Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Lucifer le poseyó tras hacer "ouija"

por Oro Fino

Conozco varios casos de posesión diabólica en jóvenes que flirtearon con la “ouija”.
Por desgracia, son ya multitud los que han practicado este popular juego como si fuera el parchís o la oca, cuando en realidad es una peligrosa forma de espiritismo doméstico.

Añadamos antes de relatar uno de estos casos, que el término “ouija” deriva de dos palabras con idéntico significado: el “oui” francés y el “ja” alemán (“sí”, en ambos casos).
Desde su comercialización, a principios del siglo XIX, el conocido también como “tablero parlante” puede adquirirse hoy en cualquier santería.
El juego consta de un tablero del tamaño de un ajedrez normal con unos símbolos bien diferenciados: una luna, un sol y las palabras “sí” y “no”, entre las cuales figura escrito “ouija”.
En el centro hay un alfabeto en dos líneas y justo debajo, en una tercera línea, los números del 0 al 9, junto a otros símbolos cabalísticos.
 
Los participantes colocan sus dedos sobre un triángulo de madera bien pulido o un vaso de cristal. Cualquiera de estos objetos se desliza luego solo por las letras hasta conformarse el mensaje de un espíritu tras el cual se esconde siempre el demonio.

Y si no, que se lo pregunten a Antonio, que con sólo 15 primaveras practicó ya la “ouija” con tres amigos en casa de uno de ellos.
Una tarde se congregaron todos con gran expectación en torno al “tablero parlante”. Poco después consiguieron comunicarse con espíritus de otro mundo; entre ellos, el presunto abuelo materno de Antonio, fusilado en plena Guerra Civil española… “¡Ojalá que no lo hubiera hecho nunca!”, se lamentaba Antonio cuando le entrevisté para mi libro Así se vence al demonio.

Admitió que lo hizo por curiosidad, y porque “le molaba mucho el suspense”, como a la mayoría de los jóvenes.
Desde aquel día empezó a sentirse extraño, pues tan pronto estaba de buen humor como se irritaba con su familia por cualquier tontería. Se volvió muy suspicaz y antisociable. Permanecía las tardes del fin de semana encerrado en su habitación, con la música a todo volumen, hojeando libros y revistas de parapsicología y esoterismo que él mismo introducía en casa sin que su madre se enterase. Llegó un momento en que dejó de ver a sus amigos.
 
Me contaba Antonio, convencido, que fue el demonio quien le apartó poco a poco de todos sus seres queridos, hasta convertirle en una persona egocéntrica e irascible, incapaz de hacer algo positivo en beneficio propio y de los demás.

Una noche se despertó sobresaltado al sentir un golpe fuerte en el estómago. El demonio le molió a palos aquella madrugada y otras muchas, dejándole el cuerpo amoratado. Las señales de los golpes parecían quemaduras. Tenía también cicatrices repartidas por las piernas y cortes en la piel. Pero lo que le sucedió a él fue cosa de niños comparado con la suerte que corrieron los tres amigos que hicieron “ouija” con él: murieron todos en menos de un año.
Alberto falleció dos años después de la primera sesión de espiritismo, tras un trágico accidente de circulación en el que su motocicleta fue arrollada por un todo-terreno al salir de noche de una discoteca para dirigirse a su casa.
A Eduardo lo hallaron muerto por una sobredosis de heroína. Al poco de empezar con el espiritismo, contactó con un camello que le introdujo en el mundo de la droga. Del hachís pasó muy pronto a inyectarse heroína con una jeringuilla; y de ahí, al otro mundo.
Finalmente, a José Manuel lo encontraron también muerto en su dormitorio, al parecer a causa de una trombosis cerebral pese a que tenía sólo diecinueve años.
 
Entre tanto, los padres de Antonio llegaron a pensar que a su hijo le faltaba un tornillo y le pidieron hora con el psiquiatra, que rompió a reír en cuanto le contó lo que le sucedía. Evidentemente, si el médico no creía en Dios, menos iba a hacerlo en el diablo.
Así que les dijo a sus padres que estuviesen tranquilos porque no veía nada anormal en su cerebro, y recetó al paciente unos tranquilizantes para que descansase por las noches. Eso fue todo.
 
Así estuvo Antonio dos o tres meses, sin que el demonio dejase de maltratarle. Desesperados, sus padres le llevaron a un segundo psiquiatra e incluso a un tercero, los cuales, como el primero, confirmaron que estaba en su sano juicio.

Fue entonces cuando los padres de Antonio recurrieron al Obispado, donde les remitieron a un exorcista de la diócesis. En la primera sesión, el sacerdote reparó enseguida en la gravedad de su posesión. Intentó expulsar al demonio con todo tipo de oraciones, pero se dio cuenta de que era demasiado fuerte para él. Consultó entonces con otro exorcista, que resultó ser el Padre Salvador.
 
Pese a su dilata experiencia, el exorcista de Cartagena (Murcia), las pasó también canutas. Sobre todo, al ver que Antonio rompía una y otra vez las ligaduras que le mantenían inmovilizado en la camilla.
Al fin, debilitado, el diablo acabó revelando su nombre: admitió ser el mismísimo Lucifer, la mano derecha de Satanás.
 
Hablando a través del poseído, advirtió que nunca abandonaría su cuerpo y que iba a causarle la muerte por desesperación. Pretendía también inducir a sus padres al suicidio, provocándoles intensos sufrimientos y vejaciones.
Muertos de miedo, padres e hijo empezaron a rezar como jamás lo habían hecho en su vida. En los últimos exorcismos, Antonio iba ya a Misa y rezaba el Rosario con sus padres. Poco después, se confesó y comulgó. Al cabo de año y medio de exorcismos, quedó liberado por la Infinita Misericordia del Señor.
 
Más información en:
https://www.facebook.com/josemariazavalaoficial
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