Jueves, 26 de diciembre de 2024

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"Ya descansaré en el cielo"

por Palabaras para vivir

"Ya descansaré en el cielo". Esa frase, según Benedicto XVI, le dijo el futuro San Juan Pablo II en 1980 al que aún era en ese momento arzobispo de Munich, cardenal Ratzinger, cuando éste le dijo que debía dedicar más tiempo al reposo. "Ya descansaré en el cielo", fue, quizá, una de las normas de su vida, a juzgar por la inagotable entrega de sí mismo que llevó a cabo durante toda su existencia. No creo, sin embargo, que esté descansando mucho en el cielo, donde sin duda está, como corresponde a alguien que va a ser canonizado en breve. Y no creo que esté descansando mucho porque también allí los santos tienen abundante trabajo: interceder ante Dios por tantas necesidades de los hombres, por tantos de nuestros problemas.

 Pero los recuerdos del Papa emérito sobre su predecesor tienen más cosas. Por ejemplo, esta frase: "Juan Pablo II no pedía aplausos, ni miró nunca alrededor preocupado por cómo serían acogidas sus decisiones. Él ha actuado a partir de su fe y sus convicciones y estaba preparado también a sufrir los golpes. La valentía de la verdad es a mis ojos un criterio de primer orden de la santidad". Los santos han sido y serán siempre así, como lo hemos visto cuando hemos podido contemplar a Juan Pablo II o al propio Benedicto XVI. Alejados de los aplausos, no porque los desprecien, sino porque lo único que les preocupaba era hacer la voluntad de Dios y eso, muy pocas veces, va unido al aplauso del mundo. No en vano, Jesús quiso advertirnos cuando afirmó: "Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también la vuestra guardarán. Pero todo esto os lo harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado" (Jn 15, 18-21).

No se trata, como decía hace poco un teólogo muy próximo al Papa Francisco, de vivir en estado de guerra, como si de otro modo no pudiéramos vivir. No se trata de buscar ser enemigos del mundo, como si nuestro objetivo fuera convertirnos en gruñones antipáticos que a todos molestan. Sería maravilloso que pudiéramos ser amigos de Dios y recibir los aplausos del mundo. Sería maravilloso, pero es sencillamente imposible. Nuestra oferta tiene que ser amable, conciliadora, llena de ternura y de misericordia. Pero, al final, por mucho que sonrías al decir las cosas, tienes que decirlas. Y eso siempre escuece, siempre duele. Prediquemos a todos el corazón del mensaje evangélico, hablemos del Dios amor, digamos a los alejados que ésta es la casa de la misericordia. Pero sin ocultar la verdad, sin negarla, sin creer que van a venir a la casa de Dios los que están lejos porque les mostremos un rostro desfigurado del Divino Maestro, un rostro que en el fondo es sólo una caricatura. Algunos parecen olvidar que Cristo murió en la Cruz y que sólo después de esto resucitó.

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