Domingo, 22 de diciembre de 2024

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P. Antonio Trancho de Almagro y su poema a la Orden de los Dominicos

por Victor in vínculis

Uno de los protagonistas de “Bajo un manto de estrellas

El P. Antonio Trancho Andrés nació en Becerril de Campos (Palencia) en diciembre de 1900. Preparó la “Obra Selecta de Fray Luis de Granada”, que se publicó en 1952 en la BAC. Trancho, profesor de historia y muy preparado en este campo, proyectaba escribir sobre la provincia dominica, pero le llegó la hora del martirio. En el fotograma, el actor David Romero, que representa al padre Trancho, es el primero por la izquierda.


 
El documento titulado “Los Dominicos de Almagro” es un folio con dos fotografías, una de la iglesia y otra del Prior, el P. Francisco Barbado, y por tanto es de los años 1928-1931. Glosa el escudo de Almagro, un castillo y una cruz, recuerda la Universidad de los Dominicos, gloria de Almagro, y escribe estas líneas sobre el convento después de la restauración. Se trata de un texto profético:

Amainadas las tempestades anticlericales (se refiere al siglo XIX), respirando un ambiente de mejor entendida libertad, volvieron los dominicos a Almagro (regresaron en 1903), estableciendo su casa de estudios en el artístico convento de Calatrava, bellísima joya arquitectónica, hoy día conservada gracias a los cuantiosos dispendios que en su reparación han invertido sus actuales moradores. Aquí en medio de un ambiente de religiosidad, de quietud y de estudio, se preparan hoy más de un centenar de jóvenes para las difíciles tareas del apostolado dominicano, basado desde sus comienzos en dos fundamentos inconmovibles: ciencia y fe, religión y cultura. ¿Reverdecerán en las nuevas generaciones dominicanas los laurales de nuestros gloriosos antepasados?...”.



Gracias a Carmen Fernández Corredera, cuyo padre era sobrino del siervo de Dios, contamos con una serie de documentos y fotografías. Junto a esta hermosa fotografía (sobre estas líneas), una poesía en la que habla de la historia de la Orden de los Dominicos y de su fundador, Santo Domingo de Guzmán. Y ¡qué curioso o providencial! Nada más empezar su poema dedicado a la Virgen Santísima, habla de las estrellas. 
 
 
NUESTRA PROTECTORA

Una noche en que el aire yacía sosegado,
titilaban las estrellas en los amplios horizontes,
y la luna reluciente recorría el cielo azul.
 
Multitud de sombras negras en confusa gritería
se dirigen con presura, cual caballos desbocados
a una iglesia que relumbra más que el brillo de la luz.
 
Sobre el viejo y carcomido pavimento de madera,
con las manos apoyadas en la mesa del altar,
hay un fraile que medita e irradia resplandores
más lucidos y más blancos que la espuma del mar.
 
Una estrella hay en su frente que despide irradiaciones,
el fervor está en sus labios que musitan oraciones,
y la súplica en sus ojos por lágrimas regadas
que hacia el cielo se levantan con anhelo y con afán.
 
El silencio ha hecho su nido en el viejo santuario,
allá a lo lejos se oye como ruido de huracán
que se acerca por momentos y que brama con fiereza,
como brama y se enfurece el rabioso vendaval.
 
Son las tristes sombras negras, en demonios convertidas,
que han venido a la morada de Domingo de Guzmán,
y penetrando en tropel en el viejo santuario,
hacen polvo las maderas y retiemblan los cimientos,
como tiemblan las espigas empujadas por el viento.
 
¡Ese es él!, vociferan multitud de broncas voces,
que rugían como truenos en ancho firmamento
y exhalaban humaradas de un hedor pestilencial,
es el padre de una orden que se extiende por el mundo.
 
Derramando a borbollones la virtud y la verdad,
ha sacado del cenobio las falanges de los monjes,
y las ha lanzado, impávido, por los amplios horizontes
encargándoles a todos la misión de predicar.
 
Son de ayer y todo es suyo: del tugurio del labriego,
los palacios de los nobles, la sabia Universidad.
Si así firmes continúan y sin miedo perseveran,
pronto harán de todo el mundo una solo cristiandad.
 
Y callaron las voces horribles de aquellos fantasmas furiosos.
Y su bronco aspirar quejumbroso en el sacro recinto se oyó.
¡Qué muera ese hombre que yace tendido!,
gritaron mil voces con furia infernal.
¡Qué muera! ¡Qué muera!, repiten los ecos.
¡Que muera el insigne varón de Guzmán!
 
Y levantan en el aire con diabólica alegría,
con recursos sobre humanos, con furiosa algarabía,
una enorme piedra negra que sostiene un pedestal.
 
Arrójanla desde arriba entre fuertes risotadas,
respirando furia y rabia contra aquel santo varón,
que insensible a sus intentos, y sin miedo a sus palabras,
arrobado dulcemente persevera en la oración.
 
Casi al suelo ya llegaba, y a Domingo iba a aplastar,
cuando unas manos fuertes de su curso la logran desviar.
Y cayó suavemente en suelo como caen las plumas del rapaz volador,
que hiende orgulloso los aires sutiles, y mira pasmado el disco del sol.
 
Una voz al mismo tiempo, argentina y penetrante,
dejó oír, breves palabras y misteriosas
que al infierno aterraron. Hizo huir.
 
Pronunciólas una virgen soberanamente bella,
más luciente y más hermosa que el brillar de las estrellas,
más galana y más rosada que el hermoso mes de abril.
 
Los demonios huyeron a su vista espantados,
revueltos, confusos, formando montón,
Como esas ingentes montañas de nubes
que arrastra afanoso el frio Aquilón.
 
Han pasado siete siglos después que esto acaeció.
Siete siglos de tormentas y de luchas,
que han querido aunque en vano destrozar
de Domingo la obra redentora, la Orden de la ciencia y la verdad.
 
Yo he leído su historia inmaculada:
y la he visto de su infancia en los albores,
agobiada de calumnias, lacerada por dolores,
que la furia del Averno contra ella suscitó.
 
He visto las cenizas humeantes de sus bellos conventos
en el rodar continuo de los siglos;
y empapado en sangre generoso,
el blanco escapulario de sus hijos.
 
Anularon sus fuerzas muchas veces,
el mundo y las furias infernales,
e calumnias, cordeles y puñales,
la intentaron por completo destrozar.
 
Mas hay un ser poderoso y fuerte
que siempre vigila por nuestros destinos
que nos ama y nos quiere de veras,
más que ama la madre a sus hijos.
 
Ese ser que nos ama y que nos guía,
con cariño y amor maternal,
es la Reina del Cielo, la Virgen María,
la flor más hermosa del cielo eternal.
 
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