La maldición del petróleo
La Iglesia en Venezuela es un ejemplo, mirada en su conjunto, de fidelidad al Señor y a su pueblo. A pesar de la persecución de que es objeto por parte del régimen tiránico de Maduro, con un buen número de sacerdotes asesinados e iglesias profanadas, con amenazas e insultos reiterados a los obispos, y con un claro hostigamiento a los católicos laicos, la Iglesia sigue ahí, mostrando a todos el rostro cercano del Cristo crucificado, a la espera de que algún día pueda ofrecer el rostro glorioso del Cristo resucitado. Otros, como los mormones, han abandonado el país; los curas y obispos católicos, no. Si ellos también huyeran, se encontrarían a Cristo que acude a ocupar su lugar, como cuentan que le pasó a San Pedro en aquel camino de Roma donde hoy se alza la ermita del "Quo Vadis?"
Pero no se trata sólo de estar, sino también de hablar. Y eso es lo que han hecho, una vez más, los obispos venezolanos. Con toda claridad han proclamado ante el mundo que Venezuela es una dictadura cruel donde ya no sólo no se respetan los derechos humanos, sino que ni siquiera se hace un intento por enmascarar la represión. La Iglesia cumple así su misión de ser la voz de los que no tienen voz, de esa multitud que si bien sale a la calle para expresar su deseo de libertad, sabe que al hacerlo va a dejar en el camino un reguero de sangre a manos de los sicarios a sueldo de los tiranos.
La Iglesia está haciendo lo que tiene que hacer, gracias a Dios. ¿Y el mundo, lo está haciendo? Es vergonzosa la pasividad con que la comunidad internacional contempla las masacres. Que otros líderes próximos a Maduro le apoyen, es lamentable pero se comprende, pues son de la misma cuerda. Pero que naciones democráticas miren para otro lado mientras la sangre corre por las calles de Caracas y de otras ciudades venezolanas no tiene explicación. O quizá sí lo tiene. Y esa explicación se llama petróleo. El petróleo se ha convertido en la maldición de Venezuela. Con los dólares que genera se compran voluntades, tanto de dentro como de fuera, y a nadie parecer interesarle que se produzca un desequilibrio en una zona tan sensible, porque podría suponer un alza del valor del combustible y perjudicar la recuperación económica. Y mientras tanto, la mayoría del pueblo venezolano no tiene para comer, vive en una inseguridad salvaje más propia de la ley de la selva que de una nación civilizada, y tiene que soportar una represión que no se merece.
Hace ya muchos años que la ONU mostró su ineficacia. Parece que sólo es útil para promover políticas familiares contrarias a la vida y a la auténtica familia. Ni en Ucrania, ni en Siria, ni en Venezuela ha logrado actuar de forma eficaz. Y no porque no haya motivos, sino porque en cada caso hay intereses contrapuestos que paralizan todo. En Venezuela, desde luego, la Iglesia está donde debe estar y es un motivo de orgullo su comportamiento para el resto de los católicos. Al menos, recemos por ellos, sin cansarnos, todos los días.