Fulanita se ha quedado embarazada
¿No habéis oído alguna vez una expresión del tipo “Fulanita se ha quedado embarazada”? Se trata de una expresión que me dejó perplejo la primera vez que la oí, porque me sonó a algo así como “Carlos se ha constipado” o “la ventana se ha roto”. Cuando algo “se ha” lo-que-sea, se quiere significar que no ha habido un sujeto agente que lo haya efectuado. Evidentemente, si nos ponemos a investigar, veremos que Carlos se ha constipado por un virus, y que el cristal se ha roto porque Miguel le ha tirado una piedra. Pero la expresión “se ha” quiere indicar que ni Carlos ni la ventana han tenido la culpa de lo que les ha pasado. De algún modo, cuando escuché por primera vez: “Fulanita se ha quedado embarazada”, me dio la sensación de que se quería decir que le había sucedido por generación espontánea, por casualidad, por alguna causa inexplicable que, desde luego, no tenía nada que ver con lo que ella hubiera hecho.
Lo que tiene ser una persona reflexiva es que le das vueltas a las cosas. Eso se considera un vicio en este siglo, por supuesto. Las personas reflexivas pueden llegar a conclusiones que les pueden llevar a cambiar de vida, ¡válgame Dios! Incluso pueden ser peligrosas para el sistema. Pero da la casualidad de que yo soy reflexivo, con lo que ello conlleva. Y me paré a pensar en esa expresión: “Fulanita se ha quedado embarazada”. Y algo en mi interior me replicó: “No. Fulanita se ha embarazado”. Efectivamente, Fulanita no es como Carlos o como el cristal. Algo ha hecho. No se ha “quedado embarazada” del mismo modo que Carlos se ha constipado. Quizá Fulanita no era consciente de que al hacer lo que estaba haciendo podía quedarse embarazada… Quizá por eso le pilló de sorpresa su embarazo, y también a los demás.
Pero mi interior me seguía replicando. “No. Fulanita sabe que los embarazos vienen de las relaciones sexuales”. ¿De qué modo entonces podía Fulanita sorprenderse de haberse “quedado embarazada”, o la gente comentarlo como si hubiese sido un evento fortuito? En mi reflexividad pensaba – ingenuo de mí – que también los demás pensaban. Y que pensaban, obviamente, que uno se embaraza porque ha tenido relaciones sexuales, y que si no tiene relaciones sexuales no se embaraza. Es un silogismo bastante simple. Entonces miraba a mi alrededor extrañado. ¿Podría ser que la gente no asociase el sexo con el embarazo? Me costaba creerlo. ¿Acaso puedes pasar por encima de un cadáver haciendo ver que no está ahí?
Entonces todos comentaban: “¡Vaya faena! Y, ¿qué va a hacer?”. Mi peligrosa mente reflexiva se preguntaba otra cosa, por supuesto. ¿Cómo que “qué va a hacer”? ¿Acaso la cuestión no es “qué ha hecho”? Existe una falla lógica en todo el sistema, aunque parece que solo algunos lo vemos. Es como si de pronto en el pasillo de mi casa apareciese un globo incandescente y ante ello yo pensara qué voy a hacer con él. No, veamos. Lo primero que haré será preguntarme cómo ha aparecido allí. No me parecerá simplemente algo fortuito o desafortunado, azaroso o imprevisible. Si está ahí es por algo, algo lo ha causado. Y el motivo por el que esté ahí me indicará, probablemente, qué debo hacer con él. O al menos me dará una pista. Pero es que el globo no ha aparecido ahí. Lo puse yo, pero fue cuando la luz del pasillo estaba apagada. ¿Cómo puedo sorprenderme, al encender la luz, de ver ahí el globo incandescente que yo mismo he puesto? ¿Cómo puede ser que, tras la sorpresa, me pregunte: “qué hago con él”?
El problema de la verdad es que es simple, es obvia. Y es un problema porque los hombres nos hemos complicado. Si queremos evitar un embarazo, hemos de evitar aquello que lleva a un embarazo; igual que si no quiero encontrarme un globo incandescente en mi pasillo, no debo ponerlo allí mientras la luz está apagada. Preguntarme, sorprendido, qué hago con él cuando me lo encuentro resultaría bastante hipócrita, teniendo en cuenta que yo lo he puesto allí. Se llama causa – efecto. Es uno de esos principios reflexivos peligrosos que hoy asustan a tantos. Y es que si algo sucede o existe, tiene que tener una razón suficiente para suceder o existir. Así que si un embarazo sucede, es por algo. Obviamente.
Sin embargo hoy nos dicen que es descabellado plantearnos semejante cuestión. Se nos quiere hacer ver que el sexo sería algo parecido a pintar una pared, Tú pintas la pared, y de pronto uno de los ladrillos cede, y se cae un trozo de pared. “¡Vaya desastre! ¡Si lo que yo quería era pintar la pared, y no que se cayera un pedazo! ¿Cómo ha podido suceder? Era absolutamente impensable que se cayese un pedazo de pared mientras la pinto, algo que no me podía esperar”. Si algo es un embarazo es exactamente lo contrario. Se parece más bien a tirar canastas. Por lo cual sorprenderse de que algún tiro entre por el aro es un signo de irreflexividad, o de hipocresía. Si quieres evitar que el balón entre en la canasta, mejor pinta una pared. ¿No es obvio?
Quizá entonces estemos enseñando mal las cosas. Quizá estamos haciendo creer a la gente que puede tirar un balón a un aro sin que entre de ninguna manera. Quizá en la cultura de la posverdad estemos intentando engañar a la gente para que piense que el principio de causalidad es un mito. Quizá nos estamos eximiendo de una responsabilidad evidente por no renunciar al placer de lanzar el balón. Si quieres lanzar el balón, lánzalo. Pero debes tener en cuenta dos cosas. La primera, que puede suceder que el balón entre en el aro. Y la segunda, que sería estúpido sorprenderte de que suceda. Creo que es bueno que dejemos de fingir que no sabemos, y que dejemos de deseducar a la gente. Necesitamos un viaje a lo obvio que nos devuelva a la realidad, esa realidad que está accesible de un modo inmediato a cualquiera que no sea idiota. Solo entonces podremos dejar de fingir que los embarazos simplemente suceden, y que la pregunta pertinente ante tan impredecible suceso es: “¿y qué hago ahora?”.
Bien, no haber tirado el balón a la canasta. Si la has tirado, y has encestado, eso ya ha sucedido. Pero claro, tener sexo no es como tirar a una canasta, obviamente. A no ser que fuese un baloncesto mágico en el que cuando el tiro encesta, el balón se convierte en un niño. Desde luego, si esto sucediese, sería algo sorprendente e inesperado. Que suceda en las relaciones sexuales es cualquier cosa menos inesperado. Así que tendrás que coger ese niño que tú mismo has fabricado con lo que has hecho, y no hacer ver que te lo ha traído una cigüeña sin preguntar. El problema es que hoy te dejan tirar al niño, sin que nadie lo vea, aunque todo el mundo lo sepa. Y claro, ojos que no ven, corazón que no siente. ¿No siente? Espera, mi voz reflexiva vuelve a hablarme. “Claro que siente”. Siente el hijo, siente la madre. A no ser que hayamos castrado emocionalmente a la madre, claro. Entonces tenemos un engendro, un ser a quien suceden cosas que ella considera fortuitas y que es capaz de arrancarse un pedazo del corazón sin sentir nada. De hecho, la experiencia nos dice que sí siente, aunque no vea. Y que el tiempo se encarga de hacérselo sentir.
¿Y si dejamos de hacer ver que no hay un elefante en la habitación? Volvamos a lo obvio. Dejemos de buscar razones, o mejor, sinrazones, que justifiquen nuestras francachelas. Enseñemos más bien que cada efecto tiene su causa, que si no quieres un efecto no lo causes, y que si lo causas asumas el efecto. Se llama responsabilidad, se ha considerado desde tiempos inmemoriales como un signo de madurez. Pero no en este siglo, claro. Hoy se nos intenta hacer creer que la madurez consiste en ser inmaduro, es decir, en hacer en cada edad precisamente lo que se esperaría que hicieses en otra. ¿Y si detenemos ya esta farsa y reconocemos, como el niño, que el Rey está simplemente desnudo?