A eso que llaman amor
Hablar del amor es muy fácil, todos suponen conocerlo, algunos creen que le es esquivo y muchos juzgan darlo del modo más perfecto. Pero el frecuente sufrimiento que en la mayoría suele acarrear les tiene que llevar a la ineludible reflexión si en verdad lo que han creído que es el amor, lo es en verdad.
¿Cuáles son las “fuentes” donde se bebe y se “aprende” lo que significa amar? Generalmente de la poesía, de las composiciones musicales y de las propias hormonas que bullen durante la adolescencia y que intentan incinerar el cuerpo con el impulso sexual, arrastrando la vida en una peligrosa espiral que, mientras más se quiere salir de ella, más arrastra hacia el fondo del abismo de la vaciedad.
Infortunadamente la experiencia del amor se está dejando al libre desarrollo de los impulsos naturales, a las nefastas experiencias de poetas frustrados y de compositores llenos de despecho que han hecho de esta fuerza motora un motivo para despreciar la validez de la oblación. Se cree que, como algunos instintos naturales, al amor hay que dejarlo para que la naturaleza se encargue de educarlo, cosa que no hará y que nos terminará llevando de modo irremediable a vivir toda la vida tratando de arañar en la pasión, el sexo, la afectividad, algunas hilazas de su virtud y con ellas tratar de remendar un poco la deshecha vida. Es ahí donde inquirimos que una falsa noción de amor suele cobrar el precio de lo que da; es ahí donde tanteamos que la superficialidad de un placer que llena por segundos y vacía cada vez más el alma sedienta, suele ser la respuesta inmediata a quienes solo saben de goces transitorios. Es que no está hecho el amor para quienes viven en la periferia de la piel, para quienes nunca han viajado más allá de su propio hedonismo ni para quienes han creído ser el ombligo del planeta. El amor es una experiencia para quien sale de la orilla de la existencia, para quien conoce que la cama no aprisiona ni acaba semejante vivencia que da trascendencia y plenitud a la existencia; el amor está hecho para quienes saben mirar más allá de lo que quieren para sí mismos y saben lo que quieren para los otros. El amor es un arte y, como tal, necesita educación, aprendizaje, paciencia, posibilidades de errar y acertar, pero sobre todo, necesita de un maestro. Este maestro, claro está, no puede ser cualquier persona, tiene que ser Aquel que se lo inventó, Aquel que se llama a sí mismo “el amor” y este no puede ser otro que Dios.
Para amar hay que conocer el Amor (Dios es el Amor), cualquier cosa que se salga de ahí correrá siempre el riesgo de ser únicamente una caricatura desdibujada de él y por lo tanto sólo producirá más y más vacío interior. Todo aquello que no es amor, mientras más se tiene, más vacíos deja; en cambio, cuando el amor se vive a plenitud, produce una extraordinaria fuerza implosiva que hace que la vida estalle, no en luces multicolores, sino en una permanente donación de sí mismo para los demás.
Para amar sólo existe una forma: la forma del Creador. No existen maneras de amar, ni aquello que de buena fe llamamos “mi manera” de amar que no es otra cosa que un estilo disfrazado de amor o una excusa llana para hacerlo de la manera más equivocada sin que tenga que comprometer la vida. En el amor no hay retractación, no hay tasa, ni tamaños. No hay retractación porque cuando se ama, se ama para siempre (aún contra lo que la evidencia muestra); no hay tasa porque el amor no se entrega por cuotas o a pedazos (estaríamos entregando algo desmembrado), ni hay tamaños porque no existe en el amor un “mucho” ni un “poco”. Lo que hay en el amor es un perfeccionamiento, una cualificación de la experiencia en la que diariamente podemos madurar y crecer en la forma como se da hasta llevarlo a ser un amor que “entregue la vida”.
Por todo esto es que no creo en el amor de quienes solo saben mirar las formas curvilíneas de su novia, de quienes exhiben la belleza de su pareja como un trofeo conquistado, de quienes creen que es mejor bella que bondadosa, de quienes solo saben programar sexo cuando se sienten peligrosamente desocupados, de quienes aman a primera vista sólo porque las hormonas les indica que cuando hay química lo demás no importa, de aquellos para quienes su relación es producto de estar enamorados de su propio enamoramiento, de quienes se enceguecen obstinadamente ante un corazón que les dice que “Si” cuando el cerebro les manda una señal diciendo que “no”, de quienes consideran equivocadamente que en la guerra y en el amor todo se vale y por eso son capaces de pisotear a quien sea con tal de conseguir lo que desean, de quienes no les importa destruir una relación para quedarse con quien estiman que es la causa de su egoísta felicidad, de quienes suponen que placer es sinónimo de amor y que cuando la cruz aparece lo mejor es deshacerse de ella. En fin, no creo en aquellos amores de quienes piensan que a cualquier impulso de las entrañas se le puede llamar amor.
Juan Ávila Estrada. Pbro.
¿Cuáles son las “fuentes” donde se bebe y se “aprende” lo que significa amar? Generalmente de la poesía, de las composiciones musicales y de las propias hormonas que bullen durante la adolescencia y que intentan incinerar el cuerpo con el impulso sexual, arrastrando la vida en una peligrosa espiral que, mientras más se quiere salir de ella, más arrastra hacia el fondo del abismo de la vaciedad.
Infortunadamente la experiencia del amor se está dejando al libre desarrollo de los impulsos naturales, a las nefastas experiencias de poetas frustrados y de compositores llenos de despecho que han hecho de esta fuerza motora un motivo para despreciar la validez de la oblación. Se cree que, como algunos instintos naturales, al amor hay que dejarlo para que la naturaleza se encargue de educarlo, cosa que no hará y que nos terminará llevando de modo irremediable a vivir toda la vida tratando de arañar en la pasión, el sexo, la afectividad, algunas hilazas de su virtud y con ellas tratar de remendar un poco la deshecha vida. Es ahí donde inquirimos que una falsa noción de amor suele cobrar el precio de lo que da; es ahí donde tanteamos que la superficialidad de un placer que llena por segundos y vacía cada vez más el alma sedienta, suele ser la respuesta inmediata a quienes solo saben de goces transitorios. Es que no está hecho el amor para quienes viven en la periferia de la piel, para quienes nunca han viajado más allá de su propio hedonismo ni para quienes han creído ser el ombligo del planeta. El amor es una experiencia para quien sale de la orilla de la existencia, para quien conoce que la cama no aprisiona ni acaba semejante vivencia que da trascendencia y plenitud a la existencia; el amor está hecho para quienes saben mirar más allá de lo que quieren para sí mismos y saben lo que quieren para los otros. El amor es un arte y, como tal, necesita educación, aprendizaje, paciencia, posibilidades de errar y acertar, pero sobre todo, necesita de un maestro. Este maestro, claro está, no puede ser cualquier persona, tiene que ser Aquel que se lo inventó, Aquel que se llama a sí mismo “el amor” y este no puede ser otro que Dios.
Para amar hay que conocer el Amor (Dios es el Amor), cualquier cosa que se salga de ahí correrá siempre el riesgo de ser únicamente una caricatura desdibujada de él y por lo tanto sólo producirá más y más vacío interior. Todo aquello que no es amor, mientras más se tiene, más vacíos deja; en cambio, cuando el amor se vive a plenitud, produce una extraordinaria fuerza implosiva que hace que la vida estalle, no en luces multicolores, sino en una permanente donación de sí mismo para los demás.
Para amar sólo existe una forma: la forma del Creador. No existen maneras de amar, ni aquello que de buena fe llamamos “mi manera” de amar que no es otra cosa que un estilo disfrazado de amor o una excusa llana para hacerlo de la manera más equivocada sin que tenga que comprometer la vida. En el amor no hay retractación, no hay tasa, ni tamaños. No hay retractación porque cuando se ama, se ama para siempre (aún contra lo que la evidencia muestra); no hay tasa porque el amor no se entrega por cuotas o a pedazos (estaríamos entregando algo desmembrado), ni hay tamaños porque no existe en el amor un “mucho” ni un “poco”. Lo que hay en el amor es un perfeccionamiento, una cualificación de la experiencia en la que diariamente podemos madurar y crecer en la forma como se da hasta llevarlo a ser un amor que “entregue la vida”.
Por todo esto es que no creo en el amor de quienes solo saben mirar las formas curvilíneas de su novia, de quienes exhiben la belleza de su pareja como un trofeo conquistado, de quienes creen que es mejor bella que bondadosa, de quienes solo saben programar sexo cuando se sienten peligrosamente desocupados, de quienes aman a primera vista sólo porque las hormonas les indica que cuando hay química lo demás no importa, de aquellos para quienes su relación es producto de estar enamorados de su propio enamoramiento, de quienes se enceguecen obstinadamente ante un corazón que les dice que “Si” cuando el cerebro les manda una señal diciendo que “no”, de quienes consideran equivocadamente que en la guerra y en el amor todo se vale y por eso son capaces de pisotear a quien sea con tal de conseguir lo que desean, de quienes no les importa destruir una relación para quedarse con quien estiman que es la causa de su egoísta felicidad, de quienes suponen que placer es sinónimo de amor y que cuando la cruz aparece lo mejor es deshacerse de ella. En fin, no creo en aquellos amores de quienes piensan que a cualquier impulso de las entrañas se le puede llamar amor.
Juan Ávila Estrada. Pbro.
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