Escrivá de Balaguer: "El diablo no para"
por Oro Fino
He vuelto a leer estos días la carta profética que Josemaría Escrivá de Balaguer dirigió a los miembros del Opus Dei el 14 de febrero de 1974, un año antes de su muerte santa en Roma.
Titulada La tercera campanada, algunos de sus párrafos invitan, y mucho, a la reflexión casi cuarenta años después:
“[…] Mirad que el demonio pretende engañar y sugestiona, argumentando que tal o cual detalle no lesiona ni la fe ni el camino y, si uno se deslizara por esos pequeños abandonos, acabaría perdiendo el camino y la fe. Atentos, hijas e hijos de mi alma, que el diablo no para, y todos arrastramos concupiscencias y pasiones.
“En esta última decena de años, muchos hombres de Iglesia se han apagado progresivamente en sus creencias. Personas con buena doctrina se apartan del criterio recto, poco a poco, hasta llegar a una lamentable confusión en las ideas y en las obras. Un desgraciado proceso, que partía de una embriaguez optimista por un modelo imaginario de cristianismo o de Iglesia que, en el fondo, coincidía con el esquema que ya había trazado el modernismo. El diablo ha utilizado todas sus artes para embaucar, con esas utopías heréticas, incluso a aquellos que, por su cargo y por su responsabilidad entre el clero, deberían haber sido un ejemplo de prudencia sobrenatural.
“Resulta muy significativo que -quienes promovían todo este fenómeno de desmejoramiento- solían escamotear las exigencias cristianas de reforma personal, de conversión interior, de piedad; para abandonarse, con un obsesivo interés, a denunciar defectos de estructura. Entraban ganas de clamar, con el profeta, scindite corda vestra et non vestimenta vestra (Ioel II, 13): ¡basta de comedias hipócritas!: a confesar los propios pecados, a tratar de mejorar cada uno, a rezar, a ser mortificados, para ejercitar una auténtica caridad cristiana con todos.
“Hijos míos, curaos en salud y no condescendáis. El demonio anda rondando tamquam leo rugiens circuit (I Petr. V, 8): como un león inquieto, y espera que hagáis la mínima concesión, para dar el asalto al alma: a la entereza de vuestra fe, a la delicadeza de vuestra pureza, al desprendimiento de vosotros mismos y de los bienes terrenales, al amor de las cosas pequeñas”.
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