Malos administradores de la herencia de Dios
Cuando me han preguntado cuál es el texto del Evangelio que creo más refleja el amor de Dios por el hombre, respondo sin dudarlo que “la parábola del Padre misericordioso”. Va acompañada de las parábolas de “la oveja perdida” y de “la moneda perdida”. Hijo, moneda y oveja reflejan a cada uno de nosotros; el Padre, la mujer y el pastor, reflejan a Dios; la fiesta por el encuentro del hijo, de la moneda y de la oveja son manifestación de la alegría de Dios por recuperarnos.
Dios da a cada ser humano una herencia que nunca le quita, herencia que el hijo pide a su padre para poder partir de casa. En dos cosas pienso cuando se habla de esta herencia: la inteligencia y libertad o capacidad para pensar y para decidir. Dos cosas que son irrenunciables en la vida, que son inalienables; no podemos renunciar a pensar ni a decidir. Dos cosas que da el Señor desde el instante de la creación y con las que se ha jugado toda su omnipotencia, pues sabía que podíamos hacer con ellas lo que quisiéramos. Hoy cada quien decide desde su raciocinio lo bueno y lo malo y cada quien en su libertad toma las decisiones que quiere, aunque sean erradas para la vida.
¿Pero cuáles han sido los momentos en los que hemos tomado las peores decisiones de la vida? Sin duda, cuando hemos estado lejos de casa, cuando nos hemos alejado de Dios. Lejos de casa no sabemos administrar la herencia, despilfarramos nuestra inteligencia y nuestra libertad. Solo delante del rostro de Dios podemos acertar adecuadamente con las decisiones. La hartura que produce estar en casa obedeciendo a los demás lo consideramos un atentado a nuestra libertad. El crecer nos lleva a pensar que nadie tiene derecho a instruirnos en lo que debemos hacer. Es ahí donde le decimos a Dios que queremos salir de casa y vivir nuestra vida como lo queremos. Paralelamente, los choques generacionales en la vida de familia se presentan cuando ya no sentimos que debamos obedecer a nadie, ahí es donde dejamos de ser como niños y empezamos a ser erradamente grandes. Ahí es donde empiezan los fracasos y las equivocaciones. Pero es en esos golpes que nos pegamos cuando entendemos que papá tenía razón y viene el deseo de regresar a casa.
¿Quién no ha sentido que los padres fastidian mucho? Creo que todos hemos vivido la experiencia. Pero, ¿por qué fastidian los padres? Por una razón: porque aman. Fastidiar es una forma de amar. Debe preocuparnos el día que ellos no vuelvan a fastidiar pues eso significará que ya no les importamos. A ninguno le gusta el fastidio de los padres, pero de adultos reconocemos que fue necesario que lo hicieran para hacer de nosotros los mejores humanos. El problema está en cuanto uno se siente lo suficientemente autónomo y sabio para saber lo que quiere hacer consigo mismo, pero la inteligencia que nos da la tecnología no es comparable con la sabiduría que tienen los padres, que tiene Dios.
¿Por qué tiene alguien de fuera que decirnos qué hacer o dejar de hacer? Las normas, las leyes están todas para salvar. Los mandamientos están puestos para salvar la vida y desobedecerlos acarrea la muerte.
Para alejarse de Dios se necesita un largo camino, pero para volver a Él también. Por eso es que convertirse no es sencillo. El camino de regreso es tan largo como el de partida y no se puede pretender hacer en corto tiempo lo que se hizo largo. No podemos hacer rápido lo que hicimos lento ni bajar por ascensor lo que se subió por escaleras. El alejamiento de Dios es lento, con pequeñas decisiones, con esas cosas que a veces llamamos pequeñas mentiras, pero cuando menos pensamos somos el uso de la libertad nos ha llevado a un puerto desconocido. Para desandar el camino hay que tener valor suficiente y la fuerza interior de Dios para volver a la Casa del Padre. El camino de ida casi nunca lo sentimos largo, pero es la vuelta la que vemos lejana, por eso hay tentación de quedar donde estamos. Pero cuando se trata de volver es necesario hacerlo.
Hace tiempo que escuchamos frases como “en mi vida no me arrepiento de nada”; un hijo de Dios no puede hablar así. Sí es necesario ese arrepentimiento para poder volver, para convertirnos. Esa vuelta siempre será una fiesta en el cielo, habrá anillo, signo de la herencia restituida, vestido que es signo de la dignidad recuperada y sandalias como símbolo de la libertad que nunca nos quita Dios.
Alejarse con la herencia siempre es la mayor tentación: ¡¡¡libertad, libertad, por fin libertad!!! Ese parece ser el grito de los que se van de casa, pero la mala administración de ella nos impone también la responsabilidad de poder libremente regresar a Dios.
Juan Ávila Estrada. Pbro.
Dios da a cada ser humano una herencia que nunca le quita, herencia que el hijo pide a su padre para poder partir de casa. En dos cosas pienso cuando se habla de esta herencia: la inteligencia y libertad o capacidad para pensar y para decidir. Dos cosas que son irrenunciables en la vida, que son inalienables; no podemos renunciar a pensar ni a decidir. Dos cosas que da el Señor desde el instante de la creación y con las que se ha jugado toda su omnipotencia, pues sabía que podíamos hacer con ellas lo que quisiéramos. Hoy cada quien decide desde su raciocinio lo bueno y lo malo y cada quien en su libertad toma las decisiones que quiere, aunque sean erradas para la vida.
¿Pero cuáles han sido los momentos en los que hemos tomado las peores decisiones de la vida? Sin duda, cuando hemos estado lejos de casa, cuando nos hemos alejado de Dios. Lejos de casa no sabemos administrar la herencia, despilfarramos nuestra inteligencia y nuestra libertad. Solo delante del rostro de Dios podemos acertar adecuadamente con las decisiones. La hartura que produce estar en casa obedeciendo a los demás lo consideramos un atentado a nuestra libertad. El crecer nos lleva a pensar que nadie tiene derecho a instruirnos en lo que debemos hacer. Es ahí donde le decimos a Dios que queremos salir de casa y vivir nuestra vida como lo queremos. Paralelamente, los choques generacionales en la vida de familia se presentan cuando ya no sentimos que debamos obedecer a nadie, ahí es donde dejamos de ser como niños y empezamos a ser erradamente grandes. Ahí es donde empiezan los fracasos y las equivocaciones. Pero es en esos golpes que nos pegamos cuando entendemos que papá tenía razón y viene el deseo de regresar a casa.
¿Quién no ha sentido que los padres fastidian mucho? Creo que todos hemos vivido la experiencia. Pero, ¿por qué fastidian los padres? Por una razón: porque aman. Fastidiar es una forma de amar. Debe preocuparnos el día que ellos no vuelvan a fastidiar pues eso significará que ya no les importamos. A ninguno le gusta el fastidio de los padres, pero de adultos reconocemos que fue necesario que lo hicieran para hacer de nosotros los mejores humanos. El problema está en cuanto uno se siente lo suficientemente autónomo y sabio para saber lo que quiere hacer consigo mismo, pero la inteligencia que nos da la tecnología no es comparable con la sabiduría que tienen los padres, que tiene Dios.
¿Por qué tiene alguien de fuera que decirnos qué hacer o dejar de hacer? Las normas, las leyes están todas para salvar. Los mandamientos están puestos para salvar la vida y desobedecerlos acarrea la muerte.
Para alejarse de Dios se necesita un largo camino, pero para volver a Él también. Por eso es que convertirse no es sencillo. El camino de regreso es tan largo como el de partida y no se puede pretender hacer en corto tiempo lo que se hizo largo. No podemos hacer rápido lo que hicimos lento ni bajar por ascensor lo que se subió por escaleras. El alejamiento de Dios es lento, con pequeñas decisiones, con esas cosas que a veces llamamos pequeñas mentiras, pero cuando menos pensamos somos el uso de la libertad nos ha llevado a un puerto desconocido. Para desandar el camino hay que tener valor suficiente y la fuerza interior de Dios para volver a la Casa del Padre. El camino de ida casi nunca lo sentimos largo, pero es la vuelta la que vemos lejana, por eso hay tentación de quedar donde estamos. Pero cuando se trata de volver es necesario hacerlo.
Hace tiempo que escuchamos frases como “en mi vida no me arrepiento de nada”; un hijo de Dios no puede hablar así. Sí es necesario ese arrepentimiento para poder volver, para convertirnos. Esa vuelta siempre será una fiesta en el cielo, habrá anillo, signo de la herencia restituida, vestido que es signo de la dignidad recuperada y sandalias como símbolo de la libertad que nunca nos quita Dios.
Alejarse con la herencia siempre es la mayor tentación: ¡¡¡libertad, libertad, por fin libertad!!! Ese parece ser el grito de los que se van de casa, pero la mala administración de ella nos impone también la responsabilidad de poder libremente regresar a Dios.
Juan Ávila Estrada. Pbro.
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