Profetas de calamidades
Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente (Juan XXIII)
De un tiempo a esta parte surgen por un lado y por otro, a veces con frecuencia dentro de la propia Iglesia, “profetas de calamidades” que ven en nuestra sociedad una situación al borde del cataclismo. Algunos incluso se apresuran a aventurar que está cerca el final de los tiempos y, en consecuencia, la “abominación de la desolación”, también llamado el Anticristo, comenzará su dominio, sino no lo ha comenzado ya. Todo esto anunciaría la última venida de Cristo.
Reconozco que no me importaría nada que eso fuese cierto, que estuviera a punto de llegar Cristo en su última venida, y que conste que no estoy “depre” ni tampoco es cobardía. Simplemente, estoy convencido de que nos espera un cielo nuevo y una tierra nueva.
Ahora bien, es cierto que si hacemos un análisis de la realidad, las cosas están como para salir corriendo. El asesinato de inocentes, también llamado aborto, está aumentando considerablemente, hasta el punto de que ya prácticamente estamos anestesiados convirtiéndose, para desgracia nuestra, en algo normal. Hay una persecución sistemática contra la familia, favoreciendo el divorcio exprés y la legalización del mal llamado “matrimonio homosexual”.
Además, unido a lo anterior, o posiblemente en la raíz de todo lo anterior, la cuestión antropológica. Están calando esas ideologías que consideran al hombre un mero producto de la biología, manejable, moldeable… Evidentemente esto se proyecta en sistemas educativos que no tienen en cuenta el valor trascendente de la persona humana.
La lista podría ser más larga. Y lo peor no es que todo esto se este produciendo. Lo peor es que todo esto, con perdón, nos lo estamos comiendo. Está penetrando en la mentalidad común y nos estamos acostumbrando a que sea así.
Esta es realidad, pero sólo una parte. Hay otra. No podemos caer en una especie de buenismo, como si todo esto no tuviera importancia, pero tampoco podemos vivir en un pesimismo tal que nos lleve a la desesperanza, como si todo esto no tuviera remedio. Estoy firmemente convencido de que lo que estamos viviendo es una oportunidad, como lo fueron otras crisis pasadas. En todas ellas siempre han caído imperios, reinos, civilizaciones, culturas, sistemas filosóficos e ideologías. Y siempre, por encima de todas ellas, el cristianismo y la Iglesia han subsistido y han sido la gran fuerza vital que ha sostenido al hombre a lo largo de la historia.
Por otra parte, la fe y la esperanza cristiana me aseguran la victoria de Cristo. Esto no significa que me tenga que cruzar de brazos. No me lleva a un falso providencialismo. Se trata más bien de tener la seguridad de que Dios está a favor del hombre, de que Cristo ha muerto y ha resucitado, en consecuencia todo esto no es una historia de locos contada por un idiota.
Según la fe cristiana, la ‘redención’, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino[1].