¡Madre!
La maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre (Juan Pablo II)
Cuando estaba estudiando en Roma, cogí un gripazo monumental que me tuvo en cama varios días. Uno de esos días soñé que venía mi madre, me arropaba y me daba un beso. Me desperté con unos lagrimones de impresión. En ese momento entró una de las religiosas que atienden la casa donde yo vivía, Sor Susana (una monja magnífica como todas las que allí han vivido y todavía viven), para ver si necesitaba algo. Yo debía tener una cara que daba pena y me dijo: ‘Les cuidamos casi, casi, como si fuéramos una madre’.
Estoy convencido de que todos tenemos una relación especial con nuestra madre, entre otras cosas porque nos han llevado en su seno nueve meses, y eso no es ninguna tontería, además del parto. Eso, por necesidad, crea un vínculo especial (digan lo que digan los psicoanalistas). Luego vendrán las alegrías de madre, los enfados de hijo, las desilusiones, las esperanzas, etc., pero por encima de todo una madre siempre es y será “madre”.
Así es también la Virgen. A no ser que algún teólogo me contradiga, la vocación peculiar de María es la maternidad. Es Madre, en primer lugar de Cristo, esto es indiscutible, pero también lo es de cada uno de nosotros. La relación del cristiano, del discípulo de Cristo, con la Virgen tiene que ser muy especial. Y en esto no puede haber competencia, porque María no le quita nada a su Hijo. El amor a nuestra Madre es el mejor camino para llegar a Dios.
Cuántas veces no habremos recurrido a nuestras madres para pedir algo a nuestros padres. Parece que, al menos en algunos casos sino en la mayoría, las madres son más fáciles de convencer que los padres. Así sucede con la Virgen. El ejemplo más claro lo tenemos en las bodas de Caná. ¡Vaya audacia la de María! Se nota que conocía bien a su Hijo y que no le iba a negar nada.
Y ¿cuál es el mejor medio para amar a nuestra Madre? El Rosario. Es un magnífico invento del Señor. En él tenemos un resumen del Evangelio. La Virgen nos enseña la vida de Cristo y la suya. Y es la oración de la gente sencilla. ¿Y no es aburrido decir siempre lo mismo? No, cuando esa oración nace desde el amor de un hijo hacia su Madre.
La Virgen nos muestra el camino de la entrega. En ella aprendemos a vivir como verdaderos discípulos del Señor. El amor a María nos introduce en la escuela del Verbo encarnado, donde aprendemos a identificarnos con Cristo, aceptando la voluntad de Dios sobre nuestra vida. Es una escuela de virtudes, de humildad, de pureza, de sencillez, de alegría, de generosidad… Y nos enseña lo más importante, el camino que conduce al cielo.
María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone «en medio», o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede —más bien «tiene el derecho de»— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres[1].