Lunes, 23 de diciembre de 2024

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¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

por La divina proporción

 

Dios mío, Dios mío,

¿por qué me has abandonado?

¿Por qué estás lejos

de mi clamor y mis gemidos?

Te invoco de día, y no respondes,

de noche, y no encuentro descanso;

y sin embargo, tú eres el Santo,

que reinas entre las alabanzas de Israel.

En ti confiaron nuestros padres:

confiaron, y tú los libraste;

clamaron a ti y fueron salvados,

confiaron en ti y no quedaron defraudados.

(Salmo 22)

 

 

En la catequesis de la Audiencia del 14 de septiembre del 2011,  el Papa Emérito  Benedicto XVI desarrolló el tema de sufrimiento y la aparente lejanía de Dios, para ello se basó en Salmo Nº 22.

 

Nos dice el Santo Padre Emérito: “El grito inicial del salmista,-‘Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado-, es una llamada a un Dios que parece lejano, que no responde. Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente sin encontrar respuesta. Sin embargo, el orante “llama al Señor ‘Dios mío’, en un acto extremo de confianza y de fe.

 

… bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y el aniquilamiento. (…) Por eso grita al Padre (…) Pero el suyo no es un grito desesperado, como no lo era el del salmista”, cuya súplica desemboca en la confianza en la victoria divina.

 

Personalmente, este salmo me transporta al momento final del sacrificio en la Cruz. Cuando Cristo eleva sus ojos al cielo y grita, como el salmista, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

 

La vida de todo cristiano conlleva momentos de claridad y de oscuridad. Momentos en que sentimos que todo va bien y momentos en que todo parece ir en contra de nosotros. Benedicto XVI nos ofreció una clave realmente interesante para entender y entendernos en estos momentos: el grito no parte de la desesperación, sino de la confianza en que Dios nos oye. Pero ¿Para qué queremos que nos oiga si no nos arregla los problemas?

 

Leamos esta breve reflexión atribuida a San Efrén de Siria:

 

Desde ahora, por la cruz, las sombras se han disipado y la verdad se levanta, tal como nos lo dice el Apóstol Juan: El mundo viejo ha pasado porque mira que hago un mundo nuevo. La muerte ha sido despojada, el infierno ha liberado a sus cautivos, el hombre ha quedado libre, el Señor reina, la creación se ha llenado de gozo. La cruz triunfa y todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos vienen para adorarla. La cruz devuelve la luz al universo entero, aleja las tinieblas y reúne a las naciones de Occidente a Oriente en una sola Iglesia, una sola fe, un solo bautismo en la caridad. Fijada sobre el Calvario, se levanta en el centro del mundo.” (Anónimo atribuido a San Efrén de Siria)

 

El dolor nunca trae consigo un sentido o una razón que nos reconforte. El dolor nos lleva a la soledad, ya que el padecimiento es algo personal e intransferible que no podemos compartir. Pedimos a Dios que nos reconforte y vemos que Dios no está en el dolor. No puede estarlo, ya que Dios es sentido y razón.

 

Si buscamos algún consuelo, tenemos que buscar a Dios en el sufrimiento que acompaña al dolor. El sufrimiento si puede tener sentido y acercarnos a Dios. La respuesta de Dios no tiene porque hacer desaparecer lo que nos hace sufrir. Si el plan de Dios fuese impedir nuestro sufrimiento, no hubiera dejado morir a Cristo en la Cruz. Lo que nos ofrece Dios es el consuelo de saber que todo tiene sentido y que nuestros sufrimientos darán frutos tarde o temprano si los vivimos unidos al Señor. “Desde ahora, por la cruz, las sombras se han disipado y la verdad se levanta”, dice el escrito atribuido a San Efrén. El Santo Padre Emérito concluyó la catequesis señalando:

 

Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos ha llevado sobre el Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos invadir, pues, por la luz del misterio pascual también en la aparente ausencia de Dios, en el silencio de Dios y, como los discípulos de Emaus, aprendamos a discernir la verdadera realidad más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la plena manifestación de la vida en la muerte, en la cruz. De esta manera, colocando toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en cualquier angustia podremos rezarle también nosotros con fe y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza.

 

Tal como se dice en el escrito atribuido a San Efrén, “La cruz devuelve la luz al universo entero, aleja las tinieblas y reúne a las naciones de Occidente a Oriente en una sola Iglesia, una sola fe, un solo bautismo en la caridad.

 

Cabría preguntarse si no sufriéramos ¿seríamos humanos? Sin limitaciones ¿Entenderíamos qué sentido tiene lo infinito? Sin conocer que nos duele vivir aislados de los demás ¿Daríamos sentido a la comunidad? Quiera Dios que la Cruz que vivimos, sentimos y sufrimos nos reúna en una sola Iglesia, Fe y bautismo. La Iglesia de los que sufrimos porque somos humanos, débiles y pobres.

 
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