Domingo, 08 de septiembre de 2024

Religión en Libertad

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Fernando Huidobro, un santo en las trincheras (3)

por Victor in vínculis

1931-1936

Tras la llegada de la Segunda República, comenzaron los tiempos convulsos. Cuando no había pasado un mes de su proclamación, el 11 de mayo de 1931, Madrid ardió como una tea con el incendio, provocado y permitido, de iglesias y conventos[1]. Día por día amenazaba a los jesuitas españoles el decreto de disolución, que formaba parte del artículo 26 de la nueva Constitución republicana.

Cuando el hermano Huidobro comienza su segundo curso de Teología, el 13 de octubre, se aprueba el famoso artículo que condenaba al exilio por el cuarto voto[2] a los jesuitas.

En esa fecha, los jesuitas gestionaban en España ocho colegios de segunda enseñanza con casi cinco mil alumnos de pago. Los colegios eran: el de Chamartín, en Madrid; los de San José en Valencia, Villafranca de los Barros (Badajoz) y Valladolid; Orduña e Indauchu, en Bilbao; El Palo, en Málaga; y el de San Luis en el Puerto de Santa María (Cádiz).

Además, las escuelas superiores: la de Ingenieros y Operadores Industriales, la Universidad de Deusto, el Seminario Pontificio de Comillas, el Instituto Químico y Laboratorio de Biología de Sarriá (Barcelona), la Estación Meteorológica de Cartuja (Granada), el Observatorio astronómico del Ebro, en Tortosa (Tarragona)  y varias escuelas apostólicas y noviciados.

Nada de ello se tuvo en cuenta. El 23 de enero de 1932 se ordenaba consiguientemente su disolución, en un decreto redactado por el presidente del gobierno, Manuel Azaña, y por el ministro de justicia, Fernando de los Ríos, dando un plazo de diez días a sus componentes para abandonar la vida religiosa en común y someterse a la legislación.

El hermano Fernando parte en dirección a Bélgica. Allí continuará sus estudios, primero en Marneffe (Bélgica) y después en Valkenburg (Holanda). El 27 de agosto de 1933 fue ordenado sacerdote en Valkenburg por el obispo de Hiroshima (Japón), monseñor Johhanes Ross[3]. Al día siguiente, fiesta de la degollación de San Juan Bautista, celebró su primera misa.

Durante el curso 1933-1934, ya siendo sacerdote, hace su cuarto y último año de Teología. El verano de 1934 lo pasa en Berlín (Alemania) perfeccionando su alemán. Para la tercera probación fue destinado a Braga (Portugal). Finalmente el curso 1935-1936 regresó a Alemania, concretamente a Friburgo de Brisgovia.

El padre Huidobro era un alma ardiente y generosa, ávida para consagrarse totalmente al apostolado. Por dos veces se ofreció al general de la Compañía para una misión proyectada en Rusia. Aspiraba también a misionar en el Japón.

El 18 de julio de 1936 se encontraba en el colegio Pignatelli de Les Avins-en-Condroz (Bélgica). A los doce días de iniciados los sucesos en España, escribe al general una carta pidiéndole autorización para ejercitar su sagrado ministerio en nuestra patria.

La atención espiritual a los Ejércitos

Quintín Aldea y Eduardo Cárdenas publicaron el tomo décimo del famoso Manual de Historia de la Iglesia (Barcelona, 1987) de la editorial Herder[4].  Lleva por título La Iglesia del siglo XX en España, Portugal y América Latina y el capítulo quinto, dedicado a la guerra civil española, lo escribe el profesor de investigación del CSIC, Quintín Aldea Vaquero.

El autor afirma al referirse a los sacerdotes que trabajaron en el frente durante los días de la guerra civil:

«Suprimido el clero castrense por la República, una de las cosas más urgentes que convenía reorganizar en un estado de guerra, era la atención espiritual a los ejércitos. Al principio desempeñaron esta función capellanes voluntarios por exigencias apostólicas y porque entonces no se pensaba que la guerra duraría tanto. Cuando se vio que el final del conflicto no era tan cercano como se esperaba, se comenzó a institucionalizar el clero castrense. Ésta era una diferencia esencial entre uno y otro bando. En la zona republicana no sólo estaba excluida oficialmente la asistencia espiritual a los combatientes, que con gusto hubiera asumido la Iglesia por deber pastoral (y bien que lo sintió cuando la República suprimió dicho cuerpo), sino que los sacerdotes eran víctimas de persecución. En cambio, en la zona nacional desde el primer momento se reclamó esa asistencia espiritual:

-¡No tenemos capellán!, era la queja y el reclamo que recogía, en Segovia, de labios de los mismos combatientes, durante los primeros días del movimiento, el heroico capellán de la Legión, el jesuita José Caballero.

Los únicos que llevaban capellanes al principio eran los Tercios navarros, porque los párrocos de muchos pueblos, creyendo que la guerra era asunto de unas semanas, dejaron sus parroquias para atender a sus feligreses en peligro. No está aún escrita la histona gloriosa de los capellanes durante la guerra

La regla fue que estos capellanes desempeñaron su misión con gran elevación espiritual y dieron lecciones magistrales de sacrificio y de heroísmo a jefes, oficiales y tropa, como lo demuestran infinitos testimonios de los contemporáneos. Sería improcedente en un historiador de la Iglesia, que conoce tantos casos de capellanes ejemplares, dejar correr ese infundio con un silencio cómplice. Cerca de un centenar fueron los capellanes jesuitas que desempeñaron la difícil misión de la asistencia espiritual en todos los frentes de batalla. De otras órdenes religiosas podríamos decir lo mismo.

…En gracia a la novedad del tema, que no ha sido tratado nunca en una Histona de la Iglesia, se nos permitirá alguna mayor extensión».

Quintín Aldea Vaquero cita a los padres de la Compañía de Jesús: Huidobro, Nevares[5], Caballero, Martínez…

«La asistencia espiritual a los ejércitos que fue ejercida ejemplarmente por capellanes voluntarios, pedidos y venerados por oficiales y tropa, se fue reglamentando a medida que la guerra se alargaba. Y así el 6 de diciembre de 1936 se reorganiza el Cuerpo de Capellanes castrenses. El 31 del mismo se restablecen las Tenencias Vicarías. El 11 de enero de 1937 se hacen extensivas dichas vicarías a la Marina de Guerra. El 6 de mayo de 1937 se regula la participación, en la misión castrense y en la enseñanza elemental, de los sacerdotes movilizados y ordenados in sacris, orden completada más tarde por otra de 4 de junio de 1937».

[1] En la mañana del 11 de mayo de 1931 comenzaron los incendios en el templo y residencia de los jesuitas de la calle de la Flor (junto a la Gran Vía madrileña) y continuaron a lo largo de la mañana en el convento de Bernardas de las Vallecas (calle Isabel la Católica), iglesia de Santa Teresa (plaza de España) y en el Instituto Católico de Artes e Industrias (ICAI), también de la Compañía de Jesús (calle Alberto Aguilera). En el convento de las Trinitarias (Marqués de Urquijo) los revoltosos se contentan con hacer salir a las religiosas; en el del Beato Orozco (Goya) y en el Oratorio del Caballero de Gracia, se dejan persuadir por la oratoria de algunos espontáneos bien intencionados, y de otras casas religiosas se alejan después de ahuyentar a sus moradores. Por la tarde se reanudan los incendios, ahora en el colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana (Cuatro Caminos), escuela y convento de Mercedarias (calle Tiziano-Jaén), colegio de las Salesianas (Cuatro Caminos), parroquia de Bellas Vistas (filial de la de Cuatro Caminos) y noviciado de Religiosas del Sagrado Corazón (Chamartín). A última hora de la tarde, un grupo de soldados había llegado a tiempo para evitar el incendio del colegio de la Compañía de Jesús en Chamartín, pero no el saqueo. La pasividad mantenida por las fuerzas de orden público fue evidente y era consecuencia de la indiferencia del Gobierno

[2] Este es un voto específico de los jesuitas. San Ignacio quiso explicitar con este compromiso que la Compañía se ofrece al Santo Padre, “en quien vemos la mano de Dios para que disponga de nosotros”.

[3] Monseñor Johannes Ross (1875-1969), de la Compañía de Jesús, era desde 1928 vicario apostólico de Hiroshima (Japón). Hubo de dimitir en 1940, pues el Gobierno japonés no permitía personas extranjeras al mando de las diócesis o vicariatos. Destinado a la universidad Sofía de Tokyo de 1940 a 1960, ejerce como profesor de Latín, de padre espiritual de la casa y confesor. Retirado de la vida activa y enfermo, fallecía el 26 de diciembre de 1969.

[4] Esta monumental obra, publicada por primera vez en 1962, está compuesta por diez volúmenes en los que se analizan los acontecimientos, la evolución, las personas y los factores más importantes de la historia de la Iglesia, situando los hechos en su contexto histórico y ofreciendo una imagen viva del devenir de esta institución y de su crecimiento. Su objetivo es poner a disposición de profesores universitarios, teólogos, historiadores y estudiantes de historia eclesiástica un instrumento de trabajo adecuado a sus necesidades. La edición corre a cargo de Hubert Jedin (1900-1980), uno de los más importantes historiadores del catolicismo que nos ha legado el siglo XX.

[5] El primer jesuita que pisó el frente de guerra y tal vez el último que lo dejo fue el padre Sisinio Nevares, hombre de excepcional relevancia en el campo social español por haber fundado más de mil sindicatos católicos y cajas Reiffeisen (de ahorro y crédito) entre los labradores de Castilla. A sus 58 años de edad, no dudó en acompañar como capellán a la 1ª bandera de Castilla, en la que estaban enrolados, como voluntarios, muchos de los congregantes marianos de Valladolid. No está de más recordar que de los 1.405 congregantes de esta ciudad que partieron para el frente murieron en la sierra de Guadarrama, sólo en el mes de julio, unos 150. De Nevares, que dejó escrito un diario en parte ya editado, todos se hacían lenguas por sus grandes virtudes, comenzando por todos los capellanes que lo conocían. En el Diario del padre Caballero se lee de él, el 24 de noviembre de 1937: “Tienen al Padre, por lo que veo, y con mucha razón, como algo muy grande y digno de toda veneración, sobre todo viendo su edad”. Y el día 29: “Voy a la Marañosa a ver al ejemplar padre Nevares. Todo, caridad” (página 334).

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