Sábado, 23 de noviembre de 2024

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En la muerte de mi padre

por Consideraciones sin importancia

Una antigua leyenda cuenta la historia de un anciano monje, que cuidaba una ermita en la que había una imagen de un Cristo. Un día, aquel buen monje, impulsado por un sentimiento generoso, se arrodilló ante la cruz y dijo: “Señor, quiero padecer por Ti. Déjame ocupar tu puesto”. El Señor abrió sus labios y habló: “Hermano mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición: Suceda lo que suceda, y veas lo que veas, has de guardar silencio”. El monje contestó: “¡Te lo prometo, Señor!”. Y se efectuó el cambio.

Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la cruz. El Señor ocupaba el puesto del monje. A nadie dijo nada. Pero una mañana llegó a la ermita un hombre rico que, después de haber estado un rato muy pensativo, dejó allí olvidada su cartera.

Al rato llegó un pobre que se apropió de la cartera del rico. Y al poco tiempo entró otro muchacho para pedir protección antes de emprender un largo viaje. Entonces llegó el rico en busca de su cartera y, al no encontrarla, pensó de inmediato que el muchacho la había cogido y le dijo: “¡Dame ahora mismo la cartera que me has robado!”. El joven, sorprendido, replicó: “¡No he robado nada!”. “No mientas, devuélvemela enseguida!”. El rico se abalanzó furioso contra él. Entonces se oyó una voz fuerte: “¡No. Detente!”. El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. El hombre quedó espantado y salió de la ermita. El joven también se fue porque tenía prisa para emprender su viaje.

Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió al monje y le dijo: “Baja de la cruz. No sirves para ocupar ese puesto. No has sabido guardar silencio”. Jesús ocupó la cruz de nuevo y volvió a hablarle: “Tú no sabías que al rico le convenía perder la cartera, pues llevaba en ella el precio de la traición a su mujer. El pobre, en cambio, tenía necesidad de ese dinero.  En cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le habrían impedido realizar un viaje que para él resultaría fatal: hace unos minutos acaba de naufragar su barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé. Por eso callo tantas veces”.

            Cuando hace seis años mi padre sufrió el infarto cerebral, me enfadé con Dios. Me preguntaba ¿por qué? Porqué ha tenido que suceder, porqué ha postrado a mi padre en una silla de rueda y sin poder hablar; porque nos hace pasar por esto a mi madre, a mis hermanos, a mi… Yo no sé que harán otros sacerdotes, pero yo, de vez en cuando, me enfado con el Señor y discuto con Él. Sé que no le importa, porque al final siempre sale ganando. Tiene más y mejores argumentos que los míos, y los emplea siempre con más razón.

            Durante este tiempo, he aprendido y estoy aprendiendo que siempre es mejor quedarse con la botella medio llena; que no elegimos las cartas que nos tocan, pero sí podemos elegir cómo jugarlas. Descubrí entonces que me hacía la pregunta equivocada. No se trataba de saber porqué, sino qué: ¿Qué me estaba diciendo Dios con lo que estaba pasando? ¿A qué me estaba llamando?

            Las respuestas han llegado una a una y poco a poco, como sólo el Señor sabe hacer las cosas, con suavidad, con delicadeza, para que aprendamos como niños pequeños a caminar, un paso después de otro. Y ¿cuáles han sido esas respuestas? ¿A qué me llamaba Dios en todo esto? Me invitaba a crecer en la fe y confianza en Él. A descubrir que Dios es Padre y que, igual que no podemos impedir que el sol brille, tampoco podemos impedir que Dios derrame su misericordia. Me llamaba a vivir de esperanza. A darme cuenta que tengo que esperarlo todo de Él, porque soy débil, porque cuando me apoyo sólo en mis fuerzas, fácilmente flaqueo y me caigo. Necesito que el Señor, con su misericordia, me levante y me sostenga.

Y, por último, quizás la lección más importante y que aprendemos a lo largo de la vida, es la llamada al amor. Ha sido y es la más difícil, porque amar de verdad, sin esperar nada a cambio, supone vaciarse de uno mismo, del egoísmo, de la soberbia, del orgullo… Durante este tiempo, el Señor me ha mostrado un amor tan grande… Ese amor ha tenido y tiene rostros concretos, el de mi padre, el de mi madre, mis hermanos… Ha sido un amor marcado con el signo de la cruz, del sufrimiento. Un amor que así se va purificando para descubrir lo que realmente es fundamental en esta vida: ¡Sólo Cristo y sólo el amor es lo importante!

Que todo esto haya sucedido en la Semana Santa y que haya celebrado la Misa de funeral por mi padre en la octava de Pascua, es también una llamada de Dios. También yo, como los discípulos de Emaús, soy necio y torpe para comprender. Necesito que el Señor me abra los ojos y los oídos para entender que, sólo desde Cristo muerto y resucitado, todo esto tiene sentido:

A veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En realidad, Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la cruz de Cristo: una Palabra que es amor, misericordia, perdón…

Cuántas veces tenemos necesidad de que el Amor nos diga: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Los problemas, las preocupaciones de la vida cotidiana tienden a que nos encerremos en nosotros mismos, en la tristeza, en la amargura..., y es ahí donde está la muerte. No busquemos ahí a Aquel que vive. Acepta entonces que Jesús Resucitado entre en tu vida, acógelo como amigo, con confianza: ¡Él es la vida![1]



[1] Papa Francisco, Palabras finales en el Vía Crucis y Homilía en la Vigilia Pascual (Semana Santa 2013).

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