¿Qué impresión queda de la canonización de dos papas?
por Un obispo opina
De nuevo me manda mi amigo sacerdote Juan Sanchis Ferrairó un artículo por si creo conveniente publicárselo. Y naturalmente que, viniendo de él, lo creo muy positivo. He aquí el texto:
“Sencillamente, Dos hombres que amaron, y que se les notaba que amaban. Dos hombres que fueron amados, porque supieron amar.
JUAN XXIII, el hombre de la bondad. Hacía oídos sordos a quienes le sugerían condenas, a quienes le hablaban de “ser ya demasiado mayor” para complicarle la vida a la Iglesia con un Concilio, que no se prodigara tanto en sus visitas a la cárcel de Roma o a los hospitales de niños.
Dejó la “silla gestatoria”, alegando que se mareaba, pero es que quería estar más cerca, mostrarse más igual a la gente.
Quería escuchar, dialogar, esperar: esas consideraba sus armas, en consonancia con el Evangelio. Le bastaron unos pocos años “de transición” para ganarse el afecto del pueblo, el respeto de los poderosos, ser un agente de paz. Presidió la primera sesión del Vaticano II, dejando a un lado esquemas ya programados, para que la Iglesia respondiera a las necesidades del hombre de hoy.
JUAN PABLO II amaba a la gente y no evitaba riesgos viajando por todas partes, también en países con graves conflictos. Visitó a Alí Agca en la cárcel para patentizarle su perdón. Tomaba a los niños en sus brazos, los levantaba, les hacía sentirse protagonistas. Mantenía sus distancias con los que se preocupaban por su salud, tantas veces deteriorada. Hablaba de un amor, no solo espiritual, sino –digamos “carnal”-, pues el mismo Jesucristo era Logos y Sarx dignificando el cuerpo humano. Se entregaba totalmente en sus largos viajes a las multitudes, sin reparar en cansancios.
La gente le correspondió, porque veían su autenticidad, hablando a las multitudes y denunciando a los poderosos.
Junto a estos gigantes de la bondad, de la santidad, podemos también aprender de los dos Papas presentes en la Canonización. De Benedicto XVI, ya emérito, cabe destacar su elegancia espiritual y la brillantez de su magisterio, presentándonos la fe como un encuentro personal con Cristo, junto a su humildad al saberse retirar a tiempo, al sentirse falto de fuerzas. Y del Papa Francisco, émulo del de Asís hermano de todas las criaturas, tenemos ya en breve tiempo tantos gestos suyos como los de Lampedusa o Jueves Santo a los pies de jóvenes desorientados o discapacitados (sean cristianos, musulmanes o ateos) y su entrega generosa en las audiencias acercándose a niños y enfermos. ¡Qué cuatro Papas! Dos vivos y dos ya muertos.
De estos hombres podemos decir aquello de “que obras son amores y no buenas razones”, “que no se escandalizan de las llagas de Cristo y de las de sus hermanos“ (Papa Francisco). Si el mismo Jesús, “que pasó haciendo el bien y sanando a los oprimidos por la enfermedad o por el diablo”, resumió su espíritu y su mensaje en el “amor a Dios y a los hermanos”, tenemos unos ejemplos maravillosos y cercanos de auténtica santidad cristiana.
¿Y nosotros? Es fácil hablar y cantar al amor. Pero los modelos que nos presentan a diario son quienes triunfan con las ventas millonarias de sus discos o panfletos, cuando la gloria y los aplausos acompañan a quienes tanto prodigan los amores. Pero también nosotros cristianos, a quienes tan fácil nos resulta hablar de amor, debiéramos revisar nuestras actitudes, porque, tal vez, necesitamos convertirnos al amor humano y cristiano.
¿Amamos a Dios? ¿Somos personas de oración? ¿Nos duelen los sufrimientos de los hermanos? Tenemos el peligro de hablar de rutina como si fuera una forma de ganarse “la pataqueta” y la gente duda de nuestra capacidad de amar, como si el mismo celibato nos hubiera secado las fuentes de nuestro amor, de nuestros afectos. Viene la gente a nosotros y la tratamos como lo pueda hacer un empleado de banca o un negociante que ven el beneficio que les puedan traer esas visitas.
¡Amar!: aman las madres y los padres a sus hijos, los enamorados, también los abuelos a sus nietos y, desde luego, los santos. Pero los que diríamos “cristianos de a pie”, necesitamos seriamente mirarnos en Jesucristo, en esos santos que se han entregado a tope y quienes son los que hacen crecer a la Iglesia. ¡No nos quejemos de que la gente no venga a nosotros, ni de que va en aumento la secularización de nuestra sociedad: puede que debamos quejarnos de que le estemos fallando al Señor!”.
Gracias, Juan, porque nos ayudas a pensar en serio sobre nuestras vidas al ver a esos cuatro Papas que son una gloria para la Iglesia, ya que fueron muy amados porque supieron amar.
José Gea
“Sencillamente, Dos hombres que amaron, y que se les notaba que amaban. Dos hombres que fueron amados, porque supieron amar.
JUAN XXIII, el hombre de la bondad. Hacía oídos sordos a quienes le sugerían condenas, a quienes le hablaban de “ser ya demasiado mayor” para complicarle la vida a la Iglesia con un Concilio, que no se prodigara tanto en sus visitas a la cárcel de Roma o a los hospitales de niños.
Dejó la “silla gestatoria”, alegando que se mareaba, pero es que quería estar más cerca, mostrarse más igual a la gente.
Quería escuchar, dialogar, esperar: esas consideraba sus armas, en consonancia con el Evangelio. Le bastaron unos pocos años “de transición” para ganarse el afecto del pueblo, el respeto de los poderosos, ser un agente de paz. Presidió la primera sesión del Vaticano II, dejando a un lado esquemas ya programados, para que la Iglesia respondiera a las necesidades del hombre de hoy.
JUAN PABLO II amaba a la gente y no evitaba riesgos viajando por todas partes, también en países con graves conflictos. Visitó a Alí Agca en la cárcel para patentizarle su perdón. Tomaba a los niños en sus brazos, los levantaba, les hacía sentirse protagonistas. Mantenía sus distancias con los que se preocupaban por su salud, tantas veces deteriorada. Hablaba de un amor, no solo espiritual, sino –digamos “carnal”-, pues el mismo Jesucristo era Logos y Sarx dignificando el cuerpo humano. Se entregaba totalmente en sus largos viajes a las multitudes, sin reparar en cansancios.
La gente le correspondió, porque veían su autenticidad, hablando a las multitudes y denunciando a los poderosos.
Junto a estos gigantes de la bondad, de la santidad, podemos también aprender de los dos Papas presentes en la Canonización. De Benedicto XVI, ya emérito, cabe destacar su elegancia espiritual y la brillantez de su magisterio, presentándonos la fe como un encuentro personal con Cristo, junto a su humildad al saberse retirar a tiempo, al sentirse falto de fuerzas. Y del Papa Francisco, émulo del de Asís hermano de todas las criaturas, tenemos ya en breve tiempo tantos gestos suyos como los de Lampedusa o Jueves Santo a los pies de jóvenes desorientados o discapacitados (sean cristianos, musulmanes o ateos) y su entrega generosa en las audiencias acercándose a niños y enfermos. ¡Qué cuatro Papas! Dos vivos y dos ya muertos.
De estos hombres podemos decir aquello de “que obras son amores y no buenas razones”, “que no se escandalizan de las llagas de Cristo y de las de sus hermanos“ (Papa Francisco). Si el mismo Jesús, “que pasó haciendo el bien y sanando a los oprimidos por la enfermedad o por el diablo”, resumió su espíritu y su mensaje en el “amor a Dios y a los hermanos”, tenemos unos ejemplos maravillosos y cercanos de auténtica santidad cristiana.
¿Y nosotros? Es fácil hablar y cantar al amor. Pero los modelos que nos presentan a diario son quienes triunfan con las ventas millonarias de sus discos o panfletos, cuando la gloria y los aplausos acompañan a quienes tanto prodigan los amores. Pero también nosotros cristianos, a quienes tan fácil nos resulta hablar de amor, debiéramos revisar nuestras actitudes, porque, tal vez, necesitamos convertirnos al amor humano y cristiano.
¿Amamos a Dios? ¿Somos personas de oración? ¿Nos duelen los sufrimientos de los hermanos? Tenemos el peligro de hablar de rutina como si fuera una forma de ganarse “la pataqueta” y la gente duda de nuestra capacidad de amar, como si el mismo celibato nos hubiera secado las fuentes de nuestro amor, de nuestros afectos. Viene la gente a nosotros y la tratamos como lo pueda hacer un empleado de banca o un negociante que ven el beneficio que les puedan traer esas visitas.
¡Amar!: aman las madres y los padres a sus hijos, los enamorados, también los abuelos a sus nietos y, desde luego, los santos. Pero los que diríamos “cristianos de a pie”, necesitamos seriamente mirarnos en Jesucristo, en esos santos que se han entregado a tope y quienes son los que hacen crecer a la Iglesia. ¡No nos quejemos de que la gente no venga a nosotros, ni de que va en aumento la secularización de nuestra sociedad: puede que debamos quejarnos de que le estemos fallando al Señor!”.
Gracias, Juan, porque nos ayudas a pensar en serio sobre nuestras vidas al ver a esos cuatro Papas que son una gloria para la Iglesia, ya que fueron muy amados porque supieron amar.
José Gea
Comentarios