Con corazón de hombre, con corazón de Dios
Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor; se hace signo del Padre. En tal signo visible, al igual que los hombres de aquel entonces, también los hombres de nuestros tiempos pueden ver al Padre (Juan Pablo II)
Tomo la siguiente anécdota de Alfonso Aguiló:
Es la hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por el patio. Varios tropiezan, y uno de ellos se hace daño en una rodilla y comienza a llorar. Todos los demás siguen con sus juegos, sin prestarle atención..., excepto Roger.
Roger se detiene junto a él, le observa, espera a que se calme un poco, y después se agacha, frota con la mano su propia rodilla y comenta, con un tono comprensivo y conciliador: “¡vaya, yo también me he hecho daño!”.
¿Cuántas viudas habría en las ciudades de Galilea? Una pregunta difícil de contestar, sobre todo cuando no se tienen estadísticas, pero es posible que unas cuantas. Lo voy a poner más fácil: ¿y cuánto sufrimiento? Mucho, eso seguro. Es posible que aquellos hombres también se habían acostumbrado al dolor ajeno. Como la gran mayoría de los niños de la guardería, pasaron de largo al ver a aquella mujer, una viuda que iba a enterrar a su único hijo. Y quizás, por eso, tampoco sintieron una emoción especial.
¡Cuánto dolor debía tener aquella mujer! Quien ha conocido a unos padres que han perdido un hijo se pueden hacer una idea. En aquella época la situación sería mucho más dramática. La única persona, su hijo, que la podía mantener, había muerto. Y ahora, ¿qué iba a ser de ella? ¿quién la cuidaría? ¿de qué iba a vivir? Si tenía más familia, bien, podría haber alguna salida. Pero la familia, ya se sabe…
¿Y quién cayó en la cuenta de ese sufrimiento? Sólo Cristo. El Señor muestra una compasión infinita por los más débiles, por los que sufren. Él no pasa de largo, ni tampoco se conforma con una palmadita en la espalda y un “¡qué vamos a hacer! La vida es así”. Tener compasión es padecer con el otro. Hacer propios los sufrimientos de la otra personas. ¡Apropiárselos!
Cristo no tiene miedo en mostrar su afecto. Ama con corazón de hombre. Pero, ¿eso que esconde? No es simplemente una buena persona. Las acciones de Jesús, los milagros, las curaciones, no son sólo muestras de bondad, sino de amor misericordioso. Y ese amor es la manifestación de un Dios que se ha hecho carne. Es hombre verdadero, pero su humanidad revela el corazón de Dios.
… cuando el Señor revela el secreto de su Corazón: su vulnerabilidad, su desamparo, su amor humano, no podemos sino adorarlo, porque todas estas manifestaciones humanas no son más que un fruto, un resultado, una expresión de su infinito amor divino y de su humildad divinamente condescendiente[1].