Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Ser sal y luz del mundo. San Juan Crisóstomo.

Ser sal y luz del mundo. San Juan Crisóstomo.

por La divina proporción

Es conveniente que el fiel sea reconocido no únicamente por el don de ser cristiano, sino por su nuevo género de vida. El fiel debe ser luz y sal de la tierra. Pero si ni para ti mismo eres luz ni sabes dominar tu podredumbre ¿cómo podremos distinguirte? ¿Por el solo hecho de haber bajado a las aguas saludables del bautismo? Pero esto más bien te lleva al castigo. La alteza del honor, para quienes no llevan una vida digna del honor, viene a ser un acrecentamiento del suplicio. El fiel debe brillar no únicamente por los dones que Dios le da, sino además por la forma en que él coopera. Debe en todo mostrarse excelente: en el modo de caminar, en su comportamiento, en su vestir, en su voz. (San Juan Crisóstomo. Homilía sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía IV) 

El Evangelio de hoy domingo es realmente bonito, ya que nos dice que debemos ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Cristo espera que dejemos que El se transparente al mundo a través de nosotros. Como suelo decir, espera que permitamos que seamos herramientas fieles y eficaces en sus manos. Para ello debemos confiar en que El es quien maneja la nave de nuestra vida. 

Recordemos cuando hablaba a sus Apóstoles recordándoles que: 

No se preocupen por lo que han de comer o beber para vivir, ni por la ropa que necesitan para el cuerpo. ¿No vale la vida más que la comida y el cuerpo más que la ropa? Miren las aves que vuelan por el aire: no siembran ni cosechan ni guardan la cosecha en graneros; sin embargo, el Padre de ustedes que está en el cielo les da de comer. ¡Y ustedes valen más que las aves! En todo caso, por mucho que uno se preocupe, ¿cómo podrá prolongar su vida ni siquiera una hora? (Mt 6,25-27) 

San Juan Crisóstomo es un poco más duro y nos recuerda que no podemos vivir una vida que no se diferencie de las de las demás personas, que no conocen a Cristo. El cristiano debe ser símbolo de Cristo, ya que las demás personas conocerán al Señor a través de él. 

Hoy en día nos encontramos perplejos ante una sociedad que olvida sus fundamentos cristianos y prefiere vivir sin comprometerse con nada ni nadie. Nos preguntamos por qué los jóvenes desaparecen de los templos para hacer una larga travesía por el desierto del mundo. Travesía de la que algunos vuelven trayendo a sus hijos, de la mano. Travesía que es necesaria para convertirse realmente.

Ya en el siglo IV padecían los mismos problemas que tenemos ahora. Una cosa son los bautizados y otra, el pequeño grupo de cristianos que tras su travesía de alejamiento, encuentran la Luz de Cristo y retornan. Ya nos lo indicó Cristo al señalar que “muchos son los llamados y pocos los escogidos” (Mt 22,14). Pero no se trata de que Dios señale a unos y rechace a otros, somos nosotros quienes decidimos abrir la puerta cuando oímos la llamada de Cristo o preferimos escondernos, tapándonos los oídos: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo” (Ap 3, 20). 

¿Nos extraña que tantos bautizados vivan de forma totalmente irreligiosa o con cristianismo de barniz cultural? Yo creo que no nos debería extrañar. Es lo que podríamos esperar de una sociedad aconfesional que privilegia los dioses de siempre: poder, fama, éxito, riqueza, etc. Lo extraño es que una persona decida abrir la puerta a Cristo, ya que se encontrará comprometida para toda su vida, desde el mismo momento en que le mire a los ojos. 

Estos son los que realmente serán la sal y la luz del mundo. Los demás, intentamos, a duras penas, seguir el camino que marcan los pasos de Cristo. Siempre rezagados, agotados y sobrepasados por lo que quisiéramos dar y no somos capaces. 

En nuestro trabajo, nuestro hogar, nuestras aficiones y obligaciones, podemos ser sal y luz, pero antes hemos de abrir la puerta al Señor y dejar que Él sea quien nos enseñe a dónde hemos de dirigir nuestro conocimiento, afecto y voluntad.

El fiel debe brillar no únicamente por los dones que Dios le da, sino además por la forma en que él coopera. 

 

 

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