Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Humilde trabajador

por Consideraciones sin importancia

 

La noticia de la renuncia de Benedicto XVI como Papa ha conmocionado a propios y extraños. Muchos, es inevitable, habrán buscado comparaciones con lo que no hizo Juan Pablo II, posiblemente estando en condiciones físicas peores que las de Benedicto XVI, sin caer en la cuenta que las comparaciones son odiosas.

La conmoción también viene por lo extraño del acontecimiento. La renuncia del Papa no es la primera de la historia y tampoco será la última. Si el Código de Derecho Canónico contempla esta posibilidad, eso significa que la puerta de la renuncia de un Papa siempre está abierta. Otra cosas es que la quiera cruzar o no.

En el caso de Benedicto XVI, él mismo lo había dicho en la ahora tan citada entrevista con Seewald: Sí, cuando un Papa llega a la clara conciencia de no ser más capaz física, mental y espiritualmente de desarrollar el cargo que le ha sido encomendado, entonces tiene el derecho, y en algunas circunstancias también el deber, de dimitir.

En el pasado hubo otros casos. El primero fue el de Benedicto IX, no muy ejemplar, por cierto. Era la época de hierro de la Iglesia. Una página oscura que queda en la memoria como lo que nunca debió suceder, pero sucedió. Después Celestino V, San Pedro Morrone, un ermitaño que fue elegido Papa en un cónclave manejado por la corona francesa. Dimitió porque se veía incapaz de gobernar la Iglesia. Y, por último, Gregorio XII, Papa de Roma durante la época del Cisma de Avignon, cuando en la Iglesia llegó a haber tres Papas.

Y ahora, Benedicto XVI. Las circunstancias son muy distintas. Lo que ha hecho el Papa, creo que hay que entenderlo a la luz de las palabras de inauguración de su pontificado. Nada más ser elegido se presentó en la logia de la basílica vaticana como humilde trabajador de la viña del Señor. Entonces, el recién elegido Papa era muy consciente, como lo es ahora, de que no es el amo de la viña, sino su servidor. Hay, por tanto, Alguien que está por encima, al que un día tendrá que rendir cuentas. Y como un día el Señor puso en sus manos el gobierno de la Iglesia, ahora él lo entrega con el mismo espíritu de servicio con que lo recibió.

Hace unos seis años tuve la suerte de poderlo saludar personalmente. Me impresionó su mirada, sencilla y humilde. Transmitía un gran cariño hacia un sacerdote al que saludaba por primera vez. Se veía claramente que su forma de ser, su entrega y servicio a la Iglesia, como humilde trabajador, no era una pose, ni eran palabras vacías. Esa forma de ser y de vivir no se improvisa. Como tampoco se improvisa la decisión que ha tomado.

Todo esto ¿a dónde nos lleva? Estudiar y explicar la historia de la Iglesia me ha hecho comprender que hay acontecimientos del cristianismo que no se explican con los meros hechos. Hay que ir más allá. En cualquier otra institución, lo que ha sucedido hoy provocaría una caída en la bolsa, la desesperación, la incertidumbre, dimisiones, crisis, etc., etc. En la Iglesia, no.

No puedo negar que, pensando en la renuncia del Papa y, sobre todo, en su entrega, se me saltan las lágrimas. Hay una pena en el corazón, claro que sí. Sin embargo, sabemos que la Iglesia está fundada sobre roca. Y la promesa de Cristo, Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, se hace hoy más patente que nunca.

Así se manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar[1].


[1] Benedicto XVI, Homilia misa solemnidad San Pedro y San Pablo (29 junio 2012).

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