¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su vida?
El hombre es un ser integral (una extraña y hermosa mezcla de materia, alma y espíritu). Esta es una premisa que nos debe llevar a comprender nuestra naturaleza, nuestro origen y nuestra meta. Compartimos con los animales el instinto, pero diferimos enormemente de ellos en nuestra racionalidad o capacidad para pensar pensamientos, es decir, poder volver sobre lo pensado para tener conciencia de que somos más que impulsos fisiológicos. Esa integralidad es la que nos permite comprender que el crecimiento verdaderamente humano se da en la medida en que acentuamos nuestra formación y crecimiento no solo en la fisiología sino también en nuestras emociones, nuestros afectos, nuestra vida de academia y nuestra espiritualidad. El hombre que verdaderamente crece no es solo aquel cuya estatura aumenta cada tiempo hasta llegar a su propio tope sino aquel que ensancha los horizontes de sí mismo a través del estudio, la oración, el arte y el amor, entre otros.
No se trata aquí de ser solo “buenos” en un solo aspecto de nuestra vida, ya sea el deporte, el arte, la ciencia o la espiritualidad. Es indispensable equilibrar todos esos tópicos, de tal forma que quien nos trate, descubra que no solo hay en nosotros un buen deportista o un buen orante sino que ahí está plantado un excelente ser humano que ha llevado a plenitud todos los talentos que Dios le ha dado.
A veces suelo comparar la vida humana a los teléfonos de alta gama, que con más de 100.000 aplicaciones hacen cosas inimaginables, pero que en manos inexpertas sólo saben utilizar para llamar o responder. De la misma manera podemos pensar que la vida no está sólo hecha para “nacer, crecer, reproducirse y finalmente morir” porque eso equivale a haberla desperdiciado de modo miserable y haber dejado inutilizada todas las aplicaciones existenciales que Dios pensó para nosotros.
Un hombre de Dios sabe orar, estudiar, divertirse, amar, descansar, servir, crecer, producir, desarrollar, crear, inventar, pensar y socializar. Pero para esto es necesario alimentar de manera continua e ininterrumpida la vida. Temo a los que creen que la inteligencia es equivalente a la memoria repetitiva de conceptos y que ya todo está dicho y por eso no se esfuerzan en pensar y producir sino que suelen afirmar y reconfirmar lo que otros han dicho. El mundo ha evolucionado por aquellos que se han arriesgado a pensar, o creer que era posible volar como las aves o nadar como los peces y no se dejaron amilanar por quienes sólo sabían decir: “eso es imposible hacerlo.” Temo a los educadores que se contentan con estudiantes que recuerdan perfectamente lo que otros dijeron pero ni siquiera saben discernir el pensamiento ajeno. Hoy es menester contar con personas que nos obliguen a pensar, que no evalúen solo la memoria sino el desarrollo del pensamiento humano y del crecimiento afectivo. Me gusta pensar en Jesús, cuando afirma el Evangelio que “crecía en estatura y en gracia a los ojos de Dios y del mundo”. No estaba aquí solo para repetir lo que los maestros de la Ley judía y los fariseos enseñaban, sino que se arriesgó a enseñar de una manera distinta, de tal forma que impulsaba a cada persona que se encontraba con él a descubrirse como una enorme riqueza humana inexplorada. Madurar, pues, no es crecer hasta envejecer; madurar es hacer que todo los dones que Dios puso en nuestra vida lleguen a un punto en el que todos los que se topan con ellos los puedan disfrutar del mismo modo del que los posee.
Amo una Iglesia que ama al hombre y confía en él del modo como Dios confía, que lo impulsa a ser mejor, que le ayuda a descubrir sus limitaciones pero no los estanca en ellos. Amo esta Iglesia que no se llama católica sino que es Católica, por ser universal y que da todo por el hombre del modo como Jesús lo dio todo. Amo esta Iglesia que amamanta a sus hijos con los sacramentos pero los lleva a sentirse hombres de verdad, que saben caminar con sus propios pies pero con la luz de Jesús.
Esta es la Iglesia que amo, aquella que no quiere solo hombres piadosos sino hombres integrales, que saben dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Amo esta Iglesia que ama al ser humano como ama a Cristo.
P. Juan Ávila Estrada Pbro.
No se trata aquí de ser solo “buenos” en un solo aspecto de nuestra vida, ya sea el deporte, el arte, la ciencia o la espiritualidad. Es indispensable equilibrar todos esos tópicos, de tal forma que quien nos trate, descubra que no solo hay en nosotros un buen deportista o un buen orante sino que ahí está plantado un excelente ser humano que ha llevado a plenitud todos los talentos que Dios le ha dado.
A veces suelo comparar la vida humana a los teléfonos de alta gama, que con más de 100.000 aplicaciones hacen cosas inimaginables, pero que en manos inexpertas sólo saben utilizar para llamar o responder. De la misma manera podemos pensar que la vida no está sólo hecha para “nacer, crecer, reproducirse y finalmente morir” porque eso equivale a haberla desperdiciado de modo miserable y haber dejado inutilizada todas las aplicaciones existenciales que Dios pensó para nosotros.
Un hombre de Dios sabe orar, estudiar, divertirse, amar, descansar, servir, crecer, producir, desarrollar, crear, inventar, pensar y socializar. Pero para esto es necesario alimentar de manera continua e ininterrumpida la vida. Temo a los que creen que la inteligencia es equivalente a la memoria repetitiva de conceptos y que ya todo está dicho y por eso no se esfuerzan en pensar y producir sino que suelen afirmar y reconfirmar lo que otros han dicho. El mundo ha evolucionado por aquellos que se han arriesgado a pensar, o creer que era posible volar como las aves o nadar como los peces y no se dejaron amilanar por quienes sólo sabían decir: “eso es imposible hacerlo.” Temo a los educadores que se contentan con estudiantes que recuerdan perfectamente lo que otros dijeron pero ni siquiera saben discernir el pensamiento ajeno. Hoy es menester contar con personas que nos obliguen a pensar, que no evalúen solo la memoria sino el desarrollo del pensamiento humano y del crecimiento afectivo. Me gusta pensar en Jesús, cuando afirma el Evangelio que “crecía en estatura y en gracia a los ojos de Dios y del mundo”. No estaba aquí solo para repetir lo que los maestros de la Ley judía y los fariseos enseñaban, sino que se arriesgó a enseñar de una manera distinta, de tal forma que impulsaba a cada persona que se encontraba con él a descubrirse como una enorme riqueza humana inexplorada. Madurar, pues, no es crecer hasta envejecer; madurar es hacer que todo los dones que Dios puso en nuestra vida lleguen a un punto en el que todos los que se topan con ellos los puedan disfrutar del mismo modo del que los posee.
Amo una Iglesia que ama al hombre y confía en él del modo como Dios confía, que lo impulsa a ser mejor, que le ayuda a descubrir sus limitaciones pero no los estanca en ellos. Amo esta Iglesia que no se llama católica sino que es Católica, por ser universal y que da todo por el hombre del modo como Jesús lo dio todo. Amo esta Iglesia que amamanta a sus hijos con los sacramentos pero los lleva a sentirse hombres de verdad, que saben caminar con sus propios pies pero con la luz de Jesús.
Esta es la Iglesia que amo, aquella que no quiere solo hombres piadosos sino hombres integrales, que saben dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Amo esta Iglesia que ama al ser humano como ama a Cristo.
P. Juan Ávila Estrada Pbro.
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