Miércoles, 25 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Atocha, 1834 (1)

por Victor in vínculis

Salvó a los frailes
Francisco de Paula Romero y Palomeque fue un ilustre militar que nació en Sevilla, el 4 de diciembre de 1811, aunque la mayor parte de su vida transcurrió en Hinojosa del Duque (Córdoba). Tercero y último hijo de los Condes de Monteagudo, Pablo Romero y Lorenza Palomeque, tras quedar huérfano de padres, pasó a estudiar en Madrid con los PP. Jesuitas en el Seminario de Nobles.

La biografía que el padre Alberto Risco, de la Compañía de Jesús, publicó en 1916 nos aclara de dónde le venía el apodo de Mil Hombres que recibió siendo niño. “La guerra de la Independencia española, cuyas llagas aún estaban abiertas y manando sangre de odio al invasor, tenía el ambiente saturado de ideas belicosas, que los niños respiraban con el aire sevillano y les hacía formar sus bandos de franceses y milicianos… el niño (nuestro protagonista) tenía en el ejército de milicianos (respeto el término empleado por el P. Risco pues estamos en el año 1916) el grado de coronel”.
Su madre le tenía castigado por una de sus últimas trastadas contra el ejército de Pepe Botella y Paquito se dedicaba en “su cautiverio” a preparar sus cañones, que aunque de juego funcionaban de verdad, contra un tal Leandro, viejo magistrado de la Audiencia de Sevilla, que frecuentaba su hogar, daba opinión de todo y siempre arremetía contra él.
La sala de visitas estaba repleta aquel día. Don Leandro era el centro de la atención por un nuevo discurso en el que filosofaba sobre el triste provenir de la patria. De repente una explosión hizo que la sala se impregnase de olor a pólvora, mientras a la par un grito de dolor salió de la boca del magistrado, cortando su discurso, mientras se llevaba la mano a la pantorrilla, “sobre la que descargó el cañonazo”… Después se hizo un sobrecogedor silencio, mientras don Leandro se levantó, cogió el sombrero y el bastón, salió de la sala de visitas, no sin antes haber increpado a la madre del “artillero”, cortés, pero enérgicamente:
-Condesa, lo dicho; ese niño no es un niño; ese niño no es un hombre; ese niño supone Mil Hombres en una sola pieza.
Paquito, no hay ni que decirlo, quedó rebautizado desde aquel momento con el pomposo y significativo apodo de ¡Mil hombres!
A los 19 años inicia su carrera militar. En 1830, por privilegio especial de Fernando VII, es nombrado alférez de lanceros de la Guardia Real de Palacio. En la revolución de 1834, hacía un año de la muerte de Fernando VII, defendió con ardor a los frailes de Atocha, cuando sólo contaba 22 años de edad y su actuación valiente salvó a los religiosos.
El padre Alberto Risco nos hace en su libro el siguiente relato (páginas 9-20) sobre las matanzas de los frailes en Madrid durante la Revolución de 1834.
 

Un paréntesis de la civilización
“La famosa villa del Oso y del Madroño estaba convertida en un festín de caníbales. Sus moradores atravesaban aquella tarde uno de esos paréntesis de la civilización, tan cacareada de nuestros tiempos; uno de esos saltos atávicos, en que el hombre culto y racional vuelve a los tiempos del encantador idilio de Darwin o al estado libre y genuino de nuestro espíritu, tan tierna y melancólicamente añorado por Rousseau.
Estos paréntesis, puestos a la historia de las civilizaciones actuales por la mano del hombre bestia, que, si duran un día, se llaman el degüello de los frailes y si duran ocho, se apellidan semana trágica, y si duran años, reciben el pomposo título de guerra europea o de revolución mejicana, tienen siempre el mismo aspecto. De un lado, la masa del pueblo, movible, caprichosa, dispuesta a desbordarse y a romper los diques del pudor y aún de la misma dignidad humana. De otra parte, una mano oculta, un maligno espíritu, cobarde y artero, que no dará jamás la cara; pero que siempre es el que excita las masas populares y produce tormenta.
La borrasca llamada por la historia el degüello de los frailes, borrón de sangre caído sobre las páginas de la Regencia de María Cristina, vino también preparándose poco a poco por esos ábregos ocultos, por ese espíritu invisible, cobarde y artero, que aún nos azota de cuando en cuando y que se llama masonería.
La masa del pueblo, el mar social, venía rizándose ya, semanas antes, levantando acá y allá alguna que otra ondulación siniestra. Los periódicos, aun los mismos periódicos ministeriales, se desataban contra los frailes, motejándolos de rémora de la civilización. Las tabernas del barrio de Lavapiés resonaban con aullidos de hambrienta fiera, pidiendo, como en el circo de Roma, carne de mártires; pasquines denigradores colgaban de las paredes y esquinas de la Villa y Corte; y las autoridades comenzando por el Ministro del Interior, don José Moscoso de Altamira y por el Capitán General, don José Martínez de San Martín y concluyendo por el Gobernador, duque de Gor y el Corregidor de la Villa, Marqués de Falses, o se hacían las autoridades suecas, o se limitaban a transmitirse volantes y más volantes, acuartelar las tropas, que habían de presenciar pasivamente el degüello, y dejar que los milicianos nacionales, mezclados con el paisanaje, recorrieran las calles madrileñas y revolviesen a su sabor el ya imponente oleaje de las pasiones.
Y pasó lo que tenía que pasar. Aquellos polvos formaron esos lodos, que salpicaron las páginas de nuestra historia contemporánea.
El cólera, que procedente del Asia, se había ya cebado en Rusia, y en Francia y en Portugal, echó su zarpa sobre la corte madrileña, arrebatando centenares de víctimas diarias y… ¡cosa natural! ¡El cólera diezmaba la población, porque los jesuitas habían envenado las fuentes públicas, echándoles arsénico!


Eran las tres de la tarde del 17 de julio
Un montón de milicianos, de pantalón rojo y enagüillas de gala, unido con la gente del pueblo, formaba varios grupos en la Puerta del Sol, cuando un gallego, con su cuba al hombro, se acercó a la fuente, que entonces existía en la plaza, y se inclinó hacia el caño.
La turba de milicianos le cercó en el acto:
-¿Qué vas a hacer?, le preguntó uno de ellos, echándole la mano al hombro.
-Llenar las cubas, respondió el gallego, haciendo ademán de acercarse al caño.
-¡Tú vienes a envenenar el agua!
-¡A registrarle!, rugieron desde el grupo varias voces.
El gallego se dejó registrar con calma galaica. En efecto, llevaba una onza de arsénico en los pliegues de la faja.
-¿Quién te dio ese veneno, asesino?
-Los jesuitas.
Un rugido se escapó de aquellos pechos, algunos tal vez sinceros y francos, casi todos mezclados con risa. Muchos sabían hasta la cantidad de dinero con que se le acababa de contratar al presunto envenenador.
-¡A San Isidro! ¡A San Isidro!, se oyó desde varios ángulos de la Puerta del Sol.
-¡A degollar a los frailes!, clamaron a coro los milicianos.
-¡Viva la República! ¡Abajo los frailes!
La ola estaba formada. Y aquella ola, engrosando por momentos las moléculas de su masa, rugiendo sin cesar, dejada de la mano de Dios y guiada por tres hombres, vestidos de levita, montados a caballo y de porte fino y elegante, cuyos nombres sólo Dios conoce, fueron atravesando las calles, uniéndose a los grupos que en la Plaza Mayor y en la Plaza de la Cebada les estaban esperando, y comenzó el vandalismo.
El Colegio Imperial, dirigido por los Padres de la Compañía de Jesús, estaba en el magnífico edificio situado junto a la Plaza de la Cebada. Dos cuerpos componían el edificio, distintos entre sí pero comunicados por una puerta interior. Uno era el propio Colegio Imperial para los alumnos externos; el otro era el seminario o Internado, cuya iglesia, bajo la advocación de San Isidro, daba nombre a todo el edificio.
Allí se dirigieron las turbas. A las oleadas, que vinieron de la calle de Toledo, se había ya juntado la no menos rugiente, que venía por la calle Mayor y comenzó la ardua faena de forzar y derribar las puertas. Era cosa de tiempo: nadie vino a estorbarles su proyecto y a las cinco de la tarde quedaban ya abiertas a poder de hachazos.
Apenas el P. Rector oyó los aullidos de la turba, y asomándose a una de las ventanas, que daban a la plaza, vio aquel enjambre de tigres, sin razón y sin consejo, y que parte de la chusma asaltante la formaban los mismos milicianos, encargados de defender la inocencia y mantener la paz; el religioso se separó de allí y mandó tocar la campana de comunidad, congregando a sus hijos bajo las alas protectoras del único que podía defenderlos, si así era su voluntad. Los juntó en la Capilla del Colegio; consumieron las formas consagradas, para evitar que cayesen en manos sacrílegas, y esperaron todos juntos, animándose los unos a los otros, reconciliándose de sus defectos cotidianos, ofreciendo sus vidas por aquellos mismos asesinos que, rotas ya las puertas de la iglesia, penetrando en el sagrado recinto del templo, volcando a su paso los confesionarios y altares, subiendo a las tribunas por una escalera de mano, que hallaron para desarmar el catafalco, formado el día antes para celebrar las honras fúnebres de Fernando VII, se dispersaron por el Seminario, cazando indefensos religiosos, a quienes no conocían ni de nombre, hacia los cuales no sentían ni odio ni rencor, y a quienes sólo asesinaban, arrebatados por el vértigo del crimen.
Los religiosos, que pudieron cumplir la orden del P. Rector y acogerse en la capilla, bajo el amparo de su Dios, vieron palpablemente su providencia divina. La salvación de aquel centenar de sentenciados a muerte, entre jesuitas y novicios, la mayor parte niños aún, fue una de esas filigranas de la bondad de un Dios, que mueve los corazones a su antojo, sin violentar para nada la voluntad de los hombres.
Entre aquellos novicios se hallaba el Hno. Muñoz, pariente de un gentil hombre de palacio, a quien inútilmente hostigaron los milicianos para que saliese de la Capilla. El valor con que el joven novicio se negó a salir, dispuesto a morir con sus hermanos, salvó a todos la vida.
En la Capilla y hacia las siete de la tarde visitó por fin a los presos el Capitán General con sus ayudantes, vestidos de paisano, y la visita se limitó a increpar al Rector por la bárbara idea de envenenar toda una ciudad de pacíficos moradores.
Los sicarios ya no podían ni tenían que hacer más en San Isidro. Fue la hora en que uno de aquellos tres personajes, que a caballo dirigían la sacrílega jornada, comunicó sus órdenes y el populacho, engrosado ya más y más con turbas de mujeres, dio la voz de:
“-¡A Santa Cruz! ¡A Santa Cruz!”
Este era el título de la parroquia más céntrica de Madrid, pero aquel hombre quería indicar el convento de Santo Tomás, de frailes dominicos, que se alza enfrente de la iglesia. Aquí las protagonistas fueron la hez de las mujeres de vida pública y por eso los sacrilegios y los horrores que entonces se cometieron, revestían un carácter más ominoso y obsceno, llevados a cabo en medio de los cadáveres del prior y de los ancianos venerables de aquella orden misionera; en medio del botín de copones y cálices, que rodaban por el suelo; en medio de las voces y cantos deshonestos, que entonaban las harpías de los barrios extramuros allí reunidas, coreados por las blasfemias y lúbricas chirigotas que se les ocurrían a los milicianos, parodiando el severo canto del miserere.
Allí fue donde una mujer bebió vino en el cráneo de un viejo misionero, cuyo cuerpo habían respetado los antropófagos de las misiones africanas; y allí fue donde otra furia, escapada del infierno o del prostíbulo, llevó clavado en una pica el brazo de otro sacerdote, que el día antes había abierto de par en par las puertas del cielo a más de una docena de apestados.
De aquí se dio el grito de:
“-¡A los franciscanos!”.
En este convento estaba entonces acuartelado un batallón del Regimiento de la Princesa, cuyo jefe acababa de dar a los religiosos las más halagüeñas esperanzas, ofreciéndoles su protección. Los frailes, fiados en tales ofrecimientos, abrieron a las turbas de par en par todas las puertas, y delante del jefe, que se cruzó de brazos y de la tropa, que tenía órdenes de dejar hacer, cayeron sin vida cuarenta, entre sacerdotes y donados, sin saber, al morir, quien era su verdugo; el que los asesinaba con su cuchillo o el que permitió la entrada al asesino, con su traición.
De los franciscanos, pasaron a los mercedarios, donde agotaron al fin sus fuerzas, sepultándolas entre el vino y los manjares de la despensa que toparon a mano, y donde caían rendidos, o entre las tinieblas de la noche se volvían a sus casas, acarreando el fruto de la rapacerías que a mano fueron encontrando por los conventos durante sus horas de pillaje.


Así pasó aquel día vandálico, indigno de una horda de caribes, pero propio de una plebe civilizada, si hemos de creer la respuesta que, dicen, dio el bizarro Capitán General en la Plaza de la Cebada a un oficialillo, cuando éste le pidió, lleno de ira:
-Mi general, déjeme solo veinte hombres y barro de la Plaza a esos bandidos.
A lo que el General parece que contestó sonriendo:
-No seas chiquillo; déjalos hacer. Es un desahogo de la plebe; de cuándo en cuándo conviene dejarles su poquito de jolgorio.
Poco después la villa de Madrid descansaba del macabro espectáculo. Se había perdonado a los frailes de Atocha, porque el tiempo no dio para tanto; y por eso en la orden del día siguiente estaba consignado que el jolgorio comenzase por ellos.



Obra de Augusto Ferrer-Dalmau. Oficial de Lanceros de la Guardia Real.
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