Signos proféticos
No olvidéis: ‘Omnia nuda et aperta ante oculos Eius’. Tú que penetras todo -¡indica! Él indicará (Juan Pablo II)
Desde el lunes, después de recuperarme del desconcierto provocado por la renuncia de Benedicto XVI, llevo dando vueltas a una idea, o mejor dicho a varias.
Todos recordamos el final del pontificado de Juan Pablo II. Su cuerpo marcado por la enfermedad puso de manifiesto el valor y el sentido cristiano del sufrimiento. Pudo renunciar, pero no quiso. No se bajó de la cruz. Esta decisión no dejó indiferente a nadie. Unos, lo criticaron. Otros, lo alabaron.
Ahora, ante la renuncia del Papa, como ya dije en el post anterior, es fácil comparar. También esta decisión de Benedicto XVI ha provocado una multitud de comentarios y exclamaciones, la gran mayoría, por no decir todos, han destacado la valentía, humildad y libertad del Papa que, al verse sin fuerzas suficientes, ha decidido renunciar a la cátedra de San Pedro. Ha habido, en cambio, opiniones en las que no sólo se manifiesta el desconcierto, sino que además reflejan desilusión.
Esto me lleva a una consideración, o a dos: ¿es legítimo juzgar ambas decisiones? Son diametralmente opuestas, al menos en apariencia, entonces ¿podemos decir que una es acertada, santa, y la otra desafortunada, arriesgada, cuestionable... o viceversa?
A falta de tener todos los datos que nos lleven a entender adecuadamente la decisión tomada por Benedicto XVI, datos que tarde o temprano tendremos, y sin la perspectiva histórica necesaria, la conclusión que yo saco de todo esto es que, continuar y/o renunciar a la sede de Pedro son signos proféticos. No puedo entenderlo de otra manera. Y creo que es la única forma de reconocer tanto en Juan Pablo II como en Benedicto XVI a dos Papas providenciales en la historia y la vida de la Iglesia.
Y por eso, creo que la pregunta más adecuada que uno se puede hacer, al menos la que yo me hago, ante un hecho histórico como el que ha sucedido, es: ¿Qué nos está diciendo Dios con todo esto? Sólo una mirada de fe sobre los acontecimientos nos dará la respuesta.
Pedro ha sido siempre la roca contra las ideologías, contra la reducción de la Palabra a lo que en una época determinada está en boga, contra la sumisión a los poderosos de este mundo. Al reconocer estos hechos de la historia, no celebramos a los hombres, sino que tributamos alabanza al Señor, que no abandona a la Iglesia y ha querido realizar su ser roca a través de Pedro, la pequeña piedra de tropiezo… Negar esto no es más fe ni más humildad, sino retroceder frente a la humildad, que reconoce la voluntad de Dios exactamente como es. Por tanto, la promesa hecha a Pedro y su realización histórica siguen siendo, en lo más hondo, motivo perenne de alegría: los poderes del infierno no prevalecerán contra ella[1].