La terrible profecía de Juan Pablo II
Recuerdo cómo vi, desde el sillón de casa de mis padres, el primer bombardeo sobre Irak, hace hoy 10 años: por CNN+ y con lágrimas en los ojos.
Recuerdo los periódicos del día siguiente, que aún guardo en una caja: "Los horrores de la guerra". Y recuerdo un escrito de Ansón que decía que, en 9 de cada 10 guerras hacía falta la intervención de Estados Unidos, y en 10 de cada 10 se tenía que haber hecho caso al Papa.
Porque Juan Pablo II, días antes, había bramado con un hilo de voz: ¡¡Mai Piu la guerra!! ¡¡Nunca más la guerra!! En enero, ante el cuerpo diplomático internacional, lo había vuelto a decir: ¡No a la guerra en Irak! También en su mensaje de Navidad había dicho que se estaba a tiempo de evitar aquella guerra, que sólo generaría una espiral de violencia y alentaría una cruzada del mundo musulmán contra occidente y los cristianos. Terrible profecía. "Cuando la guerra, como estos días en Irak, amenaza el futuro de la humanidad, urge todavía más proclamar, con voz fuerte y decidida, que la paz es el único camino para construir una sociedad más justa y solidaria", dijo a una televisión polaca.
Recuerdo, con profunda vergüenza, haber dicho, mientras me tomaba unas cañas en el Bocata y olé de la glorieta de Iglesia, en Madrid: "No apoyo la guerra, pero la entiendo. Tienen armas de destrucción masiva". Fue antes de encontrarme con Cristo vivo y con su Iglesia santa, cuando aún concedía a la política una cierta categoría salvífica del hombre, cuando pensaba que el mundo mejor, el Reino, podía construirse con manos humanas.
Ya han pasado 10 años, en los que seguro que no he aprendido tanto como debería. Pero sé que nada se arregla gritando "contra los poderosos". En España, aquellas manifestaciones eran tan políticas como la guerra contra la que protestaban, aunque incruentas, claro. Y si algo tengo claro, es que aquí y ahora no se construye nada cuando se elude la propia responsabilidad. El compromiso por la paz, o es personal, o es charlatanería. O el cambio del corazón antecede al cambio político, o los alegatos son inofensivos para quienes desprecian la vida. Aplíquese esto a las responsabilidades económicas, profesionales, educativas, culturales, sociales y financieras de cada uno, y servirá igual. Pero es que hoy hablamos de la guerra. De la violencia. De la no violencia. De la paz del corazón.
"Todo puede cambiar -decía Juan Pablo II al cuerpo diplomático-. Depende de cada uno de nosotros. Todos pueden desarrollar en sí mismos su potencial de fe, de rectitud, de respeto al prójimo, de dedicación al servicio de los otros. (...) Que nosotros contribuyamos con nuestra acción cotidiana a que todos los hombres de la tierra progresen, en la justicia y la concordia, hacia las situaciones más dichosas y más justas, libres de la pobreza, la violencia y las amenazas de guerra".
Mai piu la guerra.
José Antonio Méndez
Recuerdo los periódicos del día siguiente, que aún guardo en una caja: "Los horrores de la guerra". Y recuerdo un escrito de Ansón que decía que, en 9 de cada 10 guerras hacía falta la intervención de Estados Unidos, y en 10 de cada 10 se tenía que haber hecho caso al Papa.
Porque Juan Pablo II, días antes, había bramado con un hilo de voz: ¡¡Mai Piu la guerra!! ¡¡Nunca más la guerra!! En enero, ante el cuerpo diplomático internacional, lo había vuelto a decir: ¡No a la guerra en Irak! También en su mensaje de Navidad había dicho que se estaba a tiempo de evitar aquella guerra, que sólo generaría una espiral de violencia y alentaría una cruzada del mundo musulmán contra occidente y los cristianos. Terrible profecía. "Cuando la guerra, como estos días en Irak, amenaza el futuro de la humanidad, urge todavía más proclamar, con voz fuerte y decidida, que la paz es el único camino para construir una sociedad más justa y solidaria", dijo a una televisión polaca.
Recuerdo, con profunda vergüenza, haber dicho, mientras me tomaba unas cañas en el Bocata y olé de la glorieta de Iglesia, en Madrid: "No apoyo la guerra, pero la entiendo. Tienen armas de destrucción masiva". Fue antes de encontrarme con Cristo vivo y con su Iglesia santa, cuando aún concedía a la política una cierta categoría salvífica del hombre, cuando pensaba que el mundo mejor, el Reino, podía construirse con manos humanas.
Ya han pasado 10 años, en los que seguro que no he aprendido tanto como debería. Pero sé que nada se arregla gritando "contra los poderosos". En España, aquellas manifestaciones eran tan políticas como la guerra contra la que protestaban, aunque incruentas, claro. Y si algo tengo claro, es que aquí y ahora no se construye nada cuando se elude la propia responsabilidad. El compromiso por la paz, o es personal, o es charlatanería. O el cambio del corazón antecede al cambio político, o los alegatos son inofensivos para quienes desprecian la vida. Aplíquese esto a las responsabilidades económicas, profesionales, educativas, culturales, sociales y financieras de cada uno, y servirá igual. Pero es que hoy hablamos de la guerra. De la violencia. De la no violencia. De la paz del corazón.
"Todo puede cambiar -decía Juan Pablo II al cuerpo diplomático-. Depende de cada uno de nosotros. Todos pueden desarrollar en sí mismos su potencial de fe, de rectitud, de respeto al prójimo, de dedicación al servicio de los otros. (...) Que nosotros contribuyamos con nuestra acción cotidiana a que todos los hombres de la tierra progresen, en la justicia y la concordia, hacia las situaciones más dichosas y más justas, libres de la pobreza, la violencia y las amenazas de guerra".
Mai piu la guerra.
José Antonio Méndez
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