¿Te decides a aceptar a Jesús como amigo?
por Un obispo opina
No podemos olvidar que la obra de Jesús somos nosotros. Su obra consiste en configurarnos a su imagen. Respeta nuestra libertad, pero nos invita insistentemente a ser como Él; no le gustan las medias tintas ni las posturas ambiguas, y a nosotros no nos suele gustar demasiado tomar posturas radicales, aunque admiramos a quienes las toman; no nos atrevemos a apostar fuerte y Cristo nos invita a apostar fuerte en favor de su amistad.
Aceptarle como amigo nos ha de suponer dejar de lado muchas cosas incompatibles con una amistad verdadera; estamos muy llenos de pequeñas cosas y de pequeñas amistades, y a Él hay que hacerle sitio en nuestro interior. Él ha amado demasiado para conformarse con cualquier cosa. Quien ama mucho exige mucho; y precisamente porque Jesús nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, es muy sensible a la ingratitud, y ésa es a veces nuestra respuesta.
Hay en el Evangelio una pregunta que queda flotando en el aire y que debiera ser un revulsivo para todos nosotros; es la queja de quien ama intensamente y no se ve correspondido. Es la queja ante la ingratitud. Curó a diez leprosos y solamente uno volvió a darle gracias. ¿No han sido diez los curados? Y los otros nueve ¿dónde están? Es que cuando uno ha sido capaz de dar su vida por otro, no puede conformarse con que éste le devuelva sólo unas migajas de la suya. Que no tenga que preguntar por mí ya que he recibido todo de Él.
Jesús es un amigo de verdad, no es un amigo cualquiera. Por eso es exigente. Para optar por la amistad con Él hay que romper con todo aquello que pueda enturbiarla, sea lo que sea, aunque se trate de cosas tan queridas como la mano, el pie o el ojo (Mt. 18, 8-9). Hay que estar dispuestos a perder hasta la vida por Él.
Es exigente en la llamada. Cuando dice «sígueme» no admite condiciones. Recordemos aquello de Mt. 8, 22: «Sigueme y deja que los muertos entierren a sus muertos.» Se trata de una llamada que no admite demora en la respuesta; y no la admite porque se trata de lo más importante y trascendental que hay en el hombre: ocupar el puesto que Dios le ha asignado en la vida: únicamente ocupándolo podrá realizarse como Dios quiera que se realice.
Cuando llama, pide una respuesta inmediata. ¡Con lo que nos gusta ir dándole largas al asunto antes de comprometernos! Pide el ahora, sea cual sea nuestro pasado, y pide que se haga una opción por la plena amistad con Él sin miedo a los riesgos del futuro.
Esta exigencia de respuesta radical, exigencia que nunca disimula, tiene su lógica explicación en que, al invitarnos a seguirle, nos está también invitando a poner, como Él, toda nuestra confianza en el Padre. Al mismo tiempo que exige, da seguridad y confianza: la misma que tiene Él, porque el apoyo, suyo y nuestro, es la confianza en el Padre. Por eso en la última cena les puede decir a los apóstoles: «No temáis, yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33).
Es exigente en la confianza que deben tener en Él quienes le siguen. A mí me llama la atención el pasaje en que promete la institución de la Eucaristía. Hay que reconocer que la promesa que hace de que su carne sería verdaderamente comida y que su sangre sería verdaderamente bebida, debió poner a prueba la fe de quienes creían en Él. Efectivamente, nos dice el Evangelio: «Muchos discípulos dijeron al oírlo: este modo de hablar es intolerable... Desde entonces muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron más con Él» (Jn. 6, 60 y 66). Es impresionante esta escena, como lo es también la actitud de Jesús que, ante esta reacción, no trata de convencerles; la fe en Él se funda en su testimonio, por eso, en vez de llamarles y tratar de convencerles, se dirige a los doce y les pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos» (Jn. 6, 67). Le resultaría doloroso ver que algunos amigos le abandonaban, pero exigía una aceptación plena del mensaje que proclamaba porque era el mensaje que había recibido del Padre.
También a través de la historia muchos lo han rechazado o no lo han tomado en serio. También muchos han considerado absurdo lo que es palabra de vida. También muchos se han echado atrás y no han vuelto más con Él; sobre todo, los autosuficientes, los orgullosos, los seguros de sí mismos, los comodones, los que no admiten otro principio válido para el convencimiento más que la razón. Tampoco entonces los jefes creían en Él y lo tenían a gala: «¿Hay, por ventura, alguno entre los jefes o entre los fariseos que haya creído en Él?» (Jn. 7, 48).
En la actualidad podamos tener la impresión de que esto de la fe ya no se lleva; pero hay en nuestro mundo y los ha habido a través de la historia, millones y millones de hombres y mujeres de toda edad y condición, que no han dudado en ofrecerle incondicionalmente sus vidas como respuesta a la llamada y a la invitación de seguirle; no se han echado atrás y también, como San Pedro un día, le han dicho: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios» (Jn. 6, 68-69).
¿Y nosotros? ¿Qué tal? ¿Nos decidimos a seguirle? ¿Nos fiamos de Él? ¿Nos arriesgamos por Él? ¿Nos tomamos en serio seguir a Jesús? ¿Nos decidimos a aceptarle como amigo?
José Gea
Aceptarle como amigo nos ha de suponer dejar de lado muchas cosas incompatibles con una amistad verdadera; estamos muy llenos de pequeñas cosas y de pequeñas amistades, y a Él hay que hacerle sitio en nuestro interior. Él ha amado demasiado para conformarse con cualquier cosa. Quien ama mucho exige mucho; y precisamente porque Jesús nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, es muy sensible a la ingratitud, y ésa es a veces nuestra respuesta.
Hay en el Evangelio una pregunta que queda flotando en el aire y que debiera ser un revulsivo para todos nosotros; es la queja de quien ama intensamente y no se ve correspondido. Es la queja ante la ingratitud. Curó a diez leprosos y solamente uno volvió a darle gracias. ¿No han sido diez los curados? Y los otros nueve ¿dónde están? Es que cuando uno ha sido capaz de dar su vida por otro, no puede conformarse con que éste le devuelva sólo unas migajas de la suya. Que no tenga que preguntar por mí ya que he recibido todo de Él.
Jesús es un amigo de verdad, no es un amigo cualquiera. Por eso es exigente. Para optar por la amistad con Él hay que romper con todo aquello que pueda enturbiarla, sea lo que sea, aunque se trate de cosas tan queridas como la mano, el pie o el ojo (Mt. 18, 8-9). Hay que estar dispuestos a perder hasta la vida por Él.
Es exigente en la llamada. Cuando dice «sígueme» no admite condiciones. Recordemos aquello de Mt. 8, 22: «Sigueme y deja que los muertos entierren a sus muertos.» Se trata de una llamada que no admite demora en la respuesta; y no la admite porque se trata de lo más importante y trascendental que hay en el hombre: ocupar el puesto que Dios le ha asignado en la vida: únicamente ocupándolo podrá realizarse como Dios quiera que se realice.
Cuando llama, pide una respuesta inmediata. ¡Con lo que nos gusta ir dándole largas al asunto antes de comprometernos! Pide el ahora, sea cual sea nuestro pasado, y pide que se haga una opción por la plena amistad con Él sin miedo a los riesgos del futuro.
Esta exigencia de respuesta radical, exigencia que nunca disimula, tiene su lógica explicación en que, al invitarnos a seguirle, nos está también invitando a poner, como Él, toda nuestra confianza en el Padre. Al mismo tiempo que exige, da seguridad y confianza: la misma que tiene Él, porque el apoyo, suyo y nuestro, es la confianza en el Padre. Por eso en la última cena les puede decir a los apóstoles: «No temáis, yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33).
Es exigente en la confianza que deben tener en Él quienes le siguen. A mí me llama la atención el pasaje en que promete la institución de la Eucaristía. Hay que reconocer que la promesa que hace de que su carne sería verdaderamente comida y que su sangre sería verdaderamente bebida, debió poner a prueba la fe de quienes creían en Él. Efectivamente, nos dice el Evangelio: «Muchos discípulos dijeron al oírlo: este modo de hablar es intolerable... Desde entonces muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron más con Él» (Jn. 6, 60 y 66). Es impresionante esta escena, como lo es también la actitud de Jesús que, ante esta reacción, no trata de convencerles; la fe en Él se funda en su testimonio, por eso, en vez de llamarles y tratar de convencerles, se dirige a los doce y les pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos» (Jn. 6, 67). Le resultaría doloroso ver que algunos amigos le abandonaban, pero exigía una aceptación plena del mensaje que proclamaba porque era el mensaje que había recibido del Padre.
También a través de la historia muchos lo han rechazado o no lo han tomado en serio. También muchos han considerado absurdo lo que es palabra de vida. También muchos se han echado atrás y no han vuelto más con Él; sobre todo, los autosuficientes, los orgullosos, los seguros de sí mismos, los comodones, los que no admiten otro principio válido para el convencimiento más que la razón. Tampoco entonces los jefes creían en Él y lo tenían a gala: «¿Hay, por ventura, alguno entre los jefes o entre los fariseos que haya creído en Él?» (Jn. 7, 48).
En la actualidad podamos tener la impresión de que esto de la fe ya no se lleva; pero hay en nuestro mundo y los ha habido a través de la historia, millones y millones de hombres y mujeres de toda edad y condición, que no han dudado en ofrecerle incondicionalmente sus vidas como respuesta a la llamada y a la invitación de seguirle; no se han echado atrás y también, como San Pedro un día, le han dicho: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios» (Jn. 6, 68-69).
¿Y nosotros? ¿Qué tal? ¿Nos decidimos a seguirle? ¿Nos fiamos de Él? ¿Nos arriesgamos por Él? ¿Nos tomamos en serio seguir a Jesús? ¿Nos decidimos a aceptarle como amigo?
José Gea
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