Preparación interior del sacerdote para confesar
Un sacerdote tiene una misión apostólica recibida del Señor y de la Iglesia, la de perdonar los pecados, actualizando la Redención, comunicándola, mediante un sacramento, el de la Penitencia. El sacerdote, por un don del Señor, entra en el misterio de una colaboración personal con Dios para comunicar el perdón de los pecados. Es una tarea delicada, especialísima.
La mediación sacerdotal, prolongando el envío que Cristo hizo de sus apóstoles al mundo, es el último avance de la gracia de Dios hasta nosotros; por sus sacerdotes, cuya persona es asumida por Cristo en el momento de la ordenación de una manera completamente especial, es Cristo, es decir, Dios mismo, quien perdona, convierte, absuelve, como es Él mismo quien consagra, bautiza, intercede en ellos. El escándalo alcanza aquí su culmen, ya que son hombres, también pecadores, quienes son instrumentos de la victoria de Dios sobre el pecado.
Aunque la gracia se transmite independientemente de la santidad del ministro, sin duda será más eficaz y fructuosa por la vida santa del sacerdote. En un ministerio tan delicado como el sacramento de la Penitencia, la santidad personal del sacerdote y su conveniente preparación, ayudarán sin duda a que el penitente se abra a la acción de Dios, reoriente sus pasos, avance decididamente a la santidad. Pensemos en la afirmación del decreto conciliar Presbyterorum ordinis:
"La santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20)" (PO 12).
Para que el sacerdote sea un canal más adecuado en la gracia del Sacramento de la Reconciliación y no un obstáculo que la dificulte, debe aspirar a la santidad y, así mismo, poseer una preparación conveniente para sentarse en el confesionario (en la sede penitencial) y recibir en el nombre y en la persona misma de Cristo a quien viene arrepentido de sus pecados. Esto no se improvisa.
Seguimos aquí las reflexiones de Michael Gitton, "La confession, aventure spirituelle", en: Revue catholique internationale. Communio, septiembre-octubre 1978, pp. 74-82.
El ejercicio del sacramento de la penitencia requiere por parte del sacerdote una clara conciencia de su misión a la vez humilde y magnífica; es necesario que él haga presente a sus hermanos la actitud de Cristo ante el pecador arrepentido, dejando transparentar la mediación de Jesucristo. Esto se realizará no sólo con palabras, sino también con la oración personal del sacerdote y su propia penitencia.
El sacerdote que ha tomado conciencia de la amplitud y seriedad de su tarea, sólo puede sentir la necesidad de prepararse al confesionario con la oración y el estudio. La transparencia no se improvisa, sino que es trabajo laborioso.
a) El primer estudio es el de la teología moral. Debe conocer la moral para no cargar con fardos excesivos o, su extremo contrario, quitar importancia a todo relativizando el pecado. Su formación en la teología moral ayudará al discernimiento del pecado y limpiar sus raíces y también permitirá iluminar al penitente en sus dudas.
Habría que sumar también un buen estudio y conocimiento de la teología dogmática que oriente siempre a la Verdad que es Cristo; muchas veces tendrá que iluminar en la búsqueda del penitente, en otras ocasiones tendrá que catequizar ante las posibles confusiones, en otras profundizar más a quien está buscando respuestas.
Será una gran ayuda que estudie y actualice siempre la teología espiritual, para proponer la meta de la santidad y ejercer una pedagogía y acompañamiento en este camino. Le permitirá enseñar a orar, ser maestro de oración, iluminar las distintas fases del proceso interior.
b) Pero el estudio remite a la oración personal. Es más, los grandes confesores han sido hombres de Dios, de profunda oración y por eso han sido tan buenos confesores.
El estudio remite a la oración, ya que la enormidad de la tarea aparece tan pronto como se la define: ¿cómo conocer al hombre en profundidad sin tener lo antes posible la misma mirada de Dios? ¿Cómo percibir los datos objetivos de su naturaleza aún solidificada por el pecado y al mismo tiempo las posibilidades infinitas (incluso si tienen obstáculos) de su libertad, a menos que se comparta aunque sea un poco la clarividencia y la ternura del Padre?
El ejercicio del ministerio de la confesión es una poderosa invitación a la oración.
Cuando se ha sido testigo de resultados inesperados y conmovedores, uno se siente tan superado, desbordado, y tan contento y feliz que le gustaría estallar en acción de gracias.
Cuando ha sido necesario luchar paso a paso para un resultado aleatorio, tiene importancia sostener por la oración a quien antes se quiso ayudar.
Cuando se ha percibido en una confesión la profunda delicadeza de un alma muy unida a Dios, la oración se convierte en acto de humildad y en adoración.
Pero recíprocamente, la confesión remite a una oración previa; siempre será conveniente, antes de entrar en el confesionario, invocar siempre al Espíritu Santo. Esto siempre será un recordatorio muy sano. No es el sacerdote quien actúa; sólo tiene valor lo que se hace si se pone bajo la asistencia, la dirección y el movimiento del Espíritu Santo. Por eso es importante que el sacerdote que confiesa se esfuerce por ser un hombre de oración. Además, con frecuencia, los fieles lo perciben y consideran que ellos han vuelto por el testimonio discreto de un sacerdote iluminado por la amistad con Jesucristo, más que por sus argumentos.
Con todo esto vemos que, para confesar, el sacerdote necesita una preparación anterior e interior. Los sacerdotes debemos procurarla por el bien de los fieles, por la santificación de las almas, por la edificación de la Iglesia. Los fieles deberán, a su vez, permitir -y no estorbar ni extrañarse ni oponerse ni ridiculizar- estos tiempos para el sacerdote en el estudio, en la oración y en el confesionario.
Se necesita una fe que mueva montañas para decir que la amistad de Dios pasa por delante de cualquier otra realización humana, que nos dará el ciento por uno a lo que hayamos sacrificado por él, para hacer creer también que el esfuerzo es posible, incluso si el resultado parece aún aleatorio, y que la gracia de Dios es capaz de levantar al pecador más hundido en sus costumbres. Esto es lo que se produce efectivamente en los milagros.
Para un sacerdote es uno de los ministerios exteriormente más eficaces y en todo caso más agradables; de los que el sacerdote se siente también sacerdote, también íntimamente unido a Jesucristo que hace de él su intermediario para volver al corazón de los hombres. También él necesita estar siempre vigilante para ser simplemente lo que él es: administrador de los misterios divinos. Administrador, es decir, responsable, pero no propietario. Sólo a Dios se dirigen las confidencias escuchadas, sólo a Dios le pertenece el éxito de tal conversión. "No a nosotros, señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria" (Sal 113,1).
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