacombe, uno de los profesores que prestó su juramento, había aprovechado el momento para exaltar sus teorías, completamente opuestas a la doctrina de la Iglesia, amenazando a las comunidades refractarias, y muy en especial a las Hijas de Nuestra Señora.
Imposible condensar en tan poco espacio las requisas, los inventarios, los malos ratos que se siguieron.
Todas compartían una preocupación. Era preciso salvar el cadáver de la Santa Madre antes de que cayera en manos de los sectarios. Sin embargo, toda prudencia era poca. Por eso la M. Peyferié prefirió hacerlo, sin que lo supieran nada más que otras cuatro de sus hijas, una noche, combinada con cierto amigo incondicional de la casa. Y encerrado en el estuche de un clavicordio, salió del convento el venerado tesoro, sin que sospecharan los dos obreros que cargaron con él lo que podía contener aquella caja voluminosa de no ser su clavicordio.
Y por fin, la tarde del 1 de octubre de 1792, la exclaustración…, despojadas del hábito, con un pequeño hatillo bajo el brazo por toda impedimenta, sin que nada más pudiera salvar, sin tener valor para dar un último adiós con la mirada a la cuna misma de su Instituto.
Tenían que ir a sus casas o refugiarse o esconderse donde pudieran. Todas habían prometido, en su despedida al Tabernáculo, ser fieles hasta morir a sus votos, a su total consagración a Jesucristo. Y agruparse, si podían, para sostenerse mejor.
La Madre María Dubert se abandonó a la Providencia. Ella era de Burdeos, de familia humilde, hija de un panadero, y no podía pensar en hacerse gravosa a los suyos. Cuando a los veinte años entró de religiosa, el célebre presidente Basterot le había facilitado la dote en forma de pensión perpetua para el monasterio que la acogió. ¿Y entre sus amistades, entres sus bienhechores? No. Prefería no comprometer a nadie.
Comentarios