Las rosas blancas de Zoraida
LAS ROSAS BLANCAS DE ZORAIDA
Cruzada nº 2, II época, enero-febrero 1951
¡Quién le iba a decir a Lope de Benavides, hijo de don Alfonso, el valiente conquistador de Baeza, que aquella tarde dorada, cuando fuera a apagar su sed en la fontana de Linarejos, los ojos negros de Zoraida habrían de prenderle en las entrañas el fuego de un amor puro apasionado! Y, cabalmente, así sucedió. Pero lo curioso del caso fue que en el corazón de la bellísima doncella agarena la silueta gallarda del mancebo produjo efectos en un todo semejantes a los del castellano.
A partir de aquel día, las visitas de ambos al lugar de su encuentro comenzaron a menudear y, lo que había empezado en un simple cambio de miradas, se cambió bien pronto por un tierno idilio que, como las aguas cristalinas de la fontana, se deslizaba mansamente sin caer en la cuenta favorable o adversa de su futuro destino.
Era Zoraida la hija única de Omar, un platero moruno que, al amparo de las indulgencias concedidas por Fernando III el Santo, a raíz de la ocupación de Linares, prefirió, a la larga aventura del exilio, la de seguir habitando en suelo cristiano. Pero, a lo que el fanatismo islámico de Omar no accedió fue a la convivencia asidua con los invasores. Para evitarla abandonó los alrededores de la fortaleza y no paró hasta instalarse con su hija en una finca que, para el cultivo de la jardinería, poseía en el lugar llamado Linarejos.
Así, tranquilamente, Zoraida, dedicada al cuidado de las flores y Omar al hábil artificio de la plata, se deslizaban los días cuando sucedió el lance a que ya hemos hecho referencia y, tras él, vino lo inevitable: los oídos cautelosos del platero oyeron la nueva de aquellas relaciones y decidió cortarlas en su raíz. Zoraida recibió entonces la orden terminante de no salir de la quinta y al día siguiente, ante la estrecha vigilancia a que se vio sometida, faltó por primera vez a la cita con el cristiano. La retirada, a partir de entonces, fue tan brusca e inexplicable que Lope quedó tremendamente desconcertado.
Una noche, decidido a proyectar un rayo de la luz sobre aquel marasmo de tinieblas, ensilló su caballo y, abandonando secretamente la fortaleza, enfiló la vía romana, traspuso el puentecillo y no se detuvo hasta llegar a la pequeña ermita de la Virgen de Linarejos, entonces recientemente aparecida.
Era por aquellos días piadosa costumbre de los linarenses la de que, al pasar por aquel lugar, solían alargar una vara por entre los barrotes de la reja hasta tocar con su punta el aceite de la lamparilla que, día y noche, ardía en honor de la Virgen. Así también hizo Lope con la ayuda de su espada y luego se perdió por un estrecho sendero. Cuando llegó al pie de la casa de Zoraida tomó un laúd que en bandolera llevaba y estuvo largo tiempo desgranando las notas emotivas de una serenata. Pasaron las horas infructuosamente hasta que, al fin, abrumado por el nulo resultado de sus tentativas, volvió sobre sus pasos y emprendió el regreso hacia la fortaleza. Pero esta vez sus movimientos fueron seguidos por la siniestra figura de Omar, a quien la sola vista del cristiano abrasaba el corazón en deseos de odio y exterminio.
La escena se repitió varios días, con idénticos resultados y similar expiación hasta que, al fin, el torvo pensamiento del platero maquinó la idea diabólica de eliminar al joven Benavides. Rápidamente puso manos a su obra. Más de una vez había tenido en las manos alguno de los estiletes que usaban los “Caballeros de Santiago”; con habilidad reprodujo uno exactamente y luego le grabó las iniciales de un soldado de la guarnición.
Llegó el día elegido para su propósito. El aire ambarino de la mañana se saturó por el aroma de las rosas blancas que Zoraida cortaba en el jardín. Cuando, terminada su tarea, entró en la casa, miró a su padre y éste esquivó la mirada. Entonces tuvo el presentimiento de que algo terrible amenazaba su felicidad, y, para ponerla a salvo, puso en juego todos sus ardides de mujer. Tomó una brazada de rosas y aprovechando la preocupación del platero y la ausencia de su doncella, enviada a buscar su pañuelo abandonado, emprendió veloz carrera por el sendero que conducía a la ermita y no se detuvo hasta llegar a la férrea impedimenta de la reja. Alzó los ojos vidriados por el llanto y clavándolos en la faz serena de la Virgen dijo, mientras sus manos dejaban caer la lluvia impoluta de sus rosas: "Señora: todo lo que Lope ame tiene que ser bueno. Si tú le salvas, te prometo hacerme cristiana".
La noche era de las de luna clara. Se diría que la plata de los crisoles de Omar se había derramado por todos los senderos. De pronto, en la ermita se oyó el repiqueteo de unas espuelas y a la luz de la lamparilla se recortó la silueta de Lope; segundos después se arrodillaba y desnudando la espada la extendió hacia la lucecilla, pero, inesperadamente, sintió en el brazo armado unas punzadas. Al tratar de retirarlo, se le enredó en algo y el filo de la espada quebró el cristal de la lamparilla. ¡Eran las rosas que, providencialmente, había dejado aquella mañana Zoraida!
Cuanto después sucedió lo fue con excesiva rapidez: una roja llamarada se elevó y Lope, deshaciéndose de su capa, se apresuró a extinguir el incendio.
Mientras tanto, a sus espaldas, el platero, que acechaba como de costumbre, pensó llegado su instante y, sacando el estilete, lo elevó en el aire con decisión, pero en aquel momento una luz fulgurante le hizo detener el brazo homicida. En el centro de aquel resplandor pudo ver a una majestuosa Señora que, con gesto mitad severo, mitad suplicante, le reprochaba por la ruindad de su acción. Y sin saber por qué cayó de rodillas.
Meses después, Zoraida, ya cristiana, y Lope, unieron sus vidas ante la imagen de la Virgen Milagrosa; aquel día los rosales de la doncella agarena volcaron su blancura a los pies de la Señora de Linarejos, que sobre su frente lucía por primera vez la corona en la que las manos sutiles de Omar habían logrado aprisionar el resplandor que motivara su conversión.
Y cuando Lope, siendo ya “Caballero de Santiago” marchó a la conquista de Córdoba, tomó como una filiar obligación la de extender por tierras de infieles la devoción a Santa María. De aquí el que hoy abunde tanto en las entrañas de Andalucía la advocación de Virgen de Linares o Linarejos. Y, de este relato, esas rosas blancas que tanto admiramos en las proximidades de la ermita.